CÉSAR JAVIER PALACIOS. PERIODISTA EXPERTO EN MEDIO AMBIENTE
OPINIÓN

Las sirenas tienen las alas tocadas

El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.
El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.
CJP
El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.

Todos sabemos lo que es una sirena. Ser mágico, mitad mujer seductora, mitad pescado, capaz de encandilar a los hombres con la hermosura de su canto hasta llevarlos a la perdición. Pero eso fue a partir del siglo IX, cuando la Iglesia Católica readaptó el mito clásico y lo dotó de pecaminosa lujuria femenina. Hasta entonces tenían alas. Y pies de pato. Un extraño cuerpo adornado de cualquier virtud menos la de la belleza, cuyas embriagadoras canciones nocturnas poseían el maléfico poder de arrastrar mortalmente a los marinos hacia los acantilados más peligrosos. Jasón y sus compañeros se salvaron del desastre gracias a la voz aún más maravillosa de Orfeo, quien con su música logró tapar la de las sirenas y hacer mirar para otro lado a los encandilados argonautas. En la Odisea de Homero Ulises fue más práctico y tapó con cera los oídos de su tripulación para evitar que enloquecieran pero, curioso como todo viajero, se hizo atar a un mástil para escucharlas sin caer en su hechizo.

Lo increíble de todas estas historias es que las supuestas sirenas ni eran mujeres ni cantaban bien. Eran aves marinas. Pardelas para ser más exactos. Nuestros albatros del hemisferio norte. Pájaros adaptados a vivir en el océano, capaces de volar pegados a las olas prácticamente sin mover las alas, cual cometas de kitesurf, recorriendo decenas de miles de kilómetros por embravecidos mares, durmiendo sobre el agua, alimentándose en él e incluso bebiendo de él pues tienen una especie de depuradora de agua salada en su pico que les permite expulsar el exceso de sal ingerido. Sólo pisan la costa para criar, eligiendo para ello estrechas cuevas en los acantilados más inaccesibles a los que entran de noche. Y a los que llegan entonando sus extraños cantos. Los de la pardela mediterránea parecen gemidos de una mujer pelín bruja haciendo el amor, de ahí quizá la leyenda griega. Porque la pardela más habitual en el Atlántico, la cenicienta, emite un guañaguaña más semejante a lúgubres berridos de un bebé acatarrado, de ahí que en Canarias también se la llame llantina. Insólitos cantos surgidos de sus inaccesibles colonias y donde algún pescador incauto pagó con su vida la curiosidad de acercarse a ellas por la noche para tratar de descubrir quiénes eran esos seres fantásticos. De ahí la leyenda.

Este sábado he visto en Fuerteventura las últimas pardelas cenicientas del año. Después de pasar casi 90 días en el nido, los pollos han comenzado a lanzarse al mar y no volverán a pisar tierra firme en los próximos cinco años. Su periplo las llevará a recorrer tanto las aguas africanas como americanas, sin más fronteras que el viento ni más caminos que las corrientes marinas. Pero la mayoría no regresará. Son muchos, muchísimos, los peligros que acechan a nuestras sirenas. Letales palangres con miles de metros de anzuelos de los que se enganchan cual tristes pescados, vertidos de petróleo, agotamiento de los caladeros pero, sobre todo, toneladas de peligrosa basura marina. Porque hemos convertido el mar en un estercolero. Lleno de plásticos de todos los tamaños y colores que las aves ingieren equivocadamente hasta colapsar sus mollejas o sufrir graves úlceras e infecciones. Un reciente estudio científico realizado en el litoral catalán pone los pelos de punta. El 66% de las aves marinas muertas accidentalmente en palangres había ingerido al menos una pieza de plástico. En el caso de la pardela cenicienta, el 94% de los ejemplares contenían plásticos (con una media de quince fragmentos por individuo). El 70% referido a la pardela balear y la mediterránea.

Decimos que los cantos de sirena son seductores pero esconden falsas promesas. Deberíamos revisarlo. Sus cantos son ahora de advertencia y cada vez más desesperados. Si no las escuchamos acabaremos despeñados en ese mar envenenado. Pero como los compañeros de Ulises, tenemos los oídos tapados con cera.

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