SONIA SERNA SAN MIGUEL
OPINIÓN

Relatos desde mi toalla. Nueve álamos y un pino

Una mujer apoyada en la ventana.
Una mujer apoyada en la ventana.
GTRES
Una mujer apoyada en la ventana.

Estoy en la cama, más dormida que despierta, engullida por una embriaguez mental maravillosa, y sé que estoy resucitando de una especie de siesta, eso sí lo noto; sé que no puedo abrir los párpados de pura pereza y que me encanta no hacer ese esfuerzo; también sé, a pesar de esta dulce borrachera de sueño, que ahí fuera está empezando el verano, julio, creo, aunque ahora mismo estoy perdida en mi realidad, felizmente desubicada. Debo de haber dormido un buen rato, y no sé si estamos a día 2, a 3 tal vez, o si es lunes o jueves.

Tengo muy cerca una ventana que está abierta, y lo sé porque me están bendiciendo unas oleadas de aire fresco con una cadencia perfecta, como si alguien quisiera mantenerme adrede en un estado óptimo de confort, y a fe que lo está consiguiendo. A través de la ventana oigo el bailoteo que se traen las hojas de los árboles que, con toda seguridad, están ahí fuera, muy cerca del edificio, sea cual sea el edificio en el que estoy, porque en esto tengo una confusión importante.

Estoy flotando en mi propio cuerpo, tal es mi relajación, y no siento la menor necesidad de abrir un párpado.

A ver, ¿qué hago con esta pereza? ¿Dónde estoy y qué hora es? Tengo la ventana a mi izquierda, y sólo recuerdo esta distribución en un dormitorio en el que yo solía echarme la siesta, y era el de mis padres, en la casa en que vivíamos cuando yo era pequeña. Eran unas siestas forzadas y gruñidas, pero felices y despreocupadas, en unos veranos serenos. La luz blanca y tranquila se colaba en mi siesta a pesar de la persiana, tamizada por unos visillos también blancos que se movían suavemente al compás del airecillo de las tardes de estío. También se oían hojas de árboles y trinos de pajarillos, como ahora, pero mi madre me cantaba canciones para arrullarme, siempre, y ahora no oigo a mi madre, tampoco me está abrazando, así que estos deben de ser recuerdos muy lejanos. No. Ni soy pequeña ni estoy en aquella casa.

¿Es posible que estemos ya en la playa y que no me ubique en el nuevo dormitorio? No, no huele a salitre. ¿Me he quedado dormida en el sofá? ¿En el trabajo? ¿No iré dormida, soñando y roncando en un autobús? ¿Dónde demonios estoy pasando el verano, que estoy tan a gusto y oigo tantos árboles…?

Mis párpados empiezan a transparentar algo de luz. También comienzo a oír algunas voces aquí y allá.

-Buenos días ¿Qué tal has descansado? Tengo que ponerte el termómetro y tomarte la tensión ¿vale?.

La enfermera, mi abdomen vendado a trozos, mi mano con esparadrapo tapando una vía… ¡Pues claro, estoy en el hospital, cómo he podido evadirme tanto! Enigma resuelto. Me operaron ayer. Todo bien. Pronto iré a casa.

Un momento: ¿Y los árboles? ¿Los he soñado? No, porque sigo oyendo los “¡Buenos días a todos!” de sus hojas. Me levanto como puedo, me duele este no tener vesícula, y me asomo a la ventana.

¡Ahí están, son reales! Nueve álamos cuento desde aquí, y creo que hay incluso un pino. Nueve álamos altos, muy altos y elegantes, dispuestos en hilera e incluso yo diría que mirando hacia nosotros, como los integrantes de una coral. Ojalá se pudieran ver estos árboles desde todas las habitaciones.

Creo que todo esto tiene un fin, que este cielo azulón y castellano es cómplice de los cantantes del verde frac, y que se han propuesto aliviarnos la estancia.

También en los hospitales hay esperanza de verano, por qué no.

Dedicado a todas esas personas que deberían estar disfrutando de las vacaciones y de la vida, pero las pasan en un hospital.

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