Saber marcharse es muy difícil. Y Mariano Rajoy lo ha hecho con sensatez y responsabilidad. Cuando los signos marcan el final de un ciclo, acertar a leerlos y actuar en consecuencia, aunque sea con retraso, es el camino más correcto.

El escenario político está dominado por la incertidumbre y es obligado que el PP, que pasa a ser el principal partido de la oposición, afronte una renovación necesaria lo antes posible y sin tutelas. La confusión y el abatimiento que se apoderaron de los populares después del mazazo de la moción de censura (no porque fuera exactamente imprevisible sino porque no la previeron) se hubieran agravado con una situación de interinidad.

Aunque Mariano Rajoy ha cargado con la etiqueta de indeciso, muchas veces merecida, ha habido otros momentos clave en los que ha sabido decidir con rapidez: la negativa a aceptar el rescate fue uno de ellos, y propició una recuperación económica, todavía por consolidar pero que queda en el haber de sus seis años de mandato.

La convocatoria de elecciones en Cataluña tras la aplicación del 155 en Cataluña fue otra decisión de sentido de Estado. En la otra cara de la moneda, queda su incapacidad para asumir el daño que, como la carcoma, iban causando los casos de corrupción en la credibilidad y el edificio institucional de su partido, hasta precipitar un abrupto final. Como en el caso de Felipe González, posiblemente se impongan las luces sobre las sombras en el balance final de sus dos intensos y difíciles mandatos.