JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. ESCRITOR Y PERIODISTA
OPINIÓN

Las crónicas del cronista: 'Vicenta'

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Mi abuela Vicenta Grove obraba el prodigio de la apicultura kamikaze. Accedía a las colmenas al desnudo, sin guantes, ahumadores, trajes de mameluco o máscaras de rejilla, convencida de que las abejas la reconocerían como amiga. Así sucedía: los antófilos —término científico cuya traducción del griego, “que aman a las flores”, parece un mal verso de Ruben Darío— jamás picaron a mi abuela. A unos metros yo asistía al milagro. Tembloroso por la temeridad pero pasmado. Un niño feliz y muy orgulloso.

Vicenta, una mujer menuda y plácida, había nacido el primer año del siglo xx. La recuerdo con un eterno pañuelo negro embozando la cabeza, el pseudohiyab que sin drama ni escándalo usaban las mujeres gallegas para separarse de las fatigas del sol y la lluvia y sostener en equilibrio grandes cestas de mimbre a rebosar de hierba para las vacas. Creo ahora que el pañuelo era un símbolo nacional, una expresión casi tribal y amazónica, que trazaba también una frontera entre ellas, las mujeres gallegas, y el resto del mundo.

Las abejas son eusociales, el más alto nivel  de organización animal. Se fundamentan en tres normas básicas: los adultos cuidan de las crías; un nido es compartido por dos o más generaciones y los miembros están divididos en casta reproductora y casta obrera. Además, desarrollan un código de comunicación semiótica basado en un baile de vientre para informar la situación de las flores al resto de la colmena. Viven muchos años y comparten tal cantidad de código genético que los biólogos las llaman superhermanas. Sospecho que consideraban a Vicenta como una más del clan.

Mi abuela, hija de la misma casa en la que murió noventa y tantos años después, había vivido en la primera década del XX noches eternas de encierro por el ataque de bandidos hambrientos —me señalaba, aún presentes en las paredes de piedra, las troneras desde las que disparaban sus padres y hermanos contra los asaltantes—. Conocía los nombres verdaderos de todos los seres que valían la pena —árboles, plantas, aves, reptiles, roedores, peces de río, flores, minerales...— y preparaba las mejores filloas y flanes de huevo de la historia universal.

Nunca la vi leyendo un libro, pero tampoco la vi con los ojos cerrados. Mientras los demás cenábamos a la mesa, ella picoteaba a nuestras espaldas, sentada en un banquito sin respaldo. No pedía nada excepto silencio cuando la televisión en blanco y negro emitía el parte meteorológico. Le gustaba saber que poco antes, al oliscar el aroma del crepúsculo, había deducido lo mismo que predecía con tanto despliegue verbal el hombre de las isobaras.

Una mañana de otoño de 1936 mi abuela encontró los cadáveres de siete varones paseados por los falangistas y las partidas paramilitares del cacique. Los habían asesinado de un tiro en la nuca en las jornadas de plomo posteriores al triunfo franquista y allí, en una toxeira sin nombre, habían dejado los cuerpos huérfanos de vida, con la vulgaridad de rastrojos. Acaso sin voluntad y por pura intuición descriptiva, mi abuela bautizó el lugar como “donde mataron a los hombres”. Vicenta, como dije, nombraba todo lo que habitaba el mundo con la única condición de que fuese visible. .

Albert Einstein profetizó que los humanos no sobreviviríamos cinco años sin abejas. Son ellas las que polinizan el 80 por cien de las frutas y vegetales que alimentan a la parte del mundo que tiene derecho a mesa y mantel. Dicen que los herbicidas han reducido el censo a la mitad en la última década y provocado un comportamiento errático en las colonias. No tengo claro que considerasen todavía a Vicenta una superhermana. Quizá la atacasen en un arranque de alienación.

En aquella toxeira de retamas espinosas que fue el último paisaje para las miradas de siete inocentes asesinados levantaron con el tiempo una urbanización de aburridas pero confortables casitas adosadas, pensadas para saciar las ansias rurales pero sin bosta de vaca de los funcionarios de las no muy lejanas sedes de las consellerías de la Xunta, donde la mierda tiene formas perfectamente legisladas.

Ninguno de los habitantes de los adosados sabe el verdadero nombre del terreno sobre el que desayunan bioyogures, ven las series de Netflix y dan el beso de buenas noches a sus prometedores hijos. Antes conectan en el dormitorio infantil un artilugio con un pesticida antiinsectos que convierte el cuarto en un aromático bosque finlandés. La tierra y las piedras bajo el adosado se siguen llamando "donde mataron a los hombres". Las bautizó mi abuela. Fue la única ocasión en que manchó sus labios con el verbo matar.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento