Al Profesor Perplejo le fascina el rostro de la gente cuando escucha: se vuelven vulnerables, adaptan su gesto a quien habla, ya no se empeñan en defenderse, solo piensan. Uno encuentra mayor placer escuchando o leyendo al que piensa distinto porque solo así se evita el nefando vicio de la descalificación, el mayor error que se puede cometer.
Escuchar es la antesala de construir. La de despreciar es una de las escasas habilidades que exhibe la estupidez. No hay mayor belleza que la de un rostro que atiende.
Este profe habló hace un par de años con el economista Daniel Lacalle, con cuya familia guarda una vieja relación. Le dijo que –estando en la antípodas de sus ideas–, lo daría todo por seguir oyéndolas, porque en ese mínimo detalle radicaba su sentido de la virtud democrática y que si la voluntad era mutua, haríamos país, porque eso es ser padre, ser patria: estar a la escucha, estar a la espera.
Todo grito, todo desprecio convierte una mesa en trinchera. El patriotismo sin hermandad es una tierra de perros solitarios que solo se encuentran en camada para ir de caza.
Político que no escucha pone patria de por medio. Pero ahora la moda es no hablar; uno nunca se había cruzado con político que prefiriera callar, que diera la callada por respuesta, que no se expusiera al debate.
El silencio en la política, al contrario que en la vida, es ignorancia, créanlo. Y miedo, mucho miedo. Dentro de ellos, sépanlo, está el más patriótico de los vacíos.
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