El otro día en Madrid, un amigo me propuso ir al baloncesto. Al llegar nos pusimos en la cola. Héctor iba delante. El vigilante le cacheó de arriba abajo. Me tocaba a mí. Me acerqué al vigilante y me dijo, "pasa". ¿Pasa? Al parecer a mí no había que cachearme. No solo vestía como mi amigo, además llevaba un bolso en el que podría portar un arsenal de explosivos. El motivo, obvio: yo soy una mujer, el vigilante un hombre; y que un hombre, por muy trabajador de las fuerzas de seguridad que sea, cachee a una mujer, por muy potencial criminal que pueda ser, es inaceptable.

Primera solución: poner un vigilante femenino para cachear a las mujeres. O a todos. Segunda: que nos dejemos de pijadas. Quizás sería bueno que nos preguntaran a nosotras. No creo que ninguna mujer que conozco se escandalice porque un guardia, velando por la seguridad de los asistentes, comprobase que no llevamos armas o cualquier objeto que no deba introducirse en un partido. No creo que ninguna entendiese otra cosa que no fuera que el hombre hace su trabajo. Es más. Es probable que todas ellas no quieran este trato de favor. Más que nada, porque quizás un día vayamos a un partido con nuestros hijos. Y ese día, agradeceríamos que el guardia de seguridad tenga la autoridad como para poder cachear a cada una de las personas con las que vamos a compartir estadio. Mujeres, hombres o viceversa.

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