CÉSAR JAVIER PALACIOS PERIODISTA EXPERTO EN MEDIO AMBIENTE
OPINIÓN

Soñemos el futuro sostenible

El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.
El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.
CJP
El geógrafo, naturalista, escritor y periodista César Javier Palacios.

John Lennon nos pidió imaginar el futuro. En paz pero también en sostenibilidad, única vía para garantizar que los recursos naturales de hoy se puedan seguir utilizando mañana. Pero vamos por mal camino. Las cuentas mundiales de nuestro consumo de naturaleza están ahora mismo peor que la deuda pública española, y ya es decir. Emitimos más CO2 del que mares y bosques pueden absorber, contaminamos suelos, agotamos pesquerías y talamos más árboles de los que crecen. Nuestro déficit ecológico es tan profundo que la humanidad necesitaría 1,6 planetas para satisfacer la actual demanda de materias primas. España contribuye a este superávit negativo consumiendo casi el triple de lo que es capaz de regenerar, insostenibilidad presupuestaria que de momento no parece preocupar al ministro Montoro.

Los gobiernos no están interesados en solucionar este desaguisado. Es lógico, pues siempre van por detrás de los ciudadanos. Y aún mucho más lejos de esos soñadores capaces de arriesgar su futuro en pos de un mundo mejor, el suyo y el de todos, que podríamos dividir en dos visiones complementarias: neorrurales y neourbanos.

Los primeros han abandonado la ciudad, sus carreras muchas veces universitarias, importantes puestos de trabajo, y se han lanzado a la aventura de vivir en el campo, casi siempre en pequeños pueblos. Su incorporación al mundo rural es rompedora, tan moderna como ellos mismos. Algunos en realidad no han soltado amarras con la ciudad, pues gracias al teletrabajo pueden seguir conectados a la gran urbe desde una perdida aldea, en pijama y zapatillas, lejos del mundanal y estresante caos urbano. Yo mismo lo hago escribiendo desde un pueblecito de 200 habitantes en el centro de la isla de Fuerteventura donde todavía la noche suena a rebuznos, kikirikís y balidos. Otros, tan emprendedores como valientes, manejan con soltura redes sociales, aplicaciones y toda clase de cacharros electrónicos de última generación para desarrollar proyectos empresariales la mayoría de las veces relacionados con el mundo agroganadero. Uniendo hábilmente artesanía con excelencia, pueden ofrecer a las caóticas ciudades de donde salieron espantados productos de altísima calidad, desde vinos, quesos y mieles hasta conservas o embutidos.

El otro gran grupo de soñadores está en las ciudades, donde desde hace milenios nacen todas las revoluciones. Son verdaderos quintacolumnistas, infiltrados en el engranaje urbano pero con ganas de hacerlo saltar por los aires. Una avanzadilla autónoma capaz de detectar problemas y buscar soluciones imaginativas llenas de esperanza pues demuestran que poner en práctica esos sueños no es una utopía. Como los colectivos por la transición y el decrecimiento, bien abastecidos gracias a la agricultura asociativa y ecológica de los huertos urbanos instalados en solares, azoteas y hasta fachadas, energéticamente independientes con el uso inteligente de las energías renovables, muy rentables tras apostar por la economía circular e incluso por monedas locales ajenas a la especulación bancaria (más de 70 ya en España), entusiastas de la democracia participativa y de un nuevo modelo educativo donde lo importante es amueblar cabezas y no rellenarlas de confusos programas curriculares.

No todo es perfecto, claro está. También hay mucho postureo, diseño, frikismo y gentrificación. Mucho copiar las formas sin asumir contenidos. Algo semejante ocurrió con el movimiento hippie de mediados del siglo pasado. Se iban a comer el mundo y el mundo se los comió a ellos. Pero desde entonces muchas cosas han cambiado. La más importante es que en esos años apenas había 3.000 millones de personas en el planeta y ahora ya somos casi 5.500 millones amenazados por el cambio climático, a la postre consecuencia directa de un consumo global excesivo. Y no tenemos un planeta B. Las naves para irse a Marte son pequeñas y, lo que es peor, en su cielo amarillo no hay arco iris.

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