CARMELO ENCINAS. PERIODISTA
OPINIÓN

El aeropuerto hostil

Carmelo Encinas, colaborador de 20minutos.
Carmelo Encinas, colaborador de 20minutos.
JORGE PARÍS
Carmelo Encinas, colaborador de 20minutos.

Ir al aeropuerto era una fiesta. Mi padre nos llevaba algún domingo por la tarde, en aquella época en la que los sábados había escuela por la mañana y los domingos respondían al mandato bíblico del 'séptimo descansar'. La terminal de Barajas, entonces pequeña y luminosa, se nos antojaba un lugar mágico. Lo era por los aviones, en aquella época exponente máximo de una modernidad a la que aspirábamos, ingenios voladores capaces de transportarte en unas horas a otros mundos que tan ajenos y desconocidos nos resultaban. Y mágicos nos parecían también los pasajeros, seres agraciados que gozaban del privilegio de viajar por el aire y recibir, desde que pisaban el aeropuerto, el trato y las atenciones de los ciudadanos de primera.

A Barajas se iba bien vestido, y en la barandilla de su glamurosa terraza pegábamos la nariz cada vez que un aparato tomaba tierra o despegaba, no más de dos o tres a la hora. Ahora sale un avión cada 90 segundos y el aeropuerto, no solo el de Barajas, el de cualquier capital del mundo es casi siempre un laberinto inhóspito donde el pasajero es tratado como una mercancía bajo sospecha.

Es verdad que la aviación comercial ha logrado abaratar y popularizar el uso del avión masificando los aeropuertos y que no es lo mismo gestionar unos cientos de miles de pasajeros que cincuenta millones. Solo el movimiento de maletas requiere una logística sofisticada para no incurrir en el caos. Por el contrario ahora se dispone de unas tecnologías antes inimaginables que, salvo aliviar los trámites, apenas han contribuido a mejorar el confort de los pasajeros. Los aeropuertos del 2016 son espacios adversos para el viajero donde con frecuencia se confunde la seguridad con la arrogancia, cuando no el maltrato, donde la información real es un bien escaso y donde cualquier reclamación requiere una paciencia digna del Santo Job.

El concepto low cost dista tanto de transmitirse a las salas de espera que puede salirte más caro el desayuno en el aeropuerto que el billete de avión. El usuario se convierte en un sujeto cautivo y manifiestamente ordeñable, máxime si se tiene en cuenta que las bebidas no pasan el control de seguridad. Aún no he logrado entender porque está prohibido portar un botellín de agua, y sí colar en el avión el que compras por casi tres euros en la zona de embarque. Si el riesgo está en que se pueda emplear el volumen del recipiente para una mezcla explosiva, cualquier avezado canalla podría hacerlo a posteriori con el que adquiere dentro.

Es evidente que el uso generalizado del transporte aéreo conlleva ciertas incomodidades que agravan quienes amenazan nuestra seguridad pero alguna vuelta habría que darle para evitar que los pasajeros sientan los grandes aeropuertos como un territorio hostil.

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