Como tantos otros inventos del siglo pasado, el microondas surgió por y para la guerra. Dos investigadores británicos estaban trabajando en un aparato llamado Magnetrón, un componente del radar que emite microondas para detectar al enemigo. Cuenta la leyenda que durante las pruebas, la tableta de chocolate que uno de ellos llevaba para merendar quedó derretida. Probaron a dirigir las ondas sobre granos de maíz, con el resultado de un festival de palomitas.El primer microondas pesaba 395 kg y tenía la altura de un frigorífico. En 1952, la empresa Tappan empezó a vender los primeros aparatos caseros en los EE UU. Su funcionamiento no estaba muy claro al principio; muchas señoras empezaron a usarlo para secar (y carbonizar) a su chihuahua hasta que apareció la recomendación de «no introducir a su mascota» en las instrucciones. Otros optaron por utilizarlo como despensa, sin caer en la cuenta de que si hay una subida de tensión en la red, puede ponerse en marcha.El secreto del microondas reside en la frecuencia en que operan las ondas: 2,45 GHz, suficiente para calentar los líquidos y las grasas, pero sin generar calor dentro del horno. El singular método es para algunos cosa de meigas, así que atribuyeron al microondas una injusta fama de cancerígeno.Pero no hay que alarmarse si uno tiene un pequeño cactus en la cocina. Un estudio de la revista Nature demostró que estas plantas absorben las radiaciones, en especial el Cereus peruvianus. Hoy en día no hay casa sin microondas, y eso se ha dejado notar en los hábitos alimenticios. Según la Unión de Consumidores, los productos congelados y precocinados son la base de la alimentación diaria de un aterrador 68,3% de los españoles.