Había una vieja casa en una callejuela que resistía sin ser derribada. Las otras casas eran nuevas, pero parecían no existir.
Un niño que vivía enfrente estaba fascinado con tan solemne construcción: tenía la pintura desconchada, las puertas agrietadas, le faltaban tejas y cristales. En el jardín de entrada, la madreselva y ciertas florecillas salvajes crecían a su antojo formando una maraña.
El niño imaginaba historias misteriosas del pasado cuando, de pronto, un viejo le saludó desde el balcón. El niño pensó en la soledad del anciano y decidió regalarle un soldado de plomo. Pidió permiso a sus padres, y en pocos minutos subió la escalera acompañado de un sirviente que le llevó hasta el anciano. Allí dentro se respiraban recuerdos y desolación.
«Pasa, muchacho», dijo el viejo. El chico le dio el soldado, y el viejo sonrió y le invitó a merendar. Se hicieron muy amigos.
Hasta que un inesperado día murió el anciano, y al poco tiempo la casa fue derribada y se construyó una nueva en su lugar. El niño creció, se casó y casualmente se fue a vivir donde había estado la vieja casa. Un día estaba en el jardín y vio algo que sobresalía de la tierra. Era el soldado de plomo envuelto entre hojas y raíces. Sonrió y recordó al viejo y la casa, con emoción.
Aunque seamos muy modernos, el pasado siempre nos acompaña, nunca muere.
Próximo viernes: 52/ La Hucha
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