Lanzarote, una isla diferente

Lo cierto es que Lanzarote es una isla maravillosa, precisamente porque de primeras engaña, pero poco a poco te das cuenta de que engancha.

Llegas con el susto en el cuerpo –en mi caso es siempre así- después de un vuelo aterrador de dos horas y media interminables y, la primera imagen que tienes, es la de un aeropuerto de andar por casa y un paisaje árido y rocoso que a la gente le encantaba, pero a mí me dejaba como estaba.

A medida que fueron pasando los días fui descubriendo los encantos de vivir en una ciudad de 5.000 habitantes. Su tranquilidad, sus playas vírgenes y hasta ese paraíso lunar, en el que no ves una planta en kilómetros a la redonda, que al principio me desencantaba.

Durante una semana pude montar en dromedario, contemplar el Parque Nacional de Timanfaya, la Cueva de los Verdes –con su singular secreto, que no os contaré-, los Jameos del Agua, etc. Un escenario de tesoros escondidos que has de ir conociendo poco a poco.

En cuanto al alojamiento, nos hospedamos –mi novia y yo- en el hotel Papagayo Arena, un complejo espectacular acondicionado con todo tipo de detalles destinados al relax. Seis piscinas, cuatro jacuzzis, saunas, baño turco, tres restaurantes… para no salir.

El único problema con el que nos encontramos fue la comida. Como siempre, la comida tipo buffet nos decepcionó, sobre todo en lo relativo a variedad. Y es que con estas cosas ya se sabe: el pollo que sobre en la comida te lo cenas con tomate.

Por lo demás, todo perfecto hasta el último día, cuando la sombra del avión comenzó a planear sobre mi ya de por sí atormentada cabeza.

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