Detrás de las sonrisas de blancura publicitaria que exhiben las mujeres de Roy Lichtenstein —y más allá de sus líneas limpias y de la belleza paralizada—, existe un mundo de complejidades desasosegante. A unos metros de allí, entre batidos de fresa y botellas de Coca-Cola, un bodegón de Tom Wesselmann escupe burlas veladas con sabor ácido. "En el pop nada es lo que parece", asegura Paloma Alarcó, comisaria de la muestra Los mitos del pop que este martes abrirá sus puertas en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid.

Hasta el 14 del septiembre, la exposición ofrecerá un recorrido por los inicios del pop, pero "visto con los ojos del siglo XXI", explica la comisaria mientras pasea entre lienzos multicolores de Warhol, Rauschenberg, Hamilton o Equipo Crónica.

Pese a la banalidad y al aroma a fast-food que desprenden las tintas planas, las latas de sopa Campbell y el divertido amarillo chillón de la sala que recibe al visitante, la comisaria habla, con convicción, de "mensaje", e, incluso, de "temor" y "decadencia".

No es la única paradoja que acompaña a un movimiento que a mediados del siglo XX marcó el inicio de la posmodernidad.  Frente a sus ansias de innovación, "la tradición está muy presente en todos sus artistas", que se alejan de la abstracción de sus antecesores para "recobrar la realidad", lo figurativo. Y que reinterpretan a los autores clásicos (algunas veces, con fines paródicos), con las técnicas nuevas que utilizan la televisión, el cómic y la publicidad.  Unas fórmulas que hoy en día siguen provocando fascinación entre el público porque "el pop convierte en arte nuestro entorno, y ese entorno saturado de slogans, celebrities y productos de consumo sigue dominando nuestra sociedad actual".  Porque, al fin y al cabo, "hoy todavía somos pop", concluye Alarcó.

La comisaria de la exposición Mitos del pop destaca seis obras de la muestra para entender la trascendencia de un género que rompió las barreras entre la alta y la baja cultura.

Look Mickey (1961). Roy Lichtenstein. En su primera obra pop, Lichtenstein se atreve a reelaborar  una viñeta de cómic (un género considerado menor) con el fin de convertirla en una obra pictórica susceptible de ser exhibida en un museo. El cuadro adopta técnicas de tebeos, como bocadillos de diálogo, colores primarios, contorneo de siluetas y puntos benday, que reivindican lo estándar y los acabados mecánicos frente a los anhelos heroicos del arte anterior.

Marilyn Monroe en blanco y negro (1962). Andy Warhol.  Los mitos modernos (el equivalente de las actuales celebrities), como Marilyn Monroe, Marlon Brando o los Kennedy, son motivos recurrentes. También, el uso de fotografías, su manipulación y duplicado, y las fórmulas de collage que Warhol explota en este homenaje a la actriz.

Naturaleza muerta n. 34 (1963). Tom Wesselmann. Los artistas del pop recuperan la tradición de los bodegones, aunque su disposición de elementos recuerde más a la de un escaparate que a la solemnidad de los cuadros de los holandeses. Las copas de vino o las conchas son sustituidas por Coca-Colas y paquetes de tabaco. Las imágenes reproducidas mecánicamente, el collage y la exhibición sin pudor de marcas y etiquetas buscan reflejar el sabor artificial de la sociedad de consumo.

Hombre en la ducha en Beverly Hills (1964). David Hockney. "No es que el pop recurriera el erotismo, es que en la sociedad, especialmente en la publicidad, había más erotismo", explica Paloma Alarcó. La obra de Hockney muestra un desnudo en clave homoerótica, en la que la innovación reside en que el punto de partida es una foto extraída de una revista que, después, ha sido manipulada, tal y como marca el gusto pop.

Retroactivo II (1963). Robert Rauschenberg. Los pintores pop fueron cronistas de su tiempo. En la obra de Rauschenberg se aprecian referencias desde a la muerte de Kennedy, a la llegada del hombre a la luna, así como una referencia al arte clásico con un motivo de Rubens (casi todos los artistas de la época son unos grandes estudiosos de la tradición). Los motivos se exponen sin orden ni concierto: la única regla es huir de la uniformidad.

Vestido bajando la escalera (1976) Eduardo Arroyo. El español Eduardo Arroyo opta por la ironía, la parodia y la desmitificación con este cuadro que denuncia la devoción incondicional por vanguardistas como Marcel Duchamp y, especialmente, una de sus obras, Bailando bajando la escalera, que navega enntre el cubismo y el dadaísmo.