Hace cuatro meses que consiguió abrir el negocio, tenía claro que sería en el barrio de Las Letras y no sólo porque vive allí: «Es el centro, pero me siento en un pueblo. Todas las mañanas, me encuentro a la misma gente y hay tiendas de toda la vida. No tiene precio».
Se dedicaba a la publicidad. No le gustaba, pero no había nada que la cautivara para dejarlo, hasta que llegaron ellas: «Las hay suaves, duras, altas, bajas, antipáticas, simpáticas, gordas, flacas, amorosas, bordes... Son como una persona: no hay dos iguales». Comenzó buscando clientes a un amigo florista y, poco después, Aitana notó que tenía que aprender un oficio que le permitiera tocar pétalos y ordenar tallos. «Una flor me abrió los ojos», dice.
Es una currante. Trabaja siete días a semana y se independizó a los 19. Si alguien le pide un ramo o un centro, pregunta quién lo va a recibir. «Adapto la personalidad de las flores a lo que me dicen. Si es alguien joven, tulipanes; si es mayor, lisianthus; si es clásico, peonías; y si es moderno, heliconias, colgantes y picudas».
No hace mucho una bolsa la esperaba junto a la tienda. Ramas verdes de las que crecían bolitas blancas con una nota: «Estimada vecina: espero que te gusten. Me he acordado de ti». Esa y otras pequeñas razones son las que sostienen su entusiasmo: «Hay que buscar la felicidad a pasos cortos y en pequeñas cosas, porque si intentas abarcar cosas lejanas nunca serás feliz».
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