Las personas pintadas por Michaël Borremans (Gante-Bélgica, 1963) están y no están. Parecen sólo semiconscientes sobre lo que sucede, la situación en la que están metidas. Es como si parte de la acción hubiese sido cegada para el protagonista y, al regresar a la consciencia, nada tuviese explicación.

En la pintura de este artista belga que también practica la dirección de cine hay un gusto por lo ritual, pero situado en los extremos de la realidad. The Devil's Dress (El vestido del diablo), una antología de su obra, se inauguró el sábado pasado en la Galería David Zwirner de Nueva York.

Los cuadros de Borremans, que se confiesa influido por Velázquez, la apariencia de solemnidad de los primeros planos está rota por la sensación de que se trata de los sujetos viven una teatralización de la vida, momentos de alta ambigüedad que parecen escenas con muchos finales posibles.

Nostálgico, cómico, oscuro y grotesco son adjetivos que se acoplan con naturalidad a los seres impávidos que pueblan los óleos: una mujer tendida boca arriba con una bandeja de loza sobre la cara, otra atravesada por cuchillos, un cuerpo cubierto por una especie de ataúd de cartón rojo...

Los cuadros, basados en fotos que previamente realiza el artista, deben ser, según el mismo, lo suficientemente misteriosos y abiertos como para llevar a reflexiones "sobre la vida, la muerte, la pasión o la arquitectura".

Borremans, que ha sido definido como un explorador del los encantos secretos de lo enigmático, no desprovisto de cierta vena sadomasoquista, es uno de los artistas belgas contemporáneos con más actividad durante la última década.