No es una figura central del arte del siglo XX. Ni siquiera se trata de un personaje medianamente conocido más allá de las limitadas esferas de los entendidos. Su obra, reivindicada desde 2010 por una efeméride -el centenario de su nacimiento-, conserva una vitalidad contemporánea.
Se llama Kurt Kranz (1910-1997) y no aparece en las enciclopedias populares. La Fundación Bauhau Dessau le dedica la exposición Die Programmierung des Schönen (Programando la belleza), una antología que repasa la práctica totalidad de la obra de un artista radical y adelantado a su tiempo en la combinación de disciplinas -lo que hoy llamaríamos mixed media-.
La Bauhaus pretende rendir tributo a uno de sus alumnos más brillantes. A los 20 años, en abril de 1930, Krantz se matriculó en la prestigiosa escuela de arte de la ciudad de Dessau (Alemania). Había estudiado litografía en Bielefeld y quedó fascinado cuando en la ciudad pronunció una conferencia el pintor y fotógrafo húngaro László Moholy-Nagy, miembro del equipo académico de la Bauhaus.
Inspirado por las teorías artísticas revolucionarias de Moholy-Nagy, que consideraba a la pintura un medio para trabajar y manipular el color y a la fotografía un instrumento de investigación de la luz, Krantz se propuso desarrollar la teoría y aplicarla. En pocos años se convirtió en un pionero, anticipando métodos de trabajo que siguen vigentes en nuestros tiempos.
Apoyado por el profesor y fotógrafo Walter Peterhans comenzó a experimentar con el cruce entre los soportes fotográfico y pictórico. Sus series de abstracciones parecen fotogramas de una película.
Tras graduarse en la Bauhaus Krantz trabajó como diseñador gráfico y en publicidad. Nunca abandonó el arte: desarrolló collages y desplegables, reventó el grano tipográfico en carteles que predicen el pop art y dirigió cortos experimentales en la década de los setenta.
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