La causa fue banal, como sucede con esas cosas de la religión. Y el escenario del milagro, un humilde patio interior de una iglesia del madrileño barrio de San Blas. Ahí estaba el Zidane de los mejores días, moviéndose como un bailarín de claqué, con el balón entre las piernas. Xavi, encontraba espacios imposibles donde colar un pase de gol. Hierro parecía Sergio Ramos. No solo defendía, atacaba, entraba por el centro, llevándose a todo el mundo por delante, y luego se replegaba a la velocidad del relámpago. Iván de la Peña volvía a los diez años, y se escurría por entre las piernas de rivales tres años mayores, cada vez que recibía la pelota.
En una hora, disfruté como un mico de un repertorio que incluyó ruletas, colas de vaca, paradiñas, túneles espectaculares, dignos de Ronaldinho Gaucho. Fue un partido de los de antes, de esos que duran hasta la llamada de la cena: todos aquellos críos eran inmigrantes.
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