¿Qué grado de fidelidad con la realidad le pedimos al cine histórico? De 'Napoleón' a 'Braveheart' o '300'

Con la polémica levantada en torno al filme de Ridley Scott sobre el emperador francés, es el momento de preguntarse si una película histórica necesita quedar bien con los expertos para contar una buena historia
Joaquin Phoenix en 'Napoleón' y Gerard Butler en '300'
Joaquin Phoenix en 'Napoleón' y Gerard Butler en '300'
Cinemanía
Joaquin Phoenix en 'Napoleón' y Gerard Butler en '300'

Allá por 1968, tras cubrirse de gloria con 2001: Una odisea del espacio, Stanley Kubrick puso en marcha la que habría de ser su obra maestra: un biopic de Napoleón. Fiel a su legendario perfeccionismo, el director echó el resto para asegurar la máxima fidelidad a la historia real, dando como resultado fue un proyecto tan elefantiásico y de costes tan enormes que acabó siendo cancelado por MGM: el estudio se temía un batacazo de taquilla, por mucho que Jack Nicholson encabezase el reparto. 

Ahora, en 2023, ha sido Ridley Scott quien ha llevado la vida del Emperador a la pantalla con Joaquin Phoenix en el rol protagonista. Y el resultado, taquilla aparte, ha puesto de uñas a los historiadores en todo el mundo dadas las muchas libertades que se toma con la vida del protagonista, con la de su esposa Josefina (Vanessa Kirby) y con la historia de Europa en general. 

Así, entre denuestos de especialistas (o de aficionados a la cosa napoleónica, como Arturo Pérez Reverte) y esas réplicas de Scott que tanto jolgorio dan, el affaire Napoleón plantea cuestiones que no pasan de moda sobre el cine histórico: ¿debemos exigirle fidelidad a un filme basado en hechos del pasado lejano? Y también: ¿necesitan las películas de este género saltarse los hechos para enganchar al público? 

El pecado original del género

Para dilucidar el asunto, podríamos decir que el propio Scott ya había dado ejemplo de infidelidad histórica con algunas de sus películas. Ni Gladiator ni El reino de los cielos, ni mucho menos aquella Robin Hood con Russell Crowe, son cintas a las que uno pueda recurrir como sustitutos de El Rincón del Vago para documentarse sobre la antigua Roma, sobre los reinos cruzados o sobre la Inglaterra de los Plantagenet.

Pero también conviene señalar que la falta de rigor (cuando no la manipulación interesada) son pecados que el género histórico lleva consigo desde sus orígenes. Sin ir más lejos, por mucho que El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915) sea un título capital en la historia del cine, es bien sabido que el director abordó en él la Guerra de Secesión estadounidense para ofrecer un tremendo panfleto racista. 

Sin salir de ese periodo, es notable el caso de Lo que el viento se llevó (1936), una superproducción que no solo ayudó a perpetuar los mitos sobre la 'Causa Perdida' de los Confederados, sino que también jugó con el calendario como le dio la gana. Sin ir más lejos, con ese embarazo de Melania (Olivia de Havilland) que, puesto en paralelo con los auténticos plazos de la guerra, debería haber durado bastante más que una gestación humana corriente. 

Esta infidelidad a los hechos no impidió que Lo que el viento se llevó ganara ocho Oscar y arrasara en taquilla, convirtiéndose en un fenómeno social. Algo parecido a lo que ocurrió en 1995 con Braveheart: con su película sobre el caudillo escocés William Wallace, Mel Gibson volvió a casa cubierto de estatuillas, se forró el riñón, y quedó como uno de los mayores especialistas del mundo en saltarse la historia a la torera. 

Enumerar los aspectos de la historia alterados por Gibson llevaría un artículo entero, especialmente en lo que toca a esa contraposición entre ingleses afeminados y highlanders machotes. De modo que mejor lo dejamos, señalando que Apocalypto resulta casi fiable en comparación... y que está más o menos a la altura de lo que Zack Snyder y Frank Miller hicieron en 300, mostrando a aquellos espartanos de pectorales oleosos como adalides de la libertad.

De Alejandro Magno a Argo, del Pearl Harbor de Michael Bay a la María Antonieta de Sofia Coppola, son poquísimas las películas históricas de gran presupuesto que sobreviven al análisis, ya sea por requisitos narrativos, por hacerle la pelota al público o porque el director, ideológicamente, cojeaba de un pie u otro. 

Esos biopics poco fiables

A este problema consustancial al género, Napoleón suma otro problema, derivado de su condición de biopic. Independientemente de si Ridley Scott ha seguido o no las convenciones del género en Hollywood, las películas que afirman contarnos las vidas de personajes célebres no suelen destacar por atenerse a las historias reales, ni tampoco (en la mayoría de los casos) por su calidad cinematográfica. 

Ejemplos de esto tenemos a cascoporro, y por múltiples razones. Una de las cuales, puede que la más irritante, es amoldar la conducta del personaje en cuestión a las normas sociales de la época en la que se estrenó el filme. Por ejemplo, da risa ver cómo Cary Grant interpreta al músico Cole Porter en Noche y día (1946) como un heterosexual irredento. Por el protagonista de la historia real, y por el actor.   

Hay casos en los que el nivel de la película excusa sus infidelidades a la historia: en La reina Cristina de Suecia, sin ir más lejos, todo reproche se vuelve ocioso al ver a Greta Garbo. Pero son los menos. Y han menguado todavía más conforme una cierta forma de abordar las biografías, lindante con lo telefilmero, se ha impuesto en las películas que podemos considerar cebos para los Oscar. 

Algunos ejemplos de esto están cargados de premios: por ejemplo, a Una mente maravillosa se la ha señalado por las libertades que se tomó con la vida de John Nash (Russell Crowe). Otros trataron de llevarse estatuillas y fracasaron como The Imitation Game, filme de 2014 que le hizo un flaco favor tanto a la memoria de Alan Turing (Benedict Cumberbatch) como a la de su compañera Joan Clarke (Keira Knightley), convirtiendo al primero en caricatura y minimizando los logros de la segunda.

Pero, con Oscar o sin ellos, lo más irritante de estos biopics es su forma de aprovechar vidas reales para ofrecer historias de superación o presentar puntos morales de manera simplona. Bastante compleja es la vida de un ser humano como para tratar de encasillarla en esos parámetros por el bien de un relato... o de la taquilla. Hay que tener unos redaños como los de Paul Schrader en Mishima (1985) para no caer en esta trampa. 

¿Existe una solución?

A estas alturas, cabe preguntarse si hay películas históricas que se libren de la infidelidad o la manipulación. Y la respuesta más obvia es "ninguna", a no ser que el filme sea una sucesión de tableaux vivants dedicados a poner en escena una historia real con el mínimo artificio. O ni eso: por mucho que Rossellini se empeñara en mantener la ilusión de objetividad en La prise de pouvoir par Louis XIV, su obra maestra sobre el Rey Sol sigue siendo una narración, con todo lo que eso conlleva.

No hay que irse por los cerros de la posmodernidad para saber que, en la vida real, la sucesión causa-efecto de los hechos es muchas veces ilusoria, o al menos relativa, sin mucho que ver con el orden necesario para contar una historia de manera que el público pueda seguirla sin haberse empollado antes una bibliografía. 

Partiendo de esto, se puede mandar a la papelera al cine histórico como género, asumiendo que nunca será lo bastante fiel. O se pueden encontrar parámetros capaces de equilibrar las necesidades narrativas con el respeto al espectador, asumiendo que este puede conocer y juzgar la disparidad entre lo que ocurrió y lo que ve en la cinta.   

Sin ir más lejos, cualquiera que haya leído sobre la vida de Mozart sabe que la premisa de Amadeus (1984, ocho Oscar) es un mito inventado por Pushkin y después recogido por el dramaturgo Peter Shaffer. Pero la historia de talento e inquina entre el músico (Tom Hulce) y Salieri (F. Murray Abraham) funciona en la pantalla, y podemos considerar su plasmación como una buena película por mucho que ambos se llevaran bien (hasta donde sabemos) en la realidad.

Otra posibilidad es abordar episodios históricos a través de figuras imaginarias, esforzándose por recrear el ambiente y la mentalidad de una época, ya que no sus hechos. Ahí está Master and Commander (2013), una de las mejores películas que pueden verse sobre la guerra naval en el siglo XIX, por mucho que los personajes de Russell Crowe y Paul Bettany sean creaciones del escritor Patrick O'Brian.  

Y se nos ocurre también un tercer camino, solo a la altura de los muy cafeteros: optar, como Tarkovsky en Andréi Rublev (1966), por imaginar la vida de un personaje auténtico del que apenas se sabe nada, tratando de encontrar una explicación a por qué fue quien fue e hizo lo que hizo.

Bien mediante estos sistemas, bien mediante una suma de los tres, el cine histórico nos ha dado obras maestras como El gatopardo, Lo que queda del día o Salvar al soldado Ryan. Incluso Ridley Scott ha sabido aplicarlas a veces, como demuestra la muy notable El último duelo.  

Pero la responsabilidad última de juzgar una película de época nos corresponde solo a nosotros. Y, para desempeñarla en condiciones, necesitamos recordar algo: la ficción histórica y la documentación de hechos reales son cosas diferentes, que deben ser abordadas de maneras distintas. Para todo lo demás, ahí están las bibliotecas.

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