Crítica de 'Napoleón': Joaquin Phoenix, el gran oportunista de la masacre

Ridley Scott dirige un largometraje protagonizado por Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby en el que se permite ciertas licencias creativas para contar la historia de Napoleón Bonaparte.
Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby en 'Napoleón'.
Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby en 'Napoleón'.
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Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby en 'Napoleón'.

Ridley Scott y Joaquin Phoenix vuelven a trabajar juntos 23 años después de Gladiator (2000). Esta vez, la historia que director e intérprete llevan al cine no sucede en la Antigua Roma, sino que tiene lugar en la Francia napoleónica y retrata el ascenso y la caída de Napoleón Bonaparte, el temido emperador galo que sometió a casi toda Europa a comienzos del siglo XIX.

Joaquin Phoenix encarna al militar francés. Junto a él tenemos a Vanessa Kirby, encargada de dar vida a Josefina de Beauharnais, primera esposa del mandatario. Tahar Rahim interpreta a Paul Barras, líder del Directorio entre 1795 y 1799, mientras que Rupert Everett es el duque de Wellington, al frente de las tropas anglo-portuguesas en la guerra contra Francia. Mark Bonnar, Paul Rhys y Edouard Philipponat también forman parte del reparto de Napoleón. 

Crítica de 'Napoleón'

Valoración:

Cuando uno ve Napoleón, su primera sorpresa es el escaso esfuerzo que invierte la película en ganarse el aprecio del espectador. Está claro que nuestra admiración sí le interesa, porque las escenas de masas y las ambientaciones suntuosas están ahí cuando toca, pero la conquista de nuestros corazones apenas parece quitarle el sueño. 

Al igual que Los duelistas (su referente inmediato en la filmografía de Ridley Scott, y mira que ha pasado el tiempo), y como aquella Barry Lyndon que le sirvió entonces de modelo, este biopic avanza como una sucesión de tableaux (aquí viene a cuento la palabra, ¿no?) que diseccionan al Gran Corso en su ascenso, sus masacres y su caída, pero sin apenas aspirar a una psicología de sus actos más allá de la ambición y el oportunismo.

Los aficionados a la historia napoleónica (o a la historia, en general) las pasarán canutas, eso hay que decirlo desde ya. No solo por las licencias creativas y las omisiones, que son unas cuantas, sino también porque, en un gesto que hubiera complacido al propio Bonaparte, Scott apenas deja espacio en la narración para otra figura que no sea la de su protagonista, con la fauna que le rodeó durante sus peripecias relegada a un brochazo pese las oportunidades que da para el salseo: las lujurias de Barras, las perfidias de Talleyrand, esos hermanos preguntando “¿qué hay de lo mío?” y el censo de los mariscales (a Murat, menos mal, le han dejado el bigotillo) son un telón de fondo donde solo destaca esa señora madre del Emperador cuyas apariciones son pura vergüenza ajena, por lo dispuesta que está a arrastrar a su hijo al catre de engendrar herederos.

Hasta la Josefina de Vanessa Kirby se nos aparece fantasmagórica, no por el trabajo de la actriz, que es de lo mejor del filme, sino porque apenas podemos explicarnos el motivo, no ya de su amor o su deseo, sino de su apego por tamaño impresentable.

Así, lo que nos queda es Joaquin Phoenix marcándose un aria de lucimiento en la cual no hay ni rastro del anticristo de Tolstói o el iluminado en crisis de Bondarchuk y Rod Steiger en Waterloo. En vez de eso tenemos, bien un proceso histórico con cara y ojos, bien un trepa que observa las ejecuciones del Terror con cara de “aquí hay negocio”. La eliminación del Directorio es un gag con persecuciones y todo, el ascenso a la dignidad imperial, una pantomima, de su tan cacareada vida amorosa vemos bastante poco (y menos mal, porque lo que se muestra es penoso) y ni siquiera sus batallas están iluminadas por la épica. 

Lo único que nos queda de él son su cinismo (esos trolleos al Wellington de Rupert Everett en su único encuentro son para nota) y su habilidad para caer de pie. Y bien está que sea así: en estos tiempos que corren, seguramente necesitamos ver Austerlitz como un acto de vileza y Waterloo como una monótona carnicería bajo la lluvia, y puede que no sobreestimemos a Scott al pensar que su intención era poner en pantalla la grisura esencial de los espadones, los caudillos y demás salvadores de la patria. A lo mejor, tras una carrera llena de bandazos, el director ha necesitado volver a sus orígenes para ofrecer algo memorable, aunque el precio de ese retorno haya sido dejar la humanidad a un lado.

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