RAQUEL GÓMEZ OTERO. Redactora jefe de 20minutos
OPINIÓN

Señora, por favor

Raquel Gómez 20minutos
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JORGE PARÍS / ARCHIVO
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Mi amigo Jose Fernández tiene una gestoría en sociedad, Fernández & Hurtado, S. L. Cierren los ojos por un momento y visualicen mentalmente a Fernández y a Hurtado en la oficina. Antes de seguir leyendo. No sean tramposos. ¿Ya?

La mayoría de nosotros –los animo a hacer la prueba con gente de su entorno– imaginamos una oficina con dos hombres. Del segundo socio solo conocemos su apellido. Hurtado bien podría ser Teresa, Beatriz o Ana, y si releen el enunciado verán que nada en él debería llevarnos a pensar necesariamente que se trata de otro varón...

Nos ha dado de un tiempo a esta parte –a nosotros y, en especial, a los políticos y, por ende, a las administraciones públicas– por los impronunciables "español@s" y "españolxs" y, sobre todo, por el atentado contra la economía lingüística que supone el "españoles y españolas". El loable intento de minimizar la discriminación social por razón de sexo y hacer visible a la mujer en el lenguaje se nos ha ido de las manos; hasta llegar a la paradoja que Eulàlia Lledó señaló ya en El sexismo y el androcentrismo en la lengua: análisis y propuestas de cambio en 1992 pero sigue vigente: "Cuando duplicamos, tenemos la tendencia a poner sistemáticamente primero el masculino y después el femenino, o sea, que en definitiva volvemos a establecer una relación de jerarquía". Nos tomamos la molestia de intentar cambiar la lengua sin darnos cuenta de que a veces el problema reside menos en ella que en nuestra mente, que piensa por defecto en el varón.

Volvamos a la gestoría de mi amigo. Al encontrarse con un apellido sin nombre propio que lo preceda, el oyente o lector suele pensar en un hombre, a pesar de que ningún elemento lingüístico lo induce a ello.

La cosa cambia en el caso de "españoles y españolas". En castellano, mientras que el género gramatical animado hembra ("española") se limita a designar al ser vivo animado femenino, el masculino ("español") designa tanto al ser vivo animado macho de modo específico como al ser vivo animado en general, se refiere al macho a la vez que a la especie. Es decir, abarca semánticamente al femenino cuando se habla de un grupo humano sin especificar el sexo. El androcentrismo gramatical. Ahora bien, sucede en muchas situaciones que el oyente o lector, heredero de la cultura patriarcal, hace una conexión entre género y sexo, y da por hecho que el sujeto referido es un colectivo formado solo por varones. Es cosa del lenguaje, sí, pero también de la mente, de la sociedad, que, como destacaba la Federación de Mujeres Progresistas en su Guía del lenguaje sexista, ve "erróneamente en el masculino a los varones".

La conexión entre género y sexo nos ha llevado también a añadir aes a destajo a sustantivos antes de forma única que designan actividades o profesiones. Así, hablamos de juezas, concejalas, clientas... Como si no valieran "una juez", "la concejal" o "aquella cliente". El azul y el sufijo -o para los niños;el rosa y el sufijo -a para las niñas. Por la misma regla de tres, cualquier día me encontraré con que tengo colegos periodistos.

¿No existe, pues, el machismo en nuestro idioma? Ojalá no existiera. Está el diccionario repleto de sexismo manifiesto en un léxico asimétrico y jerárquico. En el "marido" y la "mujer", sin ir más lejos. ¿Habían reparado en que un término específico designa al cónyuge masculino mientras que el femenino coincide con el que lo designa como persona sexuada? Basta con imaginar a una esposa o a un esposo –este otro sustantivo sí forma un par igualitario– refiriéndose a su pareja masculina como "mi hombre" para caer en la carga machista posesiva que subyace. (Curiosidad: el Diccionario de la lengua española de la Real Academia sí recoge una acepción coloquial de "hombre" como "marido o pareja masculina habitual".)

Hasta en las expresiones malsonantes el sexo del varón tiene connotaciones positivas ("¡es la polla!") y negativas el de la mujer ("¡menudo coñazo!"). Incluso insultamos desde el machismo: ¿a qué viene mentar a la madre de nadie en "hijo de puta"?

Pero hay un término que detesto en particular: "señorita". Cuando alguien se me dirige así, me invade la rabia. Mi compañía, de haberla, enseguida me recuerda que me lo han dicho con la buena intención de llamarme joven y/o soltera. De ser esa compañía masculina, enseguida lo desarmo preguntándole si le gustaría que se dirigieran a él como "señorito" –a la mayoría no los han llamado así en la vida, claro– y por qué importa que yo sea joven y/o soltera pero no que lo sea él.

Ah, el sexismo que todo lo invade. Aunque como sé que, en efecto, la intención es buena, no me queda otra que disfrazar la rabia de mi mejor sonrisa para contestar: "Señora, por favor".

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