MÀXIM HUERTA. PERIODISTA Y ESCRITOR
OPINIÓN

Un décimo a medias

Màxim Huerta
Màxim Huerta
Máxim Huerta
Màxim Huerta

Que dicen los de la Lotería Nacional que el mejor premio es compartirlo. Y estoy totalmente de acuerdo. Donde se ponga una fiesta de amigos, una cena en pareja, un barullo, una celebración, una jarana familiar o un brindis de enamorados, que se quite la soledad.

Hay momentos en los que el ser humano enseña sus virtudes y en los que muestra sus defectos. Hubo una mañana de la Lotería, con el sonido de los bombos, las bolas y los niños pitando números, en la que me senté con una amiga a tomar un café. Juntos. Dos. Amigos. Estábamos currando y salió el tema: qué numero llevas, cuántas papeletas has comprado y... ¿te imaginas? Lo que hice fue pedirle que compartiéramos el número de la redacción, a mí se me había –digamos– 'escapado'.

Le propuse darle la mitad de la pasta por aquello de sentir que también jugaba. La posibilidad, se llama. He ido esquivando este tema desde hace años cuando me pedían escribir sobre la lotería. Ni narrarlo como poesía, ni aparecer como extra, ni crear personajes de ficción. Me costaba. Éramos nosotros, dos compañeros de trabajo en la mañana del 22 de diciembre. Me dijo que no. Fin. Y así pasó con algún otro de colega del tajo. El sorteo siguió. No pasa nada, solo una decepción pequeña poco exquisita. Estaba claro que nada iba a cambiar la amistad. Total, si nunca toca. ¿No? Siempre cae en la televisión, donde salen los de las botellas de cava gritando, donde bailan en la puerta con matasuegras, donde fotocopian el décimo en grande y lo pegan con celo en el cristal, donde se abanican y se abrazan dando saltos. Donde siempre. Porque siempre parece que les toca a los mismos. Debe ser que la felicidad es muy parecida más allá de los kilómetros que nos separan. La alegría es eso, alegría.

La otra protagonista se quedó trabajando mientras seguía el sorteo del Gordo. Y la vida parecía que iba a ser la misma, que nada alteraría aquella mañana navideña. Una tele en alto diciendo números, unos espumillones rodeando los cables, un teléfono sonando y... de pronto, ¡primer premio! ¡Ha salido el Gordo! ¡El Gordo!

Se imaginan lo que voy a contar. Dos miradas que se cruzan. Dos amigos. Ella y yo. La tele parece que se queda muda. O grita el mismo número una y otra vez. Ese número que mi compañera tiene en la cartera y que en ese momento vale miles de euros. El jaleo recorre la planta del edificio. Y el frío. Unos lo tienen, disimulan; otros andan extrañados, derrotados. A partir de ahí el ser humano empieza a mutar, a desplegar otro tipo de vicios, a mostrar carencias, a desmontarse en piezas, a exhibir sus desperfectos. Deteriorados, ambos, callamos. Todo lo que se diga en ese momento es un pero, un dolor. El tiempo pasó.

En esta línea final solo puedo decir que en esa mañana de Navidad me sentí el ser más desgraciado del planeta. Y sospecho que ella también. Solo que ella tenía el dinero en aquel trozo de papel premiado. Piénsalo.

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