DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Crónicas desde mi taxi: 'La empresa o tus hijos'

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Nueve de la noche. Parada de taxis del aeropuerto. Continúan llegando oleadas de viajeros aún vestidos de oficina. Los más afortunados volverán a casa después de más de quince horas dedicadas a su empresa (salieron a las seis de la mañana dirección Barcelona, Londres, Bruselas; regresan ahora). El resto irá directo al hotel más cercano a su cita laboral de los próximos días.

Nada más tomar mi taxi se desploman sin perder la compostura. Se aflojan la corbata o el tacón. Suspiran. Encienden el móvil, consultan los últimos correos. Y por último, llamada de rigor a la familia, manteniendo el mismo tono protocolario de cualquier otra llamada laboral al uso. Serios, mirando al infinito allende el tráfico, sin apenas atisbo de ternura: ¿Duerme ya el niño? ¿Avisaste al técnico de la lavadora? Mi vuelo fatal, salió con retraso. Mañana me reúno a las ocho. Comeré un sandwich en el bar del hotel y a la cama. Te cuelgo, ya estoy llegando. Tengo que pagar el taxi, hablamos luego, chao. Pero aparte del tono también se intuye cierta mezcla de cansancio y de orgullo en esas charlas domésticas, como dando a entender que el sacrificio, las jornadas interminables o los largos desplazamientos fuera del horario laboral son el único camino plausible hacia el emprendimiento. Que lo hacen por y para el futuro de sus hijos. Hijos que, con suerte, apenas disfrutarán de sus padres los fines de semana.

En base a esto se inventaron las escuelas infantiles de cero a tres años abiertas doce horas diarias (llamarlas «guarderías» no es casual). O qué decir de esos abuelos haciendo las veces de padres postizos, o del número creciente de parques de juegos por horas o de actividades extraescolares en la misma escuela. Sudokus horarios que, además, cuestan dinero. Bastante dinero. Dinero que se come casi un sueldo en muchos casos. Y niños rotos de estrés: Enseñanza obligatoria de nueve a cuatro (comedor incluido), después natación, refuerzo de inglés, flauta travesera y esgrima. Cansancio. Colapso mental. Desapego.

Tal vez te preguntes qué demonios pinto yo también recogiendo clientes en mi taxi a las nueve de la noche. Pues bien, aparte del emprendedor convencido estamos los autónomos atrapados en bucles ruinosos cuya única salida pasa por echarle muchas horas. Aun con esas procuro llegar a casa justo a tiempo para bañar a mi hija de dos años, darle la cena, jugar con ella un rato y leerla un cuento a los pies de su cama. Al menos ella duerme tranquila sabiendo que papá y mamá matarán sus monstruos cada noche. Pero sé, estoy seguro, que necesita más. Y es que los niños, diga lo que diga la CEOE, necesitan del calor de sus padres.

Lo peor del asunto no es vivir en una rueda tramposa y voraz que empuja a quien trabaja a extender su jornada ad infinitum en lugar de ayudarlo a conciliar. Lo peor es asumirlo como el único camino hacia el éxito social. Lo peor es ponerse solamente en la piel del empresario o del inversor aun sin ser ni lo uno ni lo otro. Remar como un autómata en su misma dirección (y los niños, tu familia, cada vez más lejos). Emplear dos tercios de tu vida en el trabajo mientras tus hijos crecen en un entorno aséptico, creyendo que el amor se mide en pulgadas de tabletas táctiles o en muñecas interactivas. Ya hay madres condenadas a dejar de dar el pecho a sus bebés una vez se reincorporan al trabajo. Madres y padres con miedo a pedir reducción de jornada o un horario más flexible, o simplemente lo descartan porque el sueldo resultante no les llega. El éxito, creo yo, no es hacer empresa sino hacer familia. Jugar con tus hijos y enseñarles valores que compensen un sistema educativo empeñado en formar máquinas económicamente productivas. La cultura del esfuerzo sin más vocación que generar dinero (tomando a los demás como rivales) sólo conseguirá enfangarnos en un futuro frío y deshumanizado. Y yo no quiero un mundo así para mi hija. Ni para nadie.

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