CÉSAR JAVIER PALACIOS. PERIODISTA EXPERTO EN MEDIO AMBIENTE
OPINIÓN

El síndrome de la discoteca nos dejará sordos

César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.
César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
César Javier Palacios, colaborador del 20minutos.

Decía el trompetista Miles Davis que el silencio es el más fuerte de todos los ruidos. Y el más inusual, añado yo. Nos da miedo. Por eso somos tan ruidosos. Especialmente los españoles, tan amigos de ese escándalo molestón que llevamos allá por donde vamos. Un permanente maremágnum de decibelios en aumento constante, de conversaciones a gritos, de músicas estridentes en tiendas, bares, restaurantes, ascensores, automóviles tuneados, botellones, fiestas y, cómo no, teléfonos móviles preñados de notificaciones, avisos, llamadas. Añádanse a este ruido de fondo el machaqueo constante de las obras y el tráfico, pitadas indignadas o de advertencia, aviones, trenes, ambulancias y sirenas, la tele propia y la del vecino, la aspiradora, el taladro y los martillazos de esas reformas que nos persiguen, por no hablar del niño llorón del tercero izquierda y sus chillones (a la par que desesperados) padres.

Tanta contaminación acústica nos va a volver locos. En realidad ya lo estamos. Millones de personas medio sordas. Y enfermas, pues la exposición a largo plazo al ruido se relaciona con hipertensión arterial, riesgo de infarto, vértigos y alteraciones del sueño y de la memoria. Nos perjudica a nosotros y a nuestros obligados compañeros animales. Como a las aves, cada vez más afectadas por el 'síndrome de la discoteca'. Los últimos estudios científicos realizados por el biólogo Mario Díaz así lo corroboran. El ruido convierte a la ciudad en una sala de fiestas gigante donde los machos alados se ven forzados a elevar el volumen de sus cantos territoriales, repetirlos e incluso hacerlos más agudos para tratar de hacerse escuchar por unas hembras cada vez más sordas a sus encantos. El famoso "estudias o trabajas" de aves tan populares como los verdecillos deben ahora piarlo a grito pelado para lograr sobresalir de nuestro guirigay ensordecedor. Este sobreesfuerzo tiene el peligro mortal añadido de atraer también a los depredadores. Para colmo de males, y al igual que ocurre en nuestras discotecas, muchos de esos mozalbetes gritones se vuelven al nido la mayoría de las veces desgañitados y sin haberse comido un colín, rechazados por sus estridencias. Ciertas especies han adoptado por ello estrategias diferentes. Algunos petirrojos, por ejemplo, se han hecho trasnochadores, pues a esas horas hay menos ruido. Otras aves, por la misma razón, madrugan e incluso han adelantado su fase de emparejamiento. Todo para tratar de hacerse oír.

La duda surge automática. Si el ruido provoca tales problemas a las aves ¿cómo nos afecta a nosotros? Tanto o más, sin duda. Aunque podríamos hacer la lectura justo al revés. Toda reducción de la actual contaminación sonora en las ciudades será beneficiosa para ellas, pero muy especialmente para nosotros. Por ejemplo, naturalizando las ciudades, ampliando las masas boscosas, aislando las fuentes de ruido con frondosas pantallas de árboles y arbustos. Levantemos islas de silencio al estilo de los vagones del AVE. Públicas y privadas. Apoyemos proyectos como el liderado por SEO/BirdLife para crear una red de 100 refugios para la biodiversidad urbana, un centenar de patios, jardines y terrazas tranquilos que llenen de vida silvestre nuestras calles y barrios. Refugios sonoros donde la vegetación actúe de pantalla acústica, protectores lugares a los que acudir como quien va al gimnasio, a hacer músculo de sosiego.

Aunque tampoco nos equivoquemos. Esos remansos de paz no están mudos. Tiene razón Antonio Pérez Henares. Como vivimos envueltos en ruido, al sonido de la naturaleza le llamamos silencio. Y es el sonido más hermoso del mundo. El canto de los pájaros, el murmullo de las hojas, el zumbido de los insectos, el ulular del viento. Si hace mucho que no escuchas este sonoro silencio es que también tú sufres el síndrome de las discotecas. Un problema con fácil solución. Una toma diaria de quietud a sorbos lentos y se te pasa.

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