Una vez leí que todo bailarín aspira a ser aire.
Eso es mucho aspirar. Pero se baila como se es. Yo intento enseñar a mis alumnos a transmitir generosidad, a darlo todo a cambio de nada.
¿Y usted a qué aspira?
Aprendí a conformarme, a no tener ansiedad.
Sin embargo, tiene usted fama de protestón. ¿Quen non chora non mama?
Más que protestar me gusta llamar a las injusticias por su nombre.
Pero no me negará que como buen aragonés lo ha conseguido todo a base de cabezonería.
Eso, desde luego. A los diecisiete años ya me presenté delante de Maurice Bejart y le pedí que me viese bailar.
Y lo consiguió.
Pues me costó lo mío. Primero me dijo que era demasiado pequeñito.
¿Qué hizo para convencerlo?
Me planté delante de él y le dije que yo le podía demostrar cuánto valía el pequeñito. Al parecer le hizo gracia y me fichó.
Y acabó en la danza contemporánea, usted que empezó bailando la jota...
Sí, de niño estaba en un grupo de jota en el que también actuaba Fernando Esteso, pero yo quería bailar flamenco.
Para complicarlo más, acabó estudiando ballet clásico.
Mis padres me metieron en la academia de María de Ávila, que era una escuela de niñas bien. Y allí estaba yo, a mis 12 años, el único chico, rodeado de pijas con tutú.
¿Tuvo que enfrentarse a muchas críticas en aquella España tan convencional?
A muchísimas, empezando por las de mi propia familia. Me decían: «¿Por qué andas así, que pareces marica?».
¿Cómo les convenció?
Tuve suerte. Mi padre escribió a un cura para consultarle, pero cuando el cura le dijo: «¡Cómo va a dejar a su niño ser bailarín!», mi padre decidió llevarle la contraria.
¿Qué es la danza?
Mi forma de vida, mi filosofía. Cuando un accidente me dejó inválido tres años, acabé bailando incluso sin poder bailar.
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