Anselm Kiefer sigue lacerando los ideales germánicos

  • El artista alemán, una de las figuras más importantes del arte contemporáneo, recrea como un hospital para moribundos el Walhalla de los alemanes laureados.
  • El monumento neoclásico construido por Luis I de Baviera a orillas del Danubio sirve a Keifer para referirse al ocaso de Centroeuropa.
  • Nacido en 1945, poco antes del fin de la II Guerra Mundial, lleva desde los años sesenta recordando que Hitler despertó amplias simpatías iniciales en Europa.
Vista de la sombría instalación de Anselm Kiefer en el White Cube de Londres
Vista de la sombría instalación de Anselm Kiefer en el White Cube de Londres
© Anselm Kiefer. Photo © White Cube (Charles Duprat)
Vista de la sombría instalación de Anselm Kiefer en el White Cube de Londres

"No creo en el arte por el arte (...) No pinto para pintar un cuadro. Para mí pintar es pensar, investigar (...) y no precisamente investigar sobre la pintura (...) Una de mis motivaciones para pintar es la historia de Alemania. Es una investigación sobre mí mismo, sobre lo que soy, sobre dónde nací...". El artista alemán Anselm Kiefer (Donaueschingen, 1945) vuelve a retomar lo que ha considerado como una misión personal de obligado cumplimiento: mostrar la decadencia de los ideales germánicos y el ocaso de Centroeuropa.

Uno de los artistas más notables, inflamados y, como se ha dicho en repetidas ocasiones, "incómodos" —y el término debe entenderse en toda su épica grandeza— del panorama contemporáneo, expone en la sede del White Cube de Bermondsey, en la zona sur de Londres, Walhalla, una instalación que parodia con mala uva pero certera intención el monumento neoclásico construido, entre 1830 y 1942 y en las plácidas y heroicas riberas del Danubio, por Luis I de Baviera como salón de la fama para para "alemanes laureados y distinguidos", aunque, acaso porque no había tanta cantidad de notables en el censo nacional, se amplió a germánicos en general.

La idea enloquecida —el monumento es una réplica nada menos que del Partenón de Atenas— sirve a Keifer para conectar el Valhalla de la mitología nórdica al que eran llevados por las valquirias los muertos en combate con las formas de la arquitectura nazi, la destrucción sembrada por Hitler y los suyos y el mal absoluto que los alemanes deben purgar como pecado contra la humanidad. Con un inteligente y dramático montaje, Kiefer "confunde y conecta" temas en un escenario que, lejos de resonar a gloria, hiede a destrucción y vísceras.

La exposición está estructurada en torno a una instalación principal, una sala larga y estrecha forrada con láminas de plomo oxidado, filas de camas de acero de las parecen fluir restos sanguinolentos, orines, heces y lanzas metálicas en zigzag. En el otro extremo de la sala, una fotografía en blanco y negro montada sobre plomo representa a una figura solitaria que se aleja en un paisaje sombrío e invernal.

'Claustrofobia mórbida'

Toda la instalación es oscura, sombría, mal iluminada por una serie de bombillas desnudas, lo que sugiere un dormitorio institucional, una barraca militar, hospital de campaña en el frente de batalla o, si nos dejamos empapar por el ambiente general, un matadero. El artista sólo concede respiro a esta "claustrofobia mórbida", como dicen desde el museo, con la "oferta de descanso o de una interrupción en el viaje" de saber que quizá el visitante haya atravesado un "lugar de transformación".

"Cuanto más te empapas de pasado, más avanzas en el futuro", suele afirmar Kiefer, cuya inspiración no debe ser buscada en movimientos artísticos de su país, sino en la sensibilidad de escritores con el alma rota como Paul Celan (1920-1970), superviviente del campo de concentración donde murieron sus padres, luego autor del poema de indagación en el sinsentido Todesfugue (La fuga de la muerte), llamado con certeza "el Guernica de la literatura europea de postguerra", y finalmente suicida por pura incompatibilidad con la historia del siglo XX y con su idioma, el alemán, la lengua que durante el periodo nazi fue el idioma del infierno.

Umbral de un reino mítico

En las paredes de su Walhalla, los nuevos cuadros que presenta Kiefer, un artista que usado tierra, cenizas, lentejas, fibras de yute y otro material de terrenal humildad, están pintados con óleos, acrílicos, emulsión, laca y arcilla. Paisajes desolados, altas pero equívocas torres, explosiones y manchas en disolución hacia un azul profundo, proponen el umbral de un reino mítico, como el monumento del Danubio, pero esta vez no dedicado a Bach, Mozart, Durero o Beethoven, sino a los muertos, tanto en las batallas como en los recintos alambrados del exterminio vigilados por soldados alemanes, y a la decadencia creciente del germanismo.

Las torres son brutalistas y están basadas en esculturas de Kiefer moldeadas como contenedores marítimos pero de áspero hormigón. En una de las pinturas, Kiefer representa las construcciones en primerísimo primer plano, colocando al espectador en las ruinas de alguna ciudad antigua y en otra obra, de tres paneles, los tramos de escalones hacen referencia a la arquitectura neoclásica e imponente del Walhalla bávaro, pero más que el bastión simbólico de poder que el monumento pretende pretende evocar, Kiefer muestra superficies planas y bidimensionales, superpuestas y colocadas en ángulos imposibles.

Ropa sucia, piedras, camastros...

Varias vitrinas en diferentes escalas prorrogan los temas del derrumbamiento y la podredumbre, con ensamblajes de ropa sucia, piedras, camastros metálicos apilados, bicicletas o pequeños árboles sobre setos recortados. Al estar sellados en los expositores de cristal con perfiles de hierro forjado los objetos parecen fósiles o artefactos desenterrados.

Una dramática y oxidada escalera de caracol de metal desaparece en el techo. A lo largo del pasamanos cuelgan tiras ondulantes de carrete de película, montadas sobre plomo, y vestidos sucios colgados de perchas. Es un juego final con la épica subida de las valquirias al Valhalla, a lo largo de la cual van desechando las prendas usadas que visten.

Los sentimientos de las piedras

Interesado en la cábala judía, la alquimia medieval, las mitologías nórdicas de las que, asegura, puede sacarse la conclusión de que "vivimos el fin de los tiempos", en la poesía del austriaco Adalbert Stifter, para quien las piedras tienen sentimientos y son los humanos quienes carecen de ellos y convencido de que la realidad científica es "siempre una aproximación a la realidad", el pintor de los rasguños y las mordeduras —eso parecen algunos de sus cuadros—, busca la "realidad definitiva e indiscutible" a través del transporte artístico. Aún no ha renunciado al afán de trascender la torpeza humana.

En una de sus obras más polémicas, la serie Heroische Sinnbilder (Alegorías heroicas), Kiefer rescató el saludo nazi en escenarios de toda Europa, recordando las simpatías y colaboración de países que después intentaron borrar con premura todo rastro de admiración pasada por el Tercer Reich, de la postura de este artista que ya desde los años sesenta puso en el mundo del arte la espinosa cuestión de la historia de Alemania, el despertar de la memoria, la dialéctica entre destrucción y creación, el luto de la cultura yiddish...

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