Leticia Moreno: "Tocar el violín es como conducir un Ferrari"

La violinista Leticia Moreno lleva 10 años tocando.
La violinista Leticia Moreno lleva 10 años tocando.
ELENA BUENAVISTA
La violinista Leticia Moreno lleva 10 años tocando.

Nadie sabe cómo ocurre, pero en algún momento de la vida del intérprete el instrumento se convierte en parte de sí mismo. Más que de una pasión, se trata de que el violinista no puede vivir sin su violín, el pianista sin su piano.

Leticia Moreno, que aún no ha cumplido los 30 años y ya forma parte del Olimpo del violín, tenía 6 cuando supo que le pasaba exactamente eso. Subimos con ella a la azotea del Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde podría gritar como James Cagney: "¡Estoy en la cima del mundo!" pero se dedica más bien a insinuar para asombro de los visitantes el adagio de una sonata de Bach. Explica que sale más natural en las fotos tocando de verdad que posando con el arco en el aire.

Mientras posa, recortada contra las nevadas cumbres de la sierra de Madrid, no podemos evitar curiosear en el estuche que encierra su vida. La funda que protege su Gagliano de 1762 es de gamuza rosa en el interior y, además de un par de pañuelos con los que previene las marcas del violín en el cuello y algún trabajo escolar de su hijo de 7 años, contiene fotos de su familia y del propio David, que ya hace sus pinitos con la música. Un cromo del futbolista Roberto Soldado es indicio de que él ha hurgado hace poco por allí.

"Mi hijo lleva jugando con instrumentos prácticamente desde que nació", comenta Leticia, una de las intérpretes españolas más reconocidas a nivel internacional, que ha firmado un contrato de dos años con el prestigioso sello discográfico Deutsche Gram- mophon.

"Toca el chelo y está familiarizado con otros instrumentos desde pequeño, pero de una manera natural, más o menos como hicieron mis padres conmigo", explica.

Leticia Moreno

Todo comenzó en Boston, adonde llegaste con pocos meses.

Tenía nueve meses exactamente. Mi padre trabajaba allí, mi madre estudiaba en Harvard y se conocieron en Boston. Empecé con el violín como un juego, como una actividad diaria más; asistía a clases extraescolares de ballet, de pintura, estaba expuesta a todo tipo de actividades artísticas, también montaba a caballo. En Boston había una oferta muy rica para los niños, lo que no era frecuente en España por aquellos años. Mis clases de ballet eran con pianista, algo impensable aquí cuando volví con 4 años. Ahora ha cambiado mucho el panorama. Hay unas actividades fantásticas en los museos, en los teatros, pero en EE UU ya entonces se preocupaban mucho por la infancia, por nutrir a los niños en posibilidades artísticas.

¿Cómo fue desplazando la música al resto de tus intereses artísticos o de otro tipo?

Tengo entendido que tenías excelentes cualidades para el ballet. Se me daba muy bien, la verdad, tenía muchísima flexibilidad y apuntaba maneras, pero el violín me gustó más. La música se convirtió muy pronto en una parte muy importante de mí. Conocí la viola da gamba en una de aquellas actividades para niños; la profesora le dijo a mi madre que tenía muchísima facilidad para la cuerda y eso llevó a mi madre a matricularme en una escuela Suzuki. Allí, claro, entré en contacto con el violín [el pedagogo japonés Shinichi Suzuki era violinista] y con aquel método que permitía comenzar en el mundo de la música de una manera lúdica, amena y, sobre todo, muy natural, muy instintiva. Podría haber sido con cualquier otro instrumento, pero…

… Pero fue con el violín.

Realmente es un instrumento maravilloso. Su dificultad es que no te otorga margen de error, y su otra peculiaridad reside en que transmite de manera inmediata la personalidad del artista a través del sonido que extraes de él. El violín es quizá el instrumento con un registro más sensible a todo lo que uno lleva dentro, y es muy difícil sacar un sonido bello. Esta complejidad es lo que me gusta, porque al mismo tiempo te permite obtener un sonido propio, algo que resulta más arduo con otros instrumentos.

El violín no perdona…

No, es como conducir un coche muy sensible al acelerador. Si llevas un Ferrari puedes ‘jugar’ más, y también corres el riesgo de estamparte. Creo que eso es lo que más me gusta de tocar el violín. Recuerdo mis primeros conciertos con orquesta cuando era una niña, tendría unos 12 años, y la felicidad que sentí al observar que tenía un sonido personal y que ese sonido volaba por encima de la orquesta. Fue muy placentero.

Con 7 años ya debías de estudiar muy en serio.

Ya con 6, si no antes, era consciente de que quería dedicarme a ello y de que tenía que dejar otras actividades para concentrarme en el violín. No se trataba de querer ser violinista, era muy pequeña para pensar algo así, simplemente no podía vivir sin él. Ni siquiera era un amor, el violín había pasado a formar parte de mí, como comer o salir a ver la luz del día. Empecé muy chiquita y siempre me dio mucha felicidad. Todavía no he decidido ser violinista, nunca lo decidí.

¿No fue duro renunciar a tantas cosas, sobre todo cuando la niña comenzaba a dejar de serlo?

Nunca me apenó dejar de hacer cosas, era como cuando eliges no ir a un lugar para ir a otro. Lo que me hacía feliz era disfrutar del escenario, y para ello había que prepararse bien y por tanto tener mucha disciplina. No había para mí mayor satisfacción que sentir esa comunión (que no ocurre en todos los conciertos) con el autor y con el público.

¿Disfrutabas (y disfrutas) también ensayando en casa?

Para mí practicar es un proceso de creación y, como tal, un acto muy estimulante. Puede ser muy placentero, pero también durísimo, porque estás luchando constantemente por llegar a una meta que es siempre inalcanzable; en cuanto llegas a una, ya te has fijado otra. La clave está en saber valorar lo que has logrado y saber sufrir por lo que todavía se resiste. Sin ese balance no se disfruta ni ensayando ni actuando.

El escenario da alas a algunos intérpretes, como es tu caso. Para otros resulta letal.

Puede serlo. Entre los 15 y los 20 años se produce un proceso de transición muy importante para cualquier ser humano que, en mi caso, se extendió casi hasta el momento en que fui madre [tuvo a su hijo con 22]. Mi modo mayor de expresión era el violín y me imponía una exigencia enorme que casi me podía. También tuve profesores muy exigentes… Además de ser un buen músico, tienes que mostrarlo en el escenario pase lo que pase, aunque estés enfermo y no hayas dormido la noche anterior. Afortunadamente, la adrenalina lo viste todo. Pero es cierto que esta es una profesión dura en la que no basta tener la sabiduría, sino que debes demostrarla en la media hora precisa.

Como cuando de niña arrasabas en todos los concursos a los que te presentabas.

Sí, de eso hace mucho tiempo ya [se azora un poco]. Hay que sacar ese extra en la ocasión adecuada: eso distingue a este oficio de otros. De todos modos, me siento muy afortunada de poder dedicar mi vida a la música.

Háblame de esos ilustres profesores que guiaron tus pasos.

Sin lugar a dudas el más exigente era [Mstislav] Rostropóvich, aunque también lo eran [Maxim] Vengérov y [Zakhar] Bron. Era un reto tocar regularmente para Rostropóvich y preparar el enorme repertorio que me pedía antes de cada lección. Me hacía estudiar siete conciertos y luego él escogía cuál debía interpretar o me pedía partes de varios; él se sentaba después al piano y tocábamos juntos, o repetíamos un pasaje durante tres horas… Creo que los dos lo pasábamos muy bien en aquellos encuentros [se veían en Madrid, en la casa del maestro en Londres o en otras ciudades del mundo] y él demostró siempre una gran generosidad con su tiempo. Tenía multitud de compromisos, estaba ocupadísimo, pero nunca lo sentí cuando estaba con él.

¿Era duro Rostropóvich o la presión te la ponías tú misma?

Me la ponía yo para poder tocar ante tal maestro. Cada comentario denotaba una gran experiencia, y tenía que estar preparada para poder disfrutar de aquel encuentro. Si no, era mejor no aparecer [carcajadas]. Alguna vez se me pasó por la cabeza [más risas].

¿Eres tan exigente con los demás como contigo misma?

Sí, sobre todo con las personas a las que quiero. Cuando uno da, necesita –no es que pida– a cambio. Por suerte, tengo una familia que me ha dado muchísimo, una familia muy dedicada, especialmente mi madre, que cuida de mi hijo cuando estoy fuera y a veces viaja conmigo y con él para asistir a algún concierto. Hay grandes músicos que no han tenido la suerte de contar con una familia que los apoye, pero puedo asegurar que es un plus para un artista.

Tu álbum de debut con Deutsche Gram-mophon fue Spanish Landscapes (Paisajes españoles). ¿Qué te motivó a grabar ese disco?

Quería recuperar parte de nuestro patrimonio musical que yo misma desconocía, como la Sonata para violín y para piano de Granados y El poema de una sanluqueña de Turina. Me parecía un crimen que estas piezas no tengan la consideración de la Sonata de Debussy o la de Cesar Franck, que no formen parte del repertorio esencial de cualquier violinista. Si no interpretamos música española, nunca tendremos identidad propia. No se trata solo de promover nuestra cultura, sino de saber quiénes somos y de dónde venimos. Para mí fue importante grabar este álbum, porque, como intérprete española, tengo dentro de mí un sonido instintivamente apropiado para nuestra música, ¡y no tenía dónde volcarlo!

¿También fue tuya la iniciativa de dedicar tu segundo y más reciente álbum a Shostakovich?

Mis proyectos con Deutsche Grammophon son siempre personales. En este caso les dije que existía la posibilidad de grabar en directo la actuación de clausura de la temporada de la Filarmónica de San Petersburgo en la sala donde se estrenó el Concierto para violín n.º 1 y con la orquesta que lo interpretó por primera vez. El director sería Yuri Temirkánov, una leyenda viva y una eminencia en este repertorio, con quien he realizado muchas giras. El hecho de grabarlo en directo le daba una carga emocional suplementaria al disco, y por fortuna la grabación salió muy bien. Los dos acabamos emocionados, y la Filarmónica es una orquesta por la que me he sentido adoptada, como si fuera de su tierra.

Leticia Moreno

Por formación lo eres un poco.

Claro, yo empecé con maestros rusos y puedo decir que, en términos musicales, el ruso es mi lengua materna, aunque la española la llevara dentro. Desde mis inicios me he sentido muy identificada con la música rusa, aunque posteriormente me ha interesado desde el repertorio barroco, que me encanta, hasta el contemporáneo, del que me siento muy próxima también porque es el de nuestra época.

El problema en este caso es el divorcio con el público.

Yo no lo veo de esa manera. Piensa que también en la época de Mozart existieron compositores que no han llegado hasta nosotros. Yo he interpretado obras actuales maravillosas como el Concierto para violín y orquesta de Esa-Pekka Salonen, que se estrenó con mucho éxito y es una obra espectacular: profunda, divertida, con partes de batería… Pronto haremos una gira juntos por China. También hay autores, como José Luis Greco, que han compuesto obras para mí, y he interpretado música de Gubaidulina…

O de Olivier Rappoport, cuya Sonata estrenaste recientemente en España.

Sí, fue en una pequeña gira que hice con el pianista Bertrand Chamayou. La verdad es que estoy muy comprometida con la creación contemporánea, aunque me gusta todo tipo de música.

¿También la ‘moderna’?

Mientras sea buena, toda es bienvenida, porque es fuente de estímulos y de placer. Todo me alimenta y no debe haber fronteras.

Háblame de tu Gagliano y de tu relación con él.

Llevo tocándolo casi 10 años, pero antes de eso, cuando tenía 12 o 13, mis padres me lo alquilaban porque necesitaba un violín ‘importante’ para actuar en los escenarios internacionales. He tocado también Stradivarius y Guarnerius cedidos por diversas instituciones. Cuando terminaron los contratos tuve que buscar un instrumento de calidad suprema, me acordé del Gagliano y lo compré. Ahora es mío y no hay alquiler que venza [aquí comprueba de un vistazo que el estuche sigue a sus pies].

Lo dices casi como cuando Gollum habla del anillo...

Era crucial para mí tener una voz propia. Estar cambiando continuamente de violín es muy incómodo: la madera se amolda a ti y llegas con el instrumento a una comunión completa. No sucede lo mismo con un piano, que además se deteriora con el tiempo; el violín, por el contrario, va creciendo contigo. Yo quería tener una relación con ‘un’ instrumento y el Gagliano se ha convertido en una continuación de mi alma, de mi cuerpo, de mí en definitiva.

¿No tocas ningún otro violín, ni siquiera para ensayar?

Solo este. No considero ensayar con otro instrumento, y en caso necesario ensayaría con la cabeza y con la partitura, o cantando. Con otro violín sería estudiar en vano, porque estoy hecha a las medidas de este.

¿Cuántas horas tiene que practicar un violinista, como mínimo, para estar en la forma necesaria?

Normalmente tengo conciertos todas las semanas. En estas circunstancias hay que dedicarle al menos cuatro horas, aunque a veces con los viajes no es posible y simplemente no hay dónde tocar. Se trata de una disciplina: igual que uno desayuna, practica.

Hay en la actualidad un puñado de estrellas del violín que, precisamente, son en su mayoría mujeres: Mutter, Hahn, Jansen… ¿Te sientes identificada con alguna de ellas?

Admiro a muchas de mis colegas, pero no podría elegir a una. También me fijo en violinistas del pasado que pueden ofrecernos muchas enseñanzas de su trabajo con compositores. De todos modos, admiro a artistas de todos los campos porque tengo muchas fuentes de inspiración y no solo una, eso sería demasiado –cómo diría– asfixiante. No puedo limitarme al mundo del violín, porque estoy demasiado inmerso en él. Es importante para mí mirar más allá del violín, que no deja de ser un mero instrumento para comunicar emociones.

Se lee por de internet que has cantado alguna ópera.

Quise ser cantante, pero tenía ya tantos compromisos con el violín que fue imposible. Aparentemente tengo buenas dotes y la voz, bien ‘colocada’. Me interesó aquello cuando tenía 13 años, y ahora me parece un poquito tarde para empezar [risas]. No podría dedicarle el tiempo que requiere, del mismo modo que me ha interesado la dirección de orquesta y no he podido prestarle la atención que necesita.

¿Qué te ves haciendo dentro de 10 años?

Lo mismo que ahora: tocar y tocar, y también involucrarme más en la sociedad para llevar la música a todas partes. Lo más importante para mí es disfrutar de la música y seguir aprendiendo, tanto de los grandes artistas como de los diferentes públicos que están esperando que les presentes la música de otra manera. Hoy en día la vida es muy diversa, según los lugares, y los programas de los conciertos deben adecuarse a esa variedad y al tipo de público. Creo que debe haber eventos musicales para toda clase de público.

Como si tal cosa, Leticia Moreno se echa al hombro el Gagliano y sale al encuentro de su madre, siempre al quite, que la recoge en la calle de Alcalá. Si no fuera porque no puede demorarse por la calle con un instrumento de semejante valor, podría pasar por una chica ‘normal’.

Días después de la entrevista, Leticia debutaba en el Kennedy Center de Washington junto a su maestro y mentor Christoph Eschenbach y la National Symphony Orchestra con un programa que le hacía ilusión presentar ante tan destacado auditorio. En uno de los conciertos iba a interpretar la Sinfonía española de Lalo, que ya grabó en su día para el sello Verso, y en otro tocaría con Eschenbach El poema de una sanluqueña y las piezas de Granados incluidas en su Spanish Landscapes.

"Es un honor que una personalidad de esta categoría se interese por la música española, que a su edad [75 años] desee ampliar repertorio y que me escriba para preguntar por los tempos de las obras que vamos a interpretar", comentaba Leticia. Con su tesón y ese sonido tan suyo, tenía poco mérito aventurar un éxito que la consagre, aun más, como uno de los grandes del violín de nuestro tiempo.

Desde Washington enlaza con una gira por Italia, donde ‘hará’ Mozart, y otras por Alemania, Polonia y otros países europeos, Latinoamérica y China, con Salonen.

La siguiente ocasión de escucharla en Madrid será en junio, cuando actuará en el Auditorio Nacional de Música con la Orquesta Nacional de España (ONE) y en el Teatro Real.

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