Todo un arte sin límites

El cantaor Manolo de Santacruz, afincado en Córdoba, ha publicado 'La voluntad hecha voz', título de la primera maqueta y afirma que no piensa tirar la toalla mientras no consiga su sueño.
El cantaor Manolo de Santacruz, afincado en Córdoba, ha publicado 'La voluntad hecha voz', título de la primera maqueta y afirma que no piensa tirar la toalla mientras no consiga su sueño.
ÁNGEL ROLDÁN
El cantaor Manolo de Santacruz, afincado en Córdoba, ha publicado 'La voluntad hecha voz', título de la primera maqueta y afirma que no piensa tirar la toalla mientras no consiga su sueño.

La discapacidad empieza en la mirada del otro, dicen. Y así el arte puede quitarnos las vendas y quizás logremos ver. Personas con discapacidad, o diversidad funcional, están dotando de nuevas identidades al arte contemporáneo. Una energía que no busca integrar sino maravillar. Porque su talento no entiende de prefijos. Ni cotiza en el meridiano que separa 'lo normal' de 'lo distinto'.

El cine, el teatro, la danza, la pintura... luchan así contra las viejas palabras que disecan colectivos. Esta es la historia de algunos de ellos. Una destreza que doblega límites. Dispóngase a maravillarse...

Un 'clown' interior le insufla el aliento teatral a Alberto. Lo regurgita sobre el escenario sin artificios. Transmite esencias que escapan a la definición. ¿Ser o no ser? Sensualidad zen: sencillamente, es. Una energía propia de genios y niños, que son los que juegan, los que disfrutan partiendo las máscaras de los antiguos.

Alberto Romera tiene 32 años, síndrome de Down y ama las tablas. Aprende meticulosamente su coreografía. Gesticula bajo el sombrero con mirada ausente. Interpreta a alguien en busca de su identidad. Se enreda en su vis cómica. Y el público, en segundos, siente que le secuestran la sonrisa.

Él es miembro de la compañía madrileña de danza y teatro El Tinglao, con más de 16 años de experiencia. Un colectivo en el que personas con discapacidad exploran, junto a otros bailarines profesionales, las grietas escénicas. La limitación es para ellos solo el principio, y la barrera física el pulso creativo. "Mostramos la capacidad que tiene cualquier persona para ser creador, un profesional de las artes escénicas, y el derecho que tenemos todos a serlo", afirma el director Ángel Negro, al que un cáncer le dejó una cicatriz en su frágil pierna.

Su última obra, In-Grave, es una bofetada a ese lenguaje que enjaula personas. Un montaje cabaretero que causa asombro y perplejidad. Con su propuesta castran los paternalismos heredados. Y sanan la deficiencia visual que nos impide ver al artista oculto tras la máscara del síndrome. "No nos gusta el concepto de danza integrada, al suponer que integramos personas con discapacidad con otras personas que se supone que no la tienen. Nosotros solo hacemos danza con peculiaridades", añade Andrea D'Ovidio, ayudante de dirección de El Tinglao.

Danzando sobre una silla de ruedas o atada por unas cuerdas que simbolizan las ataduras que a todos nos encadenan, Isabel Palomeque, de 32 años, consigue romper en In-Grave la mordaza de su afasia (trastorno de la capacidad del habla). Un golpe del destino, un feroz ictus, un accidente vascular cerebral que extinguió su anterior vida a los 24 años, la ha llevado a colaborar con El Tinglao y con otras compañías similares, como la catalana Alta Realitat. El sueño de ser enfermera se esfumó. Y en la hoguera de la catarsis nació sorprendida la artista. "La danza es para mí algo muy explosivo", afirma enfrascada en su dominante sonrisa.

Isabel es la plástica de la lucha. La hemiplejía o la afasia que padece la han armado con un escudo de reposado optimismo. La danza es su conquista del lenguaje. Lo suyo: carpe diem. Y como Alberto, tiene esa potencia innata que doblega límites. "Cuando estás a punto de salir al escenario, notas ese gusanillo. Te dices: 'Ahora o nunca'. Y entonces, venga, ¡ahora!", sentencia con valentía, rotulando la esencia de unos movimientos que trasladan al espectador a la mística de un combate oculto.

"Solo quiero mirar hacia el futuro", añade harta de que le pregunten por el ictus. Su dominio de la improvisación ha conseguido que haya actuado en compañías de renombre como la de Sharon Fridman, o actuado en Sevilla con la de José Galán, otro grupo de profesionales que exploran diversas atmósferas escénicas. La lucha de Isabel es recuperar su anterior mirada. Curar el enfoque de niña cicatrizada. Pero ha aprendido a decir sin hablar, a expresar y puntuar con cada gesto. Incluso se ha lanzado a contar su historia en un documental, Invictus: la cicatriz en la mirada.

'El arte de memorizar'

Adolfo Colmenares vive en una perpetua cuarta pared. Su público es invisible. Actúa hasta para pedir un café. Memoriza los pasos y los espacios, como hiciera de niño al aprender a bailar en una escuela de danza contemporánea de Caracas. Tras perder la vista solo regresó porque quería bailar con otros "discas" (apelativo juguetón con el que se refiere a sus compañeros con discapacidad). Allí pudo conocer a Isabel. Fue su último baile antes de colgar los hábitos por el teatro.

Este venezolano afincado en Barcelona asegura que es un "ciego atípico". Una retinitis le ha robado el 95% de la visión. "Deficiente visual", constatan los médicos. Pero Adolfo mira apasionado a su interlocutor a la cara. Gesticula cada gesto como si tuviera vista. Hace de espejo sobre la mundana torpeza, porque nos cuesta entender que una persona con invidencia pueda mirarnos. Incluso consiguió engañar a su actual pareja el día que se conocieron. No se dio cuenta de su ceguera hasta la mañana siguiente al tomar el café. "En el escenario aprendes a gesticular y a actuar ante el público. Pero en realidad, todo está oscuro, nunca ves al espectador", explica.

Proyectarse a la oscuridad ha sido el entrenamiento que le permite moverse con pasmosa soltura. Ha sido bailarín desde los 15 años. Ha participado en algunas de las compañías de danza más importantes de Venezuela y España. Actualmente tiene un papel protagonista en la obra teatral El sexo de los ángeles, del director Emili Corral, en la que interpreta a un doble excluido: una persona homosexual y ciega. "Me parezco tanto al personaje, que el director decidió cambiarle el nombre por el de Adolfo", explica.

La clave de esta obra teatral es mostrar realidades difíciles sin ingenuos tics de levitación moral. Trata de la historia de tres personas que comparten un piso adaptado a la diversidad funcional. Los compañeros de Adolfo interpretan a un chica que ha sufrido un ictus, y a un joven con tetraplejía que no ha salido del armario. "Tiene todos los elementos del humor negro, negro como mi vista», ironiza. Adolfo rechaza la visión de una ética adolescente que enfrasca a las personas con discapacidad en la conmiseración. "Yo soy feliz. Me divierto mucho. Vengo de una familia muy pobre, y sé que hay muchas personas ciegas que no pueden ni comer. Yo como tres veces al día. ¿Cómo no voy a ser feliz?", sentencia.

'Emma y punto'

"Quiero que me llamen Emma". Con esta frase que espeta la actriz Verónica Echegui en la celebrada película Seis puntos sobre Emma, el director de cine Roberto Pérez Toledo atina el revulsivo. Verónica encarna a una chica invidente que decide tener un hijo sola. No es deficiente visual, ciega, invidente... Es Emma. Y punto.

Roberto tiene las 24 horas una mente de guionista. En su rostro hay cierta _abstracción del que parece buscar giros inesperados. Tiene algo de vampiro, dispuesto a chupar la materia prima del drama. Está postrado en una silla de ruedas desde los 14 años por una atrofia espinal. "Lo cual no cambia nada. Qué más da si diriges sentado o de pie, siempre que no me vaya al desierto a rodar...", suelta este premiado director, autor de cortos como Los gritones o Vuelco.

Su primer largo no es una película sobre la discapacidad sino que versa acerca de las otras "muchas cosas" que pueblan como habitantes hipnóticos la vida. Él quiere hablar de la discapacidad emocional. La abstracta ceguera que incapacita el mundo. "Yo no habría podido escribir una historia de superación, porque mi vida no va de eso. Soy un tipo haciendo lo que quiere", asegura. Su obra tiene la capacidad de adentrase en lo cotidiano con un engranaje distinto, sencillo halo poético en el común existencial. "Yo soy como Emma. Quiero que me llamen por mi nombre. Ser Roberto y punto. Es como lo de Persona Disminuida Funcional. PDF ¡Es un archivo!", asegura.

La energía de Manolo de Santa Cruz son las estaciones, el campo, su gente. Una raíz arcádica en el flamenco que ama y en la pedanía de Córdoba que habita. "¿Por qué no voy a poder cantar?, se pregunta. "Ser síndrome de Down no es una enfermedad", asegura con un vocabulario estático, parco y exacto como en la narrativa haiku. Grabó su primera maqueta gracias a la Junta de Andalucía. Su inspiración nace de grandes artistas como Luis de Córdoba, El Cabrero, Fosforito o Camarón.

Responsabiliza a su padre por esta filia obsesiva por el flamenco. "Él es un gran aficionado, tocaba con sus amigos, y un día lo escuché, y decidí que quería ser cantaor. Tenía 14 años", afirma con 28. Llueva o truene, nunca deja de ir a sus sesiones con el logopeda para seguir aprendiendo a modular la voz. "Tengo mucha fuerza de voluntad. Sé que todo es difícil en esta vida", afirma. Se imagina en el futuro viviendo en una casa de campo, cantándole al sol, pues le da alegría y satisfacción para tirar hacia adelante. Pero sobre todo "siendo auténtico", asegura. Solo quiere continuar la tradición de su pueblo. "Y que alguna discográfica pueda interesarse por mí", recita como rogando a los sagrados olivos. Ha actuado en distintos escenarios de Córdoba y ha salido en televisión. Pero quiere más. "No pararé hasta conseguirlo", dice.

Para conocer las partículas elementales que conforman nuestra esencia no es necesario gastar millones en un condensador de moléculas. Lo saben en el colectivo Debajo del Sombrero, una plataforma de artistas, algunos de ellos consolidados, que sufren discapacidad cognoscitiva y de comunicación. Se inspira en experiencias de centros creativos repartidos por Europa y Estados Unidos, como el Creative Growth Art Center de California, de donde salió la reconocida escultora Judith Scott.

Una de las facilitadoras (pues su misión no es dirigir, sino proporcionar los elementos necesarios para la creación), Marisol, muestra con orgullo las obras, algunas de ellas expuestas en Francia o Reino Unido. "Muchos son unos artistazos. Como Belén, que tiene autismo y sus vídeos son alucinantes. Son como un puzle. Es difícil adentrarte en su mente, pero finalmente te sorprenden", dice.

En este gran taller de arte, situado en el espacio madrileño de El Matadero, Belén Sánchez corretea por la sala catalizando su espíritu punk. Su cinta Extreme Dance se proyectará en Alemania. Cerca de ella, el pintor Jorge Bermejo, nacido con síndrome de Down, continúa absorto en su cuadro. Hijo de un arquitecto, su introspección lo arrastra hacia la exploración de las líneas que vertebran el espacio. A unos metros Eduardo va avanzando en su "obra viva", una construcción que desafía la gravedad. Puede representar una ciudad, un mundo emergente, la domesticación del caos, nadie lo sabe. "Para ellos la esfera entre lo que son y la creación está muy difuminada. La creación es un impulso limpio. No se preguntan si soy artista o no. Es algo profundo", explica la directora del proyecto Lola Barrera.

Descubrimos así la respuesta a la trampa que planteaba Alberto Romera en In-Grave. ¡Este arte no es una terapia! De ser terapia sería a la inversa. No sana a quien lo práctica sino a quien lo recibe. De algún modo todos estamos atados por las invisibles cuerdas de la limitación. ¿Quién sufre la discapacidad aquí? ¿Quién integra a quién?

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