Nadie adapta los clásicos como Kenneth Branagh, ya sea Shakespeare o Agatha Christie

El cineasta británico estrena en cines el nuevo caso de Hércules Poirot, 'Misterio en Venecia'. Repasamos su carrera como adaptador de materiales literarios ilustres, de las obras de Shakespeare a los cómics de Thor.
Kenneth Branagh en 'Misterio en Venecia'
Kenneth Branagh en 'Misterio en Venecia'
Disney
Kenneth Branagh en 'Misterio en Venecia'

Misterio en Venecia, como tantas veces ocurre en estos tiempos, tuvo un recorrido en cines algo anecdótico, pero está encontrando nueva vida gracias al streaming. Dentro del catálogo de Disney+ múltiples suscriptores han podido ponerse con esta nueva adaptación de Agatha Christie, y asistir al modo tan particular de adaptar de su director.

A Kenneth Branagh hay que concederle que pusiera las cartas sobre la mesa nada más empezar Belfast. Su película bien puede suponer (quizá junto el Bardo de Iñárritu) la máxima expresión de las limitaciones de esta moda de directores haciendo autoficción, de tan complaciente e impostada que es, pero al menos empieza dejando claro que no quiere engañar a nadie. Tras una sucesión de planos (en sí mismo turísticos) de la ciudad irlandesa donde nació el director, la cámara se posa en un mural, y a sus espaldas resulta haber su barrio. Uno blanco y negro, de ensueño, alejado del realismo ostensible de imágenes previas.

Con este pequeño truco Branagh proclama que lo que vamos a presenciar es, en fin, una bonita mentira. Que cualquier reproche que le hagamos por su falta de veracidad, su preciosismo o su indefinición política supondrá no haber entendido que la propuesta se pliega simplemente a una memoria individual, que lo magnifica todo. Cada cual es libre de utilizar su nostalgia como quiera, y para Branagh concretamente esta se parece mucho a una representación. Pues, al fin y al cabo, es donde se ha formado este hombre. En el teatro. Lleva siendo una eminencia del teatro británico prácticamente desde que tenía veinte años.

Y al pasarse al cine no olvidó este vínculo. Al contrario. Branagh ha adaptado varias obras teatrales, con preferencia por William Shakespeare, y ocasionalmente estas adaptaciones han utilizado estrategias similares a Belfast a la hora de evidenciar que todo es un montaje, y lavarse las manos. Enrique V fue su primera película, y empezaba sin ir más lejos con Derek Jacobi como narrador en un viejo teatro, donde unas puertas se abrían para comenzar la historia. Luego, al final de Como gustéis, Bryce Dallas Howard recitaba el soliloquio de Rosalinda mientras volvía a la caravana donde la actriz tenía el camerino.

Como gustéis es, por cierto, aquella obra de Shakespeare donde se dice: «El mundo es un gran teatro, y los hombres y mujeres sus actores. Todos hacen sus entradas y sus mutis, y diversos papeles en su vida». Branagh debe suscribir esta afirmación.

Derek Jacobi en 'Enrique V'
Derek Jacobi en 'Enrique V'
Cinemanía

Un tipo con tablas

Antes que Branagh, otros cineastas entusiasmados por el verso shakesperiano fueron Orson Welles, Akira Kurosawa o Laurence Olivier. Seguramente sea este último el gran referente del director de Misterio en Venecia, pues era un magnate del teatro como él, y empezó igualmente adaptando Enrique V. Ambos, de hecho, emplearon estrategias análogas con el texto, incorporando la presencia de Falstaff en base a reciclar diálogos de otras obras —el icónico bufón que un día fue amigo estrecho del monarca no aparecía en Enrique V, solo se hablaba de su muerte— y desdeñando cualquier tentación de modernizar la historia.

Como Olivier trabajaba en 1944, era de recibo. Pero Branagh dirigió Enrique V en 1989, manteniendo intacto el texto y limitándose a explicitar el parentesco teatral en el prólogo de Jacobi. De Enrique V Jordi Costa escribió que «cuando el monarca pasea entre las tropas, Branagh resume su poética de aproximación al legado shakesperiano: una marcada renuncia a la retórica, a fin de demostrar que Shakespeare es nuestro contemporáneo». Pues Branagh asume que es el escritor más grande de la historia y no envejece. Nunca le cambiaría una coma.

Este religioso apego al material original es evidente a lo largo de su carrera. Lo que tampoco implica que sea un enfoque totalmente ajeno a la actualidad que vaya tocando. Sin ir más lejos, su versión de Mucho ruido y pocas nueces —fácilmente su mejor película— retuvo tanta vitalidad y hedonismo del original shakesperiano como para canalizar en pantalla un espíritu puramente años 90. La obra se prestaba a ello, con su efervescente frivolidad, pero Branagh extremó la belleza plástica —a través de actores y puesta en escena— y la culminó con un virtuoso plano secuencia donde todo el reparto cantaba y bailaba Sigh No More, Ladies.

Reparto de 'Mucho ruido y pocas nueces'
Reparto de 'Mucho ruido y pocas nueces'

Ocurría solo cuatro años después de su debut en Enrique V, demostrando que Branagh había crecido como realizador tras su experiencia teatral. La posibilidad de contar con una cámara que dirigiera el ojo del público, en lugar de limitarse a intentar retener su atención desde el escenario, fue totalmente decisiva para él, y cimentó una voluntad de estilo que ha permanecido en toda su carrera, sin importar lo alimenticio del encargo. Branagh no podía estarse quieto con la cámara, y ya se notaba tanto en su alocado thriller Morir todavía como en Los amigos de Peter, concebida como una reunión de amistades ilustres del teatro británico que Branagh describía a través de sobreelaborados travellings.

Mucho ruido y pocas nueces participaba, en fin, de una lógica de Branagh que concebía el cine como teatro absorbente, donde el espectador siempre supiera dónde mirar y el encadenado de imágenes modificara su experiencia. Sin dejar de ser encomiable este ímpetu, Branagh se topó con la carencia básica de su planteamiento —esto es, que la experiencia se desbarataría de no mediar un mínimo rigor— en la espantosa Frankenstein de Mary Shelley. Su guionista Frank Darabont dijo de ella que fue «el mejor guion que he escrito nunca y la peor película que he visto nunca». La mayor parte de las críticas en 1994 fueron destinadas, en efecto, a Branagh como director y actor protagonista.

Ni siquiera en una coyuntura abonada al exceso tras Drácula de Bram Stoker parecía de recibo este Frankenstein de factura tan histérica, de decisiones visuales tan cuestionables, como para que nadie pudiera prestarle atención a la escritura de Darabont. Quien ese año, al menos, podía consolarse con el éxito de Cadena perpetua, pero el pitorreo de Frankenstein fue sonado. Era además la primera superproducción hollywoodiense de Branagh y constataba que, de no relajarse, podía convertir hasta el guion mejor escrito en una horterada de cuidado. Quizá por ello su paso siguiente fuera volver a casa y replantearse las cosas.

Cómo le gusta el auténtico teatro

André Bazin escribió profusamente sobre teatro y cine a principios de los años 50. Acudía entonces a valorar las adaptaciones shakesperianas de Olivier, así como la controversia que suscitaba en sus círculos la obra de Marcel Pagnol y la etiqueta despectiva de «teatro filmado». El francés sostenía que esta relación podía entrañar grandes posibilidades estéticas, si los cineastas interiorizaban la diferencia básica entre ambos medios.

«El teatro se construye sobre la conciencia recíproca de la presencia del espectador y del actor. En el cine, por el contrario, contemplamos solitarios, escondidos en una sala oscura, un espectáculo que nos ignora y participa del universo». Es este «espectáculo indiferente» sobre el que trabaja Branagh, a partir del cual se entiende la preocupación por los tiros de cámara y sus ampulosos movimientos mientras que, desde la diégesis, su concepción del diálogo y la escritura no cambia demasiado. Los personajes del Branagh apenas pueden disimular que son actores, de todo el gusto y la pompa con los que suelen declamar sus líneas.

Lo que nos llevaría tanto a otra sentencia de Bazin —«La película no puede ser más que una modalidad paradójica del teatro»— como a su aprecio por Welles y Olivier, para quienes «el cine era una forma teatral complementaria». Lo mismo se puede decir, en realidad, de Branagh. El director ha hallado en el cine una extensión orgánica de las tablas, y sus películas suelen ser mejores cuanto menos intenta apartarse de ahí.

Fotograma de 'Thor'
Fotograma de 'Thor'
Disney

Asumiendo cada película como una nueva representación, Branagh ha ido hallando capacidad para mutar y hacer frente a cualquier proyecto. A mediados de los 2000 fue muy comentada su progresiva afinidad con Hollywood y los blockbusters. No es que de aquí hayan salido grandes películas, pero desde luego nunca ha vuelto a haber un Frankenstein. Branagh ha afrontado su faceta de director industrial como un papel más que interpretar, a cuya declamación puede endosarle de vez en cuando algún amaneramiento. Las cámaras voladoras de Artemis Fowl, el ritmo vertiginoso de Jack Ryan: Operación Sombra. O, claro, Thor.

Se supone que la idea de Marvel de fichar a Branagh para dirigir Thor era darle un toque shakesperiano a los dramas de Asgard. Algo de eso hubo, pero sobre todo hubo kitsch —como poco después lo hubo, y de qué manera, en su Cenicienta— y una sutil retranca, la del actor que imposta la voz sin creerse demasiado lo que está diciendo. No es exactamente lo que ocurrió en Asesinato en el Orient Express. Aquí Branagh se reencontraba, de pronto, con una historia y un personaje que le importaban de verdad. De estudiar a Shakespeare pasaba a estudiar a Agatha Christie, y encontraba un papel a su medida en Hércules Poirot.

La sacudida que Puñales por la espalda le ha dado al whodunit bien puede haber afectado la percepción de lo que Branagh intenta hacer con Christie, en las tres películas que le ha dedicado ya. Las preocupaciones sociopolíticas de Rian Johnson, en conjunto al afán autoparódico, fuerzan a percibir Asesinato en el Orient Express, Muerte en el Nilo y Misterio en Venecia como películas desfasadas, que además intentan presumir de un star system que no representa actualmente a Hollywood.

Y el caso es que Branagh lo sabe. Por eso sus adaptaciones de Christie son tan solemnes —en Orient Express llegaba a emular en un plano la disposición de La última cena de Da Vinci sin intención humorística—, evocan un diseño de producción neoclásico, y buscan erigir a Poirot como un personaje complejo, de aura trágica y romántica. Shakesperiana, en fin.

Desafiando a la platea

Llegada Muerte en el Nilo Branagh, en connivencia con el guionista Michael Bacall, decidió fijar el trauma de Poirot en torno a su bigote. A través de tan formidable mostacho se tejió una experiencia bélica, un romance inolvidable y el temor de Poirot por amar de nuevo. Como, en fin, se trataba de un bigote —uno que además aparecía en Asesinato en el Orient Express con algo así como una funda para dormir—, la jugada podría haber sido despachada con burlas. Y puede que alguna hubiera, pero Branagh se lo creía. Se lo estaba tomando en serio.

Sin dejar de adaptar a Christie escrupulosamente —y es lo mismo que ha hecho con Misterio en Venecia, por mucho que coquetee con el terror y cambie el escenario de la novela original, Las manzanas—, el director no ha temido incurrir en ligas revisionistas, como ha incurrido en anteriores compases de su carrera. En oposición a un mamotreto como el Hamlet que hizo en 1996 —tres horas de lujoso barroquismo, con el texto shakesperiano intacto—, ocasionalmente a Branagh no le ha bastado el texto de partida, y le ha querido dar sabor permitiéndose licencias. Algunas encantadoras, otras simplemente excéntricas.

En 2006 recreó La flauta mágica. Toda una ópera de Mozart, con las canciones alemanas traducidas al inglés por Stephen Fry, que Branagh llevó a la pantalla sin apenas modificar el argumento: solo su ambientación. De pronto, las aventuras de Tamino tenían lugar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, lo que le daba otro cariz al conflicto con Sarastro y permitía estampas tan elocuentes como la primera aparición de la Reina de la Noche, subida a un tanque mientras canta. La puesta en escena de Branagh volvía a ser abigarrada e inestable —el montaje se le iba totalmente de las manos cuando la Reina entonaba su famosa aria—, y fracasaba al apelar a un público neófito.

Mejor suerte había corrido con Trabajos de amor perdidos, sucesora espiritual de Mucho ruido... —por ser otra comedia ligera de Shakespeare— para cuya visualización Branagh se ciñó igualmente a un conflicto bélico —ahora la Segunda Guerra Mundial— y además la convirtió en un musical. No en un musical cualquiera, sino uno ostensiblemente influido por la maniobra de Woody Allen en Todos dicen I love you: actores famosos que, sin tener mucha idea de cantar o bailar, se animaban con composiciones de Cole Porter, Irving Berling y George Gershwin.

Kenneth Branagh y Charlize Theron en 'Celebrity'
Kenneth Branagh y Charlize Theron en 'Celebrity'

El vínculo con Woody Allen tiene más miga de lo que parece. Branagh trabajó con él Celebrity, a finales de los 90, pero antes ya se percibía afinidad entre sus intereses y postulados creativos. Branagh y Allen son sibaritas, señores aburguesados convencidos del valor de la literatura universal y de que este suele localizarse en su diálogo. Todas sus películas padecen una verborrea considerable, y cuando Branagh ha rebajado sus ambiciones para contar historias más pequeñas, incluso personales, se ha terminado pareciendo bastante al neoyorquino.

Ahí está Los amigos de Peter, y sobre todo la película que hizo para recomponerse de la debacle de Frankenstein. En lo más crudo del crudo invierno es un film muy importante para entender a Branagh. También su parentesco con Allen, pues las penurias de un grupo de actores buscavidas mediando el blanco y negro recuerdan mucho a Broadway Danny Rose, pero ante todo su relación con el hecho de hacer teatro. Estos pobres actores querían adaptar Hamlet en una iglesia abandonada a pocos años de que Branagh convirtiera la obra en una superproducción, y pretendían hacerlo con una fidelidad bastante juguetona.

Uno de ellos era un hombre gay, interpretado por John Sessions, que quería el papel de la reina Gertrude. Esta ocurrencia tendía un puente con lo que ocurría originalmente en el teatro isabelino —donde los personajes femeninos acostumbraban a ser interpretados por hombres jóvenes—, a la vez que simbolizaba la ligereza con la que Branagh ha ido calibrando la herencia clásica. Porque es cierto, al cineasta nunca le ha importado modificar elementos de obras consagradas, en un esfuerzo que hoy por hoy habría quien pudiera calificar de «inclusión forzada»

Fotograma de 'En lo más crudo del crudo invierno'
Fotograma de 'En lo más crudo del crudo invierno'

Adaptar para encontrarse a sí mismo

Por eso Denzel Washington interpretó a Don Pedro, Príncipe de Aragón, en Mucho ruido... Por eso David Oyelowo fue Orlando en Como gustéis —última adaptación de Shakespeare que Branagh ha acometido hasta la fecha—, aunque esto ocurría en el marco de una estrategia más amplia, y algo disparatada. Al adaptar Como gustéis, Branagh se llevó toda el bosque de Arden al Japón colonizado. ¿Qué significaba esto? No que los personajes fueran a ser interpretados por actores japoneses: simplemente, que algunos personajes podían ser japoneses, sin que necesariamente lo fueran los intérpretes.

La ocurrencia no se entendía ni intuyendo que Branagh homenajeaba a otro fan de Shakespeare como Kurosawa, y sentenciaba que si el director hacía esfuerzos colorblind para sus cástings no se debía tanto a una inquietud progresista como al simple capricho. Lo que en sí mismo es sintomático de una cercanía estrecha con todas sus películas, todas sus representaciones. Branagh se ha llevado a Mozart, a Shakespeare y a Christie a su terreno —no tanto a Shelley—, y lo ha hecho porque se cree en la potestad de seguir transmitiendo sus verdades al público.

Reparto de 'Como gustéis'
Reparto de 'Como gustéis'
HBO

Convencido de que siguen siendo verdad, y de que al público le importan. El cine de Branagh está, aun en sus tramos más débiles —que los hay, y a puñados—, fascinado por el poder de la ficción canónica, y por cómo afecta a los seres humanos que la circundan. Así se entiende su rol de intérprete y traductor, pero también el sensible retrato que hizo del propio William Shakespeare en El último acto. Aquí Branagh hizo lo que ya se iba antojando inevitable: ponerse en la piel del Bardo de Stratford-upn-Avon, y enfrentarlo a su legado durante los últimos días de su vida.

El resultado fue una película mucho más útil para entender el pensamiento de Branagh que los ilusionismos de Belfast. Una que reflexionaba sobre la necesidad humana de las ficciones —las teatrales, pero también aquellas que construimos para hacer la vida más soportable, por ejemplo en base a una imagen particular de nuestros seres queridos—, y que confirmaba que da igual la historia que decida adaptar: Branagh siempre va a ser Branagh. O, al menos, el Branagh que hemos visto sobre el escenario. 

Fotograma de 'El último acto'
Fotograma de 'El último acto'

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