El ocaso de los Roy: cómo 'Succession' ha definido su tiempo y congelado nuestras carcajadas

La aclamada serie de HBO llega a su fin teniendo terriblemente claro qué quería contar.
Jeremy Strong en el episodio final de 'Succession'
Jeremy Strong en el episodio final de 'Succession'
HBO
Jeremy Strong en el episodio final de 'Succession'

[ESTE ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS DE 'SUCCESSION']

Juego de tronos está a galaxias de distancia de la excelencia de Succession, pero ambas series han terminado compartiendo el gusto (más allá de entender que, se siente quien se siente en el Trono de Hierro, todos perdemos) por contar todo lo que quieren contar en el penúltimo episodio. 

Para que el último solo sea una coda, un broche más o menos eficaz a una historia que ya ha llegado sobradamente donde pretendía. La serie de HBO encontró ese final en el funeral de Logan Roy (Brian Cox), ofreciéndonos las claves definitivas para expresar lo que el creador Jesse Armstrong quería expresar a través de tres discursos.

El primero corría a cargo de Ewan (James Cromwell), hermano del finado. Toda la vida estuvo enemistado con Logan y renegando de los abusos de Waystar Royco, pero su homenaje no se limitó a los problemas fraternales. 

Quiso abordar lo tóxico de la figura de Logan a un nivel más sutil: «Fue un hombre que dibujaba los confines del mundo. Cerraba los corazones de los hombres, alimentaba esa llama negra». La vida de triunfos de Logan Roy había promulgado una cierta subjetividad, alimentada por su propio tormento. «Era arrogante y creía que el mundo también lo era. Nos hizo creer que la humanidad era precaria».

El capitalismo no es un sistema económico, sino una ideología. Un depósito de razonamientos e inercias que vertebra el sentido común de una época y que, por tanto, precisa que se crea en él para mantenerse vivo. 

Armstrong lo sabe, y por eso puso después al hijo mayor de Logan a vomitar toda esa ideología en réplica farfullante a su tío. «Era un tipo duro pero creó e hizo cosas (...) Mirad todas las vidas, todos los empleos que creó. Y el dinero. El oxígeno de esta magnífica civilización construida sobre la nada. Él hizo que la vida tuviera lugar». Kendall (Jeremy Strong) dejaba claro el problema, y entonces le tocaba a su hermana.

Shiv (Sarah Snook) recuerda cuando de niños ella y sus hermanos jugaban fuera del despacho de Logan, y él salía y les gritaba que se callaran. Shiv asume que esa demanda de silencio estaba justificada: «Lo que hacía ahí era tan importante que no podíamos concebirlo». Pero una parte de ella detecta algo que Ewan no pudo, y mucho menos Kendall. «Ser su hija era difícil. Era muy duro con las mujeres. La idea de ser mujer no le entraba en la cabeza».

El dinero envenena la cultura

Antes de Succession, Jesse Armstrong escribió junto a otros grandes cerebros de Gran Bretaña como Charlie Brooker, Armando Ianucci o Chris Morris. De su colaboración salió un episodio de Black Mirror (Tu historia completa), The Thick of It y la película derivada In the Loop, así como la demoledora Four Lions. Armstrong fue puliendo algo así como una mirada caleidoscópica: su atento escrutinio de la realidad distinguía entre las capas y contradicciones del poder, abocándolo inevitablemente al cinismo pero también a una rabia rotunda.

Armstrong examinó con tanta atención las imposturas de la política y la ideología del capital que obtuvo capacidad para diseccionar el mundo y reordenar posteriormente los componentes de la autopsia. Sus ojos hiperconscientes extrajeron la farsa y la volvieron a construir, intuyendo cuando perfilaba la historia de los Roy que el lenguaje más adecuado era el de la sitcom. Concretamente, el de la sitcom estilo The Office.

La cámara en mano, el subrayado de los rostros de los personajes frente a un fondo borroso, sin profundidad de campo, es parte troncal de la constitución de Succession. Desde luego, el parentesco con el falso documental encaja con la sensación de ser testigos de unas interioridades que nos están vedadas, de los turbios resortes que mueven el mundo. 

Pero esa cámara en mano también refuerza la particularísima comicidad violenta de Succession (el capítulo del funeral vuelve a ser paradigmático, por el vértigo con el que se enmarcan reacciones y contraplanos reveladores), y sobre todo una idea de presente inmediato.

'Succession'
El funeral de Logan
HBO

Succession, como no contemos los créditos inspirados en The Game y las grabaciones caseras, no tiene flashbacks. Solo nos hacemos una idea del pasado de los Roy por sus conversaciones y el registro audiovisual que los mismos personajes hayan puesto en pie, siempre manipulado según distintos intereses (Kendall, en la presentación de Living+, saludando a una grabación de su padre difunto y extremando el cringe shakesperiano). El presente inmediato conduce a que pensemos en lo que pasa como algo que pasa ahora mismo. No solo no hay futuro, sino que el pasado es tan liviano como la endeble coartada de un crimen.

Este presente inmediato es consustancial al capitalismo tardío, marcado por la aceleración y el progreso hacia ninguna parte. Acumular y explotar y oprimir para hoy, sin más plan a largo plazo que seguir con esos verbos hasta una eternidad que no parece preocupar. 

Puede que, en base a ese desdén por la posteridad, quepa entender la extraña forma de hablar que tienen los personajes. No hay duda de que hablan así porque Armstrong se ha documentado y esta gentuza probablemente hable así en la realidad, pero nuevamente es algo más profundo.

Los personajes de Succession dominan un conglomerado mediático. Sus intrigas afectan a la producción de informativos, series y películas. Con lo que, en teoría, están haciendo algo «trascendente». Pero sus diálogos al respecto, cuando no incomprensibles, se reducen a la avalancha de términos vagos como «contenido», «IPs», «producto» o la tan sobadísima «cultura», que igual te sirve para hablar de una fusión con empresas extranjeras que de unos cruceros cuyo gestor es un delincuente sexual. Sin títulos, sin aprecio de otro valor que no sea el financiero.

Ojalá pudiéramos decir que Armstrong está jugando al esperpento, pero es una terminología a la orden del día. No es muy distinto a cuando HBO Max, donde hemos podido ver Succession cada semana, celebró la conferencia en la que supimos que se iba a transformar en Max mientras se nos aseguraba muy fuerte que HBO era la marca que más valoraban.

La realidad le sale al paso a la ficción
La realidad le sale al paso a la ficción

El dinero envenena la política

Más allá del abundante uso de significantes vacíos, los diálogos de Succession se caracterizan igualmente por un ingenio y un sarcasmo abrasivo que pueden despertar tantas risas como vértigos: la sensación con reminiscencias a Aaron Sorkin de que hablan tan rápido y sobre tantas cosas importantes que se antoja fácil perderse. 

Y es cierto que todos sus personajes (exceptuando al Greg de Nicholas Braun, siendo ese precisamente el origen de su humor) manejan tal cantidad de referencias, dobles sentidos y ambigüedades que llega a costar esfuerzo seguir los giros más puramente empresariales de la trama.

Pero no es más que un espejismo. Simplemente se trata del idioma que hablan: un idioma que el mismo Greg acabará aprendiendo pese a ser algo más torpe y que tiene interiorizado, por pura asimilación aristocrática, un patán del calibre y las pueriles aspiraciones políticas de Connor Roy (Alan Ruck). 

No deberíamos, pues, asociar una inteligencia por encima de la media a sus personajes. Conner Reed, vía Jacobin, defiende Succession como una de las críticas de clase más hábiles jamás realizadas por cómo pone en escena la auténtica incertidumbre en la que viven sus personajes, tan arrogantes y tan supuestamente poderosos.

Matthew Macfadyen y Sarah Snook
Matthew Macfadyen y Sarah Snook
HBO

Tom Wambsgans (Matthew Macfadyen) es un ejemplo perfecto. Tiene los insultos más enrevesados, la lengua más rápida, la mayor imaginación para humillar. Pero solo lo aprovecha contra quienes tienen menos poder que él. Por ejemplo Greg, con un carácter tan ajustado a lo que necesita Tom para sentirse bien como sanguijuela que no les queda otra que ser un gran dúo cómico, y casi que la relación más leal de la serie.  Reed, en su texto, prefiere aún así prestarle atención a la pareja de Tom.

De Shiv dice que «como el resto de su familia, Shiv no es sabia». «Solo es rica. Y Succession subraya que ella y sus hermanos nunca aprenderán a ser otra cosa». El caso de Shiv es especial porque a través de él Succession encauza dos aspectos subyacentes al ejercicio del poder capitalista: por un lado su codificación como patriarcado inamovible (por eso a Logan no le entraba en la cabeza «la idea de ser mujer», por eso es el embarazo lo que lleva a Shiv a resignarse y apartarse de la lucha), y por otro el régimen de servidumbre que tiene la política con respecto a dicho poder. Se supone que Shiv es la persona con inquietudes progresistas de la familia, a quien más le preocupa la justicia social. Se supone.

Quizá el mejor capítulo de toda Succession, que es lo mismo que decir uno de los mejores capítulos de la historia, sea el antepenúltimo. América decide. Es donde Armstrong define del todo el terreno donde estaba manejando Succession, identificando qué se estaba jugando en última instancia, y lo hace con dolorosa visceralidad. 

La sombra de Donald Trump, del fantasma del fraude electoral en EE.UU., del influjo mediático eclipsando las urnas, se funde con la historia de los Roy para mostrar sin disimulo las consecuencias más brutales de tantas reuniones y tantas palabras sin significado. Así como las limitaciones de Shiv.

Shiv teme el triunfo de Mencken (Justin Kirk) y lo justifica con una retórica prodemocracia que, a estas alturas de la serie, significa para ella lo mismo que la palabra «cultura». Paradójicamente resulta ser Kendall quien más tiene que temer del triunfo del trumpismo en tanto a su exmujer e hijas, y aún así se parapeta en el descubrimiento de las auténticas convicciones de Shiv para subordinarlo todo a lo de siempre. 

A su afán de poder. Que los personajes de Succession, desde el principio, han entendido en función a su padre. Porque el poder, como el dinero, en sí mismo no significa nada. Solo lo que lleves contigo.

Fotograma de 'América decide'
Fotograma de 'América decide'
HBO

El dinero envenena la familia

Otra de las grandes virtudes de Succession es su arquitectura. Los personajes están tan bien definidos que pueden cobijar la crítica de Armstrong sin que la trama se desarrolle del modo rígido que ha implantado la prestige TV (de la que HBO es principal estandarte). Esto es, que sin duda Succession es un drama; hay una gravedad insoslayable detrás de todo lo que cuenta. Pero también una comedia avasalladora, que maneja a la perfección los códigos de la sitcom.

La temporada final ha ido a un día en la vida de los Roy por capítulo, de gran evento a gran evento que les involucre a todos, transcurriendo varios eventos/capítulos entre que Logan muere y se le da sepultura. Es una estructura agotadora donde no hay desarrollo de personajes según se entiende en el acompasado estándar novelesco de David Chase, David Simon o Matthew Weiner: los personajes se definen por el conflicto constante, pero en un escenario que solo ha de cambiar superficialmente. ¿Qué ocurrió en la tercera temporada salvo hermanos Roy dando vueltas en círculos, multitud de cambios para que no cambiara nada?

En la sitcom tradicional esta correlación lampedusiana de fuerzas se extrae de la necesidad de entretener con unos mismos personajes durante mucho tiempo sin cambiar drásticamente los términos de la comunicación con el espectador: así llegan las tramas autoconclusivas. Succession no tiene de eso pero sí un inmovilismo que solo se ha tambaleado (hasta cierto punto) con lo ocurrido en el tercer episodio de la última temporada. Su inmovilismo no viene pues de una concepción de la televisión seriada, sino que es imperativo dramático: los personajes están inmóviles porque su contexto no permite el movimiento.

Y ahí está su tragedia. Los personajes, volvemos, no pueden ser otra cosa que ricos. Es lo que les define, por lo que da gusto odiarlos dentro de una moda audiovisual que nos exime a reírnos de los ricos, a comérnoslos si se tercia, como consuelo complaciente de las condiciones progresivamente alienantes del sistema

¿Da Succession consuelo? No, porque no permite la distancia. No es una sátira nihilista: Armstrong cree en sus personajes y los respeta (se ve fácil en cómo ha ido creciendo Kieran Culkin junto a Roman), aunque ese respeto llegue de haber vislumbrado en ellos las enfermedades que definen el presente.

Así que, volvemos a ello, Succession es efectivamente un drama de personajes. Un drama sobre el ahora cuyo diagnóstico ha detectado tantísimos elementos grotescos que nos ofrece la opción de reírnos como maníacos. La incomodidad de The Office alcanza el paroxismo, la sitcom se vuelve drama, la farsa se convierte en tragedia, y lo que queda en el centro son al final tres adultos inmaduros que, en uno de los escasos momentos de respiro que nos brinda el último capítulo de Succession, se dan un baño y juegan juntos y gamberrean como si nunca hubieran abandonado la niñez. Quizá porque no lo han hecho.

Kieran Culkin en 'Succession'
Kieran Culkin en 'Succession'
HBO

Superamos la niñez cuando la figura paterna deja de amedrentarnos y adquiere un carácter de igualdad. Cuando, vaya, empezamos a ver a nuestros padres como individuos y no entidades. Los tres protagonistas de Succession (Kendall, Shiv y Roman) nunca han logrado hacer eso, obsesionados con verse dignos a los ojos de su padre, con tener su respeto como vía para empezar a respetarse a sí mismos. Es fácil entender a Armstrong cuando decía que terminó la historia en la cuarta temporada como podría haberla terminado en la quinta o la sexta: el tormento que espolea a los hermanos Roy ni siquiera precisa que Logan esté vivo.

Kendall, Shiv y Roman podrían haber seguido dando vueltas indefinidamente, en otras muchas terceras temporadas. El final de Succession ni siquiera descarta que estas vueltas continúen. Su condición les obliga a seguir preguntándose qué habría hecho su padre, a examinar los recuerdos de su niñez en busca de briznas de afecto. 

Porque, en fin, para Succession Logan no ha sido más que una abstracción. Una masa ominosa desgajada de la historia (apenas sabemos nada de cómo creó su imperio, solo que, mira tú por dónde, empezó a desarrollarse tras la Segunda Guerra Mundial), que ha implantado un sistema relacional que condiciona su presente y desactiva cualquier futuro.

Fotograma de 'El padrino II'
Fotograma de 'El padrino II'
Paramount

Succession termina haciéndole un guiño a los clásicos. Tragedias sobre la sed de poder ha habido siempre. Hasta cierto punto, Succession no es más que una actualización de El rey Lear. Pero en su última escena parece mirar a otra gran obra que ha examinado estos temas, como es El padrino II. Michael Corleone (Al Pacino) se ha quedado solo, sentado en un parque, mirando al horizonte. 

Ahora le toca el turno a Kendall, observando esas aguas a las que suele volver en los puntos de inflexión de su vida. Derrotado tras la traición de Shiv. Por supuesto, también solo. Como lo estaba Logan cuando murió en el retrete de un avión.

Pero hay un matiz. Durante su camino a la perdición, Michael afirmaba que todo lo que hacía lo hacía por la familia. Se autoengañaba, de ese modo ocultaba a los demás y a él mismo su egoísmo. La tragedia de Succession, la razón por la que ha entrado en el olimpo reservado a las grandes ficciones de nuestro tiempo, es que Kendall nunca necesitó autoengañarse. Con el egoísmo era suficiente.

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