‘20.000 especies de abejas’ demuestra en el Festival de Málaga por qué es absurdo que los niños no puedan ganar un Goya

La ópera prima de Estibaliz Urresola Solaguren vuelve de la Berlinale con un merecido premio para su intérprete protagonista
20.000 especies de abejas
20.000 especies de abejas
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20.000 especies de abejas

¿Qué sería del cine español sin sus películas protagonizadas por niños? Adiós a Cría cuervos, adiós al Espíritu de la colmena, adiós a Verano 1993, por citar solo algunas obras maestras de nuestra cinematografía.

El premio a la mejor interpretación femenina que recibió la actriz Sofía Otero en la pasada Berlinale por su trabajo en 20.000 especies de abejas, que se proyecta hoy en el Festival de Málaga antes de su estreno en salas el 21 de abril, es otro ejemplo más de lo absurda que fue la decisión de la Academia de Cine que dejó fuera a los niños de las nominaciones al Goya.

El jurado del Festival de Berlín, encabezado por Kristen Stewart, decidió que el talento interpretativo de Sofía Otero merecía el máximo galardón en dicha categoría independientemente de su corta edad. ¿Y qué duda cabe de que el talento es lo único que debería contar a la hora de dar un premio?

Esta última decisión evidencia una vez más el corporativismo que demostró la Academia de Cine, integrada en su mayoría por actores que no querían ver sus posibilidades de ganar mermadas, cuando en 2011 prohibió que ningún menor de 16 años pudiera ser nominado al Goya.

Lo cierto es que Sofía Otero borda su interpretación en 20.000 especies de abejas y que su papel es de todo menos sencillo. Otero da vida a Lucía, una niña transgénero que durante un verano intenta que su familia entienda que ella no es Aitor.

Unas vacaciones con su madre (estupenda, una vez más, Patricia López Arnaiz) y sus hermanos en la casa familiar en el País Vasco desatan la necesidad de Lucía de ser reconocida como lo que se siente: una niña. Una necesidad que se va imponiendo a pesar de su silencio, entre la extrañeza de sus pares entre juegos en la piscina y del inflexible ambiente familiar personificado por su abuela devota.

Lucía solo se siente a gusto con su tía y sus abejas, en plena naturaleza, lejos del juicio de los otros y de la frustración que hasta su comprensiva madre parece mostrar cuando intenta convencerla de que no hay cosas de chicos ni de chicas.

Urresola Solaguren no intenta resolver en su ópera prima el melón de las identidades transgénero, se conforma (y eso se agradece) con retratar el sufrimiento que causa en su personaje protagonista, y por ende, en todos esos niños de corta edad que no se reconocen en su cuerpo. Un sufrimiento que, por silencioso (y entendemos que el retrato es fidedigno), a veces resulta repetitivo y difícil de compartir para el espectador. Algo en lo que tampoco ayudan las subtramas de la familia, cuya equiparación a la colmena de abejas no termina de funcionar como metáfora.

Sin embargo, es ese retrato del folklore vasco donde brilla la ópera prima de Estebaliz Urresola Solaguren, cuando la directora se adentra en los dominios de la tía apicultora y esa cera que la familia utiliza para esculpir, un refugio en el que nos sentimos tan a salvo como Lucía.

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