Un viaje por la edad dorada de la animación estadounidense: de placer adulto en la sala de cine a entretenimiento infantil en TV

Cómo la animación pasó de ser un espacio de libertad artística y deleite estético con sus cortos antes de las películas del Hollywood clásico a nutrir las parrillas de programación infantil en televisión.
Un viaje por la edad dorada de la animación estadounidense
Un viaje por la edad dorada de la animación estadounidense
Cinemanía
Un viaje por la edad dorada de la animación estadounidense

Hace unos días saltaba la noticia de que, junto a Wish: El poder de los deseos, la nueva película de animación de Disney, se proyectará en cines el flamante cortometraje Once Upon a Studio. 

Con una técnica híbrida que mezcla el 2D con el 3D, busca sacar músculo corporativo. ¿Cómo? Pues llevándonos de la mano por los cien años que han pasado desde que un tal Walt Disney fundase junto con su hermano Roy O. Disney lo que entonces se conoció solamente como Disney Brothers Studio.

Otra promesa más: a partir del 7 de julio de 2023, Disney+ por fin va a albergar poco a poco 28 cortometrajes clásicos remasterizados que no estaban disponibles hasta el momento. Entre ellos, el icónico El baile de los esqueletos de 1929.

Enlazando con el futuro Once Upon a Studio, ambas propuestas no se salen en absoluto de la tradición histórica de Disney, siempre tan o más centrada en recordar y rentabilizar todavía más los éxitos del pasado como en crear otros nuevos para las presentes generaciones. Así que quizás sea conveniente reflexionar sobre qué supone para el medio de la animación la llegada a esta meta centenaria, y su curiosa celebración a modo de cortometrajes.

Años 20 y 30: Popeye contra Mickey

Desde los comienzos de las proyecciones cinematográficas de larga duración, los cortometrajes animados previos a la atracción principal ya estaban asentados. Eran el canapé perfecto para lo que estaba por llegar y no sería hasta mucho más adelante cuando se empezarían a ver como una rareza ocasional. 

Aunque el canon animado nos lleve a pensar en la aparición original de Mickey Mouse en El botero Willie en 1928 o, en todo caso, en las célebres Silly Symphonies (1929-1939) que le sucedieron, lo cierto es que ya había bastante historia antes de que se perfeccionase por aquel entonces la sincronización de imagen y audio en la pantalla.

Dos años antes de Disney Brothers Studio, en 1921, los también hermanos Max Fleischer y Dave Fleischer habían fundado Fleischer Studios gracias al dinero recaudado con su pionera serie de cortometrajes mudos animados Out of the Inkwell (1919-1928). Esta serie se sostenía fundamentalmente sobre el gran invento de Max: el rotoscopio. 

El rotoscopio era un revolucionario aparato de calco que permitía transmitir la naturalidad del movimiento filmado fotograma a fotograma a un conjunto de dibujos que, observados secuencialmente, diesen la sensación de estar vivos.

Aunque este cacharro pareciese ideado de base para buscar el mayor realismo posible, lo cierto es que las producciones Fleischer rápidamente dieron un vuelco hacia lo que conocemos popularmente como animación rubber hose (o, lo que es lo mismo, manguera de goma).

Iniciada en las aventuras de Félix el Gato, personaje creado por Pat Sullivan y Otto Messmer y la primera gran estrella animada del cine, la animación rubber hose se estandarizó con relativa rapidez en las producciones animadas de la competencia. Lo hizo con sus movimientos exagerados y gomosos, donde la física básica sobre el cuerpo quedaba en un segundo plano frente al humor más absurdo.

Con la llegada del sonido, los estudios Fleischer consiguieron de verdad ganarse la simpatía del público con su humor , su sentido del dinamismo más explosivo y personajes memorables. Entre ellos destacaron, aparte del primigenio Koko el Payaso, dos iconos: Popeye el Marino y Betty Boop. 

Eran dos propuestas bastante diferentes pero que permitían casi por igual sacar a relucir todos los puntos fuertes de la empresa. La violencia más ridícula y exagerada por un lado, la sensualidad rimbombante por el otro. Los cortos en blanco y negro de Popeye y Boop causaron sensación en toda proyección que tuviesen entre finales de los años veinte y principio de los años treinta.

Aunque, eso sí, la Academia se fijaba mucho más en lo que se hacía en los territorios Disney. Desde que se comienzan a premiar los cortometrajes animados en 1932, los ocho primeros Oscar se irán a ocho Silly Symphonies. Algunas de ellas olvidadas, como El primo de la ciudad (1936), pero otras auténticos clásicos instantáneos como Los tres cerditos (1933), La tortuga y la liebre (1934) o El viejo molino (1937).

Mientras que Disney se centraba en un relativo realismo en fondos y en la imagen adorable de sus relatos, el estilo Fleischer estaba creando todo lo que luego entenderíamos como cartoon. Cuando pensamos en esos muñecos en blanco y negro con guantes blancos, movimiento continuo, extremidades elásticas y plasticidad extrema, lo que estamos imaginando es en realidad un personaje al modo Fleischer.

Sin embargo, el éxito de la competencia con Blancanieves y los siete enanitos fue tan sonado e inesperado que el estudio se perdió en deudas intentando replicarlo. Primero pasó con Los viajes de Gulliver (1939) y después con Saltarín va a la ciudad (1941): la modesta recaudación de ambas no pudo afrontar sus elevados costes de producción. Aunque entre 1941 y 1942 un acuerdo con DC Comics les permitió sacar ocho cortos protagonizados por Superman de gran calidad y enorme calado cultural, eso no conseguirá evitar que los estudios Fleishcer cerraran definitivamente.

Años 40 y 50: Tom y Jerry y los Looney Tunes

Por suerte para todos, el fin de los estudios Fleischer no terminó con toda alternativa al modelo Disney en los cortos, aunque sí en lo referido a los largos animados. Con la Segunda Guerra Mundial alcanzando ya las fronteras estadounidenses, tuvo que pasar mucho tiempo hasta que se plantease repetir el experimento.

Incluso las siguientes entregas largas de Disney, aunque con buena crítica y recibimiento general favorable, no consiguieron replicar el éxito de Blancanieves: Pinocho (1940), Fantasía (1940), Dumbo (1941) y Bambi (1942) no supusieron el final de la empresa solo porque a esas alturas los bancos estaban dispuestos en confiar en ella. Y aun así, hasta 1950 con La Cenicienta, en Disney no se atreverán a producir otro largometraje animado.

Pero en el ámbito de los cortometrajes la animación estadounidense seguía viviendo su particular Edad Dorada, apareciendo delante de toda proyección que pudiese. Warner había sacado su propia versión de las Silly Symphonies por partida doble con las Merrie Melodies y las Looney Tunes. Sin embargo, se demostró rápidamente que el fuerte animado de Warner no estaba en sus producciones musicales, sino en los personajes.

El primero realmente grande fue Porky Pig, el cerdo que con su “¡Eso es to- eso es to- eso es todo, amigos!” acuñó a partir de 1935 una de las frases recurrentes más memorables de las primeras décadas del sonoro. Poco después le seguirían otras criaturas como el Pato Lucas, Bugs Bunny, el canario Piolín, el gato Silvestre, el Coyote o el Correcaminos. 

En los cortos protagonizados por los Looney Tunes (el nombre que acabarían teniendo de manera oficial los personajes con el paso del tiempo a través de metonimia popular) no había grandes moralejas ni bellas historias de superación. Siguiendo más bien la estela del antiguo estudio Fleischer, ejercicios de pura libertad creativa donde las claves de la gramática cinematográfica residían en el golpe y el porrazo.

Importantes nombres como Tex Avery o Chuck Jones, y la filosofía artística detrás de cada uno de ellos, resultan fundamentales para comprender esta vertiente. Aunque, por supuesto, también lo eran los popularísimos Tom y Jerry de Metro-Goldwyn-Meyer.

Tom y Jerry eran la creación más querida de los animadores William Hanna y Joseph Barbera. Este gato y ratón por sí solos consiguieron hacer frente durante dos décadas a la plétora de personajes originales de Disney y Warner. Con un estilo que estaba en continua retroalimentación con el de los Looney Tunes, las aventuras de Tom y Jerry se ganaron en repetidas ocasiones el favor de la crítica, que premió muchas de sus historias más sonadas como Ratón problema (1944) o Los dos mosqueteros (1951).

Mientras tanto, el detallismo dio paso a una nueva época de minimalismo, donde se mezclaban las intenciones realmente disruptivas con la búsqueda de ahorrarse unas cuantas perras. Dentro de la primera corriente aparece el estudio UPA, que a partir de su oscarizado cortometraje Gerald McBoing-Boing (1950) consigue imponer en el mainstream un estilo casi expresionista donde las formas y fondos apenas se sugieren. El estudio UPA consiguió su propio personaje cinematográfico icónico con el cegato Mr. Magoo.

De este modo, la década de los cincuenta mostró los últimos retazos de la Edad Dorada de la animación proyectada antes de las películas de imagen real. Los nuevos cortometrajes que llegaban a las pantallas todavía tenían una cadencia regular y siempre destacaban por su creciente calidad. Sin embargo, el incremento del uso de la televisión y la decadencia paulatina del Hollywood clásico hizo que las grandes majors que no eran Disney cada vez mostrasen menos interés por ellos, al considerarlos un gasto que se podía evitar.

Se empezó a normalizar la repetición continua de cortos de hace varios años, y lo cierto es que la taquilla no decrecía realmente por ello. Así que, definitivamente, se decidió que no era necesario crear nuevos. Los dibujos animados habían sido desterrados de las salas.

Años 60: la muerte de Walt y el fin de la era dorada

No tardaron en encontrar otra casa, claro, y fue precisamente en aquella que había puesto en jaque a su anterior hogar: la televisión. Los avispados Hanna y Barbera fueron los que más rápido vieron el potencial del invento. En 1957 ya habían dejado aparcados a Tom, a Jerry y con ellos al cine en general para centrarse en su estudio propio, Hanna-Barbera.

Tenían un objetivo claro: conseguir abaratar la animación a la que se había acostumbrado la gente, hasta el punto de que fuera rentable producirla para ser emitida por la tele. En 1958 llegaría El show de Huckleberry Hound, donde aparte del acicalado sabueso sureño podíamos encontrar al Oso Yogui y su compañero Bubu o al gato Jinks junto a los ratones Pixie y Dixie. Estos últimos no dejaban de ser una versión de baratillo de Tom y Jerry, pero una en la que el doblaje que nos llegó a España, el latino, consiguió hacerlos muy memorables por el particular acento andaluz del felino.

En Hanna-Barbera, en cualquier caso, consiguieron su objetivo inicial. Tras El show de Huckleberry Hound (1958-1962) vinieron muchas más producciones como Los Picapiedra (1960-1966), con estructura de sitcom y emitida en horario de máxima audiencia, Don Gato y su pandilla (1961-1962), de similares intenciones a la anterior, o Magilla Gorila (1964-1967). Además, el fracaso en cines de La bella durmiente de Disney en 1959 hizo que muchos animadores con experiencia se lo pensaran mejor y se mudaran a la televisión a continuar ganándose la vida.

Siguiendo un camino similar al que había tenido el cine de imagen real, la animación fue pasando gradualmente de centrarse en el movimiento, la música y el slapstick al diálogo ingenioso y continuado. UPA no se quedó atrás y, además de nuevas aventuras para Mr. Magoo, también inspiró la llegada a la televisión del programa Las aventuras de Rocky y Bullwinkle (1959-1964), donde aparecían personajes como Peabody y Sherman.

El resultado era que, exceptuando algunos casos particulares como la irrupción de la Pantera Rosa a partir de los créditos iniciales de la película homónima protagonizada por Peter Sellers en 1964, ya no aparecían nuevos iconos animados en las salas. 

La cosa a nivel de reputación había empezado a estar dominada por los artistas independientes o incluso por algunos relatos venidos de la Unión Soviética. Entre los primeros destaca la figura de John Hubley, que con Moonbird (1959), The Hole (1962) y Herp Alpert and the Tijuana Brass Double Feature (1966) fue premiado en tres ocasiones por la Academia sin contar con ningún gran estudio detrás.

Pero para el público general no interesado en la experimentación formal, la animación ya había pasado a ser cosa de niños. Ya era cosa de la televisión y, por tanto, un arte menor. Con la aparición al otro lado del charco del primer gran anime de éxito, Astro Boy (1963-1966), dejaba de estar tan claro siquiera si la mayor producción iba a seguir viniendo de Estados Unidos. 

La muerte de Walt Disney en 1966, poco antes del estreno de El libro de la selva (1967), dejó a su compañía sumida en un período oscuro de crisis creativa y financiera hasta su Renacimiento en 1989. Un punto final excepcional a la Edad Dorada de la animación occidental.

En 2023, el imperio Disney se mantiene fuerte, aunque al borde del abismo de una de las mayores revoluciones mediáticas de Hollywood en años. La burbuja de las plataformas ya ha empezado a estallar con demasiada gente haciendo demasiada ficción, las inteligencias artificiales han irrumpido para hacer nuestras vidas laborales todavía más precarias y guionistas y actores parecen encaminarse a una huelga sin fin a la vista...

Quizás por todo esto, Disney prefiera refugiarse en tiempos más sencillos a la hora de celebrar su centenario y nos muestre lo que podían ofrecer hace ya un siglo. Con todo, no es una mala noticia. Ya la reivindicación del pasado animado es un paso adelante, mientras esperamos que la Warner de HBO Max se acuerde algún día del suyo.

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