La leyenda negra de Disney: animales muertos, carreras truncadas y caza de brujas

100 años de existencia dan tanto para asegurar un lugar indisputable en la historia del cine como para nutrir un caudal de anécdotas a cada cual más perturbadora, que llega hasta Adolf Hitler.
Lindsay Lohan, el Hermano Rabito y Walt Disney
Lindsay Lohan, el Hermano Rabito y Walt Disney
Lindsay Lohan, el Hermano Rabito y Walt Disney

Walter Elias Disney llevaba unos 35 años muerto cuando Peter Stephan Jungk le dedicó El americano perfecto: Tras la pista de Walt Disney en 2001. Antes de él varios escritores habían convertido al fundador de Walt Disney Productions en sujeto de diversas biografías (siendo Richard Schickel el autor de la más famosa, The Disney Version, cuando el cadáver del gran hombre apenas había cumplido un par de años), pero Jungk no tenía un especial interés por ceñirse a hechos reales. De hecho, este libro convertido a posteriori en una ópera de Phillip Glass prefería retorcer la historia para ofrecer un retrato más fiel del creador de Mickey Mouse: el tipo de retrato que permite la ficción especulativa.

Así que Jungk nos ponía en la piel de Wilhelm Dantine, un animador ficticio inmerso en el convulso desarrollo de La bella durmiente (que ocupó gran parte de la década de los 50 sin deparar una taquilla satisfactoria) y que fruto de su despido se había obsesionado con Walt. De ahí que provocara involuntariamente la muerte del gran hombre tras allanar su casa de Los Ángeles, y esto culminara una narración fantasmal que incluía tanto un diálogo entre Walt y un animatrónic de Abraham Lincoln como una investigación de los detalles más oscuros del pasado del productor. Dantine visitaba el pueblo de la infancia de Walt, y ahí se enteraba de que de niño había matado a un búho.

Portada de 'El americano perfecto'
Portada de 'El americano perfecto'

«Los búhos son enemigos encarnizados de los ratones, ¿sabe?», comentaba malévolamente una lugareña, en referencia a Mickey. Pero Jungk no se estaba inventando nada. El mismo Disney, entrevistado por Peter Martin en 1957, había hablado del incidente del búho. «Había un gran búho subido a un árbol. Era domingo, nunca lo olvidaré. Y me abalancé sobre él y lo agarré. En mi excitación empecé a golpearlo mientras luchaba y me arañaba. Yo no quería matarlo, pero cuando empezó a arañarme y todo eso tuve que hacerlo. Y lo maté. Ni siquiera lo pensé. Solo estaba ahí, posado en esa rama, y yo…».

Walt Disney contra el obrero

Que la figura de Disney haya originado las rocambolescas obras de Jungk y Glass se debe, claro, a su inabarcable caudal de resonancias culturales. Pero, sobre todo, a una imagen mediática y un control de la narrativa: desde que fundó la Casa del Ratón en 1923 hasta su muerte en 1966 Walt fue un rostro tan carismático como enigmático. Cultivaba una fachada bondadosa en sintonía a los entretenimientos infantiles que producía, y al mismo tiempo había algo inquietante en ella. No tanto un cálculo determinado, como el remanente de una serie de traumas y oscuridades.

Jungk prestaba tanta atención al búho por considerarlo un punto de partida tentador desde el que valorar el cine Disney: no solo clásicos animados donde la fauna sufría habitualmente (la madre de Bambi), sino también cortos (Mickey Mouse maltratando a otros animales como él para crear música en El botero Willie) e incluso en las producciones live action que la factoría rodó a partir de los años 50. Un film muy exitoso de entonces fue Fiel amigo, cuya escena más memorable (y garante de más generaciones traumatizadas de las que podamos imaginar en España) era el sacrificio de un perro que había contraído la rabia.

El americano perfecto sugería que todas estas tragedias provenían de una fijación de Walt anclada en su más tierna infancia, y utilizaba como patente de corso la ya holgada tradición de leyendas urbanas o detalles escabrosos de la biografía del gran hombre. De Walt se dice que fue congelado prácticamente desde que murió, a tenor de la extraña conducta de la familia ante los medios y de la fama que tenía la criogenización a mediados de los 60. Lo de su ascendencia almeriense tiene aún más antigüedad, y ensambla un potencial ya bastante pintoresco sin que pasemos revista de sus jugarretas empresariales.

Estatua de Walt Disney en Disneyland.
Estatua de Walt Disney en Disneyland.

Podría ser tentador abordar cómo la «caja fuerte» de Disney ha entorpecido la circulación de su obra para que la empresa mantenga un férreo control de la misma, o la habilidad con la que ha conseguido que los juzgados prorroguen una y otra vez el momento en que Mickey Mouse pase a ser de dominio público (en 2024 lo será, pero con tantos impedimentos como para que nadie se tome la molestia de hacer una película de terror gamberra, como ha pasado con Winnie the Pooh, so pena de denuncia asegurada). Pero esto no dejan de ser las conductas sobriamente documentadas de una compañía poderosa y estable, bien lejos de unos años donde los cimientos no eran tan robustos.

La década de los 30 había sido otro cantar. Ahí Disney empezó a convertirse en la Disney que conocemos, coincidiendo con la oferta de Walt de una visita guiada por su estudio a una talentosa cineasta llamada Leni Riefenstahl. Ocurría a pocas semanas de que la Noche de los Cristales Rotos afianzara en el poder a Adolf Hitler (y por tanto a la máquina propagandística donde estalló el talento de Riefenstahl), y Walt negó más tarde haber tenido contacto con la cineasta. Luego admitió que sí lo había tenido, pero que no sabía que era nazi.

Pronto cualquier duda sobre las convicciones patrióticas de Walt sería disipada, y para eso nada mejor que posicionarse contra los sindicatos. Blancanieves y los siete enanitos fue durante un breve lapso de tiempo la película más taquillera de la historia, pero Walt no quiso destinar parte de esos ingresos a los sueldos de los animadores que durante años habían sudado por que viera la luz… sino que prefirió invertir en una mudanza. Walt Disney Productions se trasladaría a Burbank, el recinto de Los Ángeles donde permanece su sede a día de hoy. Cuando el nuevo estudio abrió sus puertas, lo hizo ante una turba de huelguistas furiosos.

Otro motivo que había conducido a esta huelga de animadores había sido la negativa de que Walt a que sus empleados escogieran a sus propios representantes sindicales: posición que le había llevado una y otra vez a enfrentarse con Art Babbitt. Pueden atribuirse al creador de Goofy, con quien Walt llegó a pegarse en plena calle, los rumores de antisemitismo que siempre han rodeado la figura del «americano perfecto». Pero la hostilidad iba más allá de los insultos a Babbitt por su condición judía: cuando el artista se unió a un sindicalista tan célebre como Herbert Sorell el productor prefería otro epíteto, como «maldito bolchevique».

La huelga causó tanto ruido como para afectar al desarrollo de El dragón chiflado (película que combinaba acción real y animación para presentar un tour guiado por las nuevas oficinas, que hubieron de ser nutridas por actores haciéndose pasar por los animadores en las calles), y que Walt se ausentara por un tiempo. Fue entonces cuando emprendió aquel viaje a Latinoamérica junto a unos pocos fieles, que en pos de la Política de Buena Vecindad de Roosevelt nos daría Saludos amigos y Los tres caballeros. Al regresar su hermano Roy (encargado de las finanzas de la empresa) había conseguido llegar a un acuerdo.

Un acuerdo que, según Walt, le había dado lo que querían a esas ratas de Babbitt y Sorell. El empresario no lo olvidó y se vengó en cuanto pudo: en 1943 Babbitt fue despedido junto a unos pocos rebeldes, pudiendo fundar la United Productions of America (UPA) para seguir fastidiando al patrón desde la competencia. Walt, ya entonces ferviente republicano, se acababa de comprometer entretanto a frenar la amenaza comunista de la que, teóricamente, aquella huelga había servido de anticipo.

Los animadores en las calles
Los animadores en las calles

Walt Disney contra los comunistas

«El Partido Comunista no es un partido político, es un partido antiamericano. Lo que más me molesta es que puede infiltrarse en los sindicatos, y representar a gente que trabaja en mi empresa y que sé que son buenos: 100% americanos», declaró Walt, en octubre de 1947, frente al Comité de Actividades Antiamericanas. Concluida la Segunda Guerra Mundial, y desatado el Terror Rojo junto a la incipiente Guerra Fría, el senador Joseph McCarthy se había propuesto erradicar el comunismo de EE.UU. Walt estaba dispuestísimo a ayudarle.

No ocurría en el mejor momento de la empresa. Durante la contienda Disney se había dedicado a la producción de cortos propagandísticos, más como compromiso que como negocio rentable. Al acabar la guerra estaba en números rojos, y uno de sus pocos éxitos lo había supuesto una película llamada Canción del sur. Esta mezcla de acción real y animación adaptaba las Historias del tío Remus recopiladas por Joel Chandler Harris, y Walt la había estrenado a sabiendas de que iba a picar.

Hasta tres guionistas (Clarence Muse, Maurice Rapf y Morton Grant) pasaron por la producción, abandonando ante la negativa de Walt de cambiar nada del guion original de Dalton Reymond: uno que no aclaraba si la historia tenía lugar durante o después de la Guerra de Secesión (con lo que no sabíamos si la esclavitud había sido abolida o no), y que había sido tachado de eminentemente racista. Canción del sur se estrenó en la ciudad segregada de Atlanta a seis años de que hiciera lo propio Lo que el viento se llevó, acompañada de críticas y disturbios.

Pero el caso es que hizo dinero. Y le dio un Oscar a James Baskett. El prestigio se iba recomponiendo poco a poco junto a las finanzas, y Walt se hallaba de lo más cómodo en un nuevo contexto donde, mientras Canción del sur podía reestrenarse indefinidamente (lo hizo cuatro veces más, hasta que luego de 1986 la nueva directiva decidiera guardar la película en un cajón para propulsar un culto que no se merece), el gobierno podía sacar rédito de su odio al movimiento obrero. Walt hizo mucho más, entonces, que delatar a antiguos trabajadores durante la caza de brujas de McCarthy: también se convirtió en informante del FBI.

El productor tuvo relación con J. Edgar Hoover entre los 40 y los 60. La rumorología ibérica la ha vinculado al interés de Disney por aclarar las circunstancias de su nacimiento (o bien ocultar que en realidad era de Almería), pero los hechos de los que se tiene certeza son más cutres: Walt siguió ojo avizor con cualquier posible rojeras que pasara por su empresa, mientras que la cercanía con el FBI llevaba a que un film como Piloto a la luna (1963) fuera gestada bajo un estricto control. Esta comedia se mofaba de la NASA y otros cuerpos gubernamentales en torno a una misión espacial, y Hoover quiso que el FBI no saliera mal parado.

Portada de 'Para leer al pato Donald'
Portada de 'Para leer al pato Donald'

La conexión Mojácar ganaría pábulo, en paralelo a la teoría de la criogenización, luego de que Walt falleciera y la preocupación por cómo su ideología había afectado la política internacional emanara de otras latitudes: en 1972 Ariel Dorfman y Armand Mattelart publicaban Para leer al pato Donald estudiando el imperialismo yanqui a partir de la creación disneyana. Sucedía en una época donde Disney estaba en crisis de sucesión, aunque eso no significara necesariamente una rebaja de los escándalos: ni siquiera la Casa del Ratón, tan familiar y tan beata, pudo permanecer ajena a los vientos del Nuevo Hollywood.

A finales de los 70 Disney (entonces en manos de Ron Miller, yerno de Walt) coprodujo con Paramount una adaptación de Popeye el marino, partiendo del cómic de E.C. Segar con el protagonismo de Robin Williams. La película se rodó en Malta con gente como el director Robert Altman y el productor Robert Evans al cargo, y puesto que ambos eran considerados los mayores cocainómanos de la industria ocurrió lo peor para las relaciones públicas: Evans fue arrestado por posesión en pleno rodaje, sin que entonces nadie se imaginara que las drogas iban a ser un dolor de cabeza habitual para la empresa entrados los 90. 

Los corazones rotos de Disney

Antes que su especialización en los dibujos animados o el cine familiar (mimbres que fueron eventualmente desafiados, primero en los 50 con el salto a la acción real y luego en los 80 con la inauguración de Touchstone como productora filial), la mayor diferencia entre Disney y otras majors de Hollywood es que está vertebrada por una ideología extremadamente definida. Aquí no seguimos hablando tanto del cariz conservador-republicano como de una imagen mediática prístina y acogedora: Disney ha de representar lo luminoso, lo dócil, y esta imposición puede ser especialmente delicada si lidias con intérpretes jóvenes.

Es una forma de explicar su angustioso historial de estrellas infantiles y adolescentes malogradas, que cobró especial virulencia a partir de la década de los 90 según ganaba relevancia en el entramado productivo la maquinaria Disney Channel. En ella la compañía podía modular un star system determinado, que iba aclimatándose desde la televisión para combinarse por costumbre con una desigual carrera musical. En esta década Britney Spears fue de las primeras figuras en aglutinar ambas facetas, al presentar The All New Mickey Mouse Club a partir de 1992 como flamante Mouseketeer junto a Justin Timberlake, Ryan Gosling y Christina Aguilera. Ya sabemos lo que ocurrió después.

La de Spears es una de las trayectorias más trágicas de la cultura pop millenial, truncándose del todo en 2008 cuando su frágil salud mental allanó el camino para una tutela paterna enfrentada al movimiento Free Britney. Tal fama tenía entonces que el vínculo con Disney estaba desdibujado, y además no había llegado a saltar al cine. Algo que sí le pasó a Lindsay Lohan, triunfando con Tú a Londres y yo a California para despedirse del ratón con Herbie: A tope en 2005 y acaparar titulares por su adicción a las drogas y sus visitas a prisión.

Lohan se hizo famosa casi a la vez que Shia LaBeouf (en Mano a mano o La maldición de los hoyos), cuya excentricidad en un primer momento suscitara la hilaridad de Internet, y luego la inquietud al surgir las acusaciones de agresión. Comparada con Labeouf y Lohan, Miley Cyrus salió mucho mejor parada al rebelarse contra el molde «chica Disney», pero no fue el caso de los trastornos mentales/alimenticios de Vanessa Hudgens y Selena Gómez (ambas protagonizando llegado el momento aquel vitriólico film, Spring Breakers, con el que Harmony Korine se chacoteaba del paternalismo ratonil), y tampoco el de Demi Lovato, que llegaba a sufrir derrames cerebrales y ataques al corazón.

Spring Breakers
Fotograma de 'Spring Breakers'

El catálogo de chicas Disney cuya madurez desafiaba el aire angelical de sus primeros papeles televisivos se prolonga a Bella Thorne (de Shake it Up! a OnlyFans) y Debby Ryan (de Jessie a una detención por conducir ebria), y cuenta con un angustioso apéndice de muertes prematuras, no achacables a su vínculo con Disney. Cameron Boyce murió a los 20 años tras protagonizar la trilogía de Los descendientes, y Michael Galeota a los 31 tras hacerse famoso con la serie The Jersey.

La mayoría de las estrellas citadas alcanzaron la tribuna pública entre finales de los 90 y la primera década de los 2000, en conjunción al esplendor de Disney Channel y la confluencia de fenómenos estilo Camp Rock, Hannah Montana o Los magos de Waverly Place. Por suerte, gran parte de estas actrices se han rehabilitado de forma personal y profesional, en ocasiones con ejercicios de autocodescubrimiento que apelaban al fandom (los documentales de Selena Gómez y Demi Lovato), y no ha habido que lamentar tanto como durante la primera generación de jóvenes estrellas Disney: los llamados Sweet Hearts.

Porque sí, hay precedentes de sufrimiento juvenil en la cantera de Disney. A Jodie Foster le mordió un león en el rodaje de Napoleón y Samantha (1972), y la sobreexposición mediática provocó que Hayley Mills sufriera anorexia durante la producción de La bahía de las esmeraldas (1964). Tampoco hay que olvidar la prematura muerte de Matthew Garber, el niño de Mary Poppins, a causa de una hepatitis de la que no cabía responsabilizar a Disney. Aunque sí podamos hacerlo de los tristes destinos de Tommy Kirk y Bobby Driscoll.

Tommy Kirk en 'Fiel amigo'
Tommy Kirk en 'Fiel amigo'
Disney

Tommy Kirk protagonizó Fiel amigo: era el niño encargado de sacrificar al perro enfermo. Obtuvo una fama considerable gracias a las producciones live action de los 50 y los 60, cultivando una imagen de «niño bueno» en franca oposición a las contemporáneas masculinidades disidentes de Marlon Brando y James Dean. Esta imagen, por supuesto, era la de una heterosexualidad con la que Walt podía sentirse cómodo, pero que en la vida privada no resultaba ser tal: durante el rodaje de Zafarrancho en el rancho fue descubierto besándose con otro actor. Le denunció su propia madre, y Disney le despidió en el acto.

Aunque Kirk reapareciera en otra película de la compañía (El tío del mono, secuela de Zafarrancho en el rancho), su forzada salida del armario fue desastrosa: Kirk dejó de recibir ofertas de trabajo y coqueteó con las drogas, siendo arrestado por posesión de marihuana. Hacia los 70 había dejado de actuar, pero al menos logró hallar cierta paz lejos de los focos. No se puede decir lo mismo de Driscoll, cuyo primer gran papel en Disney tuvo lugar en Canción del sur.

Él era uno de los niños que escuchaba las historias del Tío Remus: metáforas sobre la esclavitud y el racismo que ni el mismo Walt parecía haber entendido. Junto a su compañera Luana Patten fueron los primeros Sweet Hearts, y en 1950 interpretó a Jim Hawkins en La isla del tesoro: adaptación de Robert Louis Stevenson que a la sazón fue la primera película completamente live action de Disney, sin dibujos animados por ninguna parte. Driscoll encadenó este papel con la producción de Peter Pan, donde no solo dio voz al personaje titular sino también prestó su personalidad y movimientos como referencia.

Driscoll fue, vaya, el intérprete de Peter Pan. Pero esto coincidió con los primeros retazos de un acné brutal, que junto al inevitable crecimiento llevó a que Disney no renovara contrato. La empresa no sabía qué hacer con un Driscoll adolescente y este tuvo que buscar trabajo en otros rincones de Hollywood: el problema es que estaba totalmente encasillado con sus papeles infantiles, y tras probar suerte con los proyectos de Andy Warhol se vio empujado al paro y las drogas. Su cuerpo, con 31 años, fue hallado con una sobredosis en los subterráneos de Manhattan.

La historia de Driscoll supone, quizá, la parte más ominosa del legado de The Walt Disney Company. Y las reticencias de culpar a la empresa sobre lo ocurrido quedaron ahogadas del todo cuando, en 2022, la misma Disney tuvo la desfachatez de producir una película que se burlaba directamente de lo ocurrido con Driscoll a través del personaje de Sweet Pete. Su título era Chip y Chop: Los guardianes rescatadores, y el susodicho Sweet Pete era un Peter Pan avejentado y politoxicómano cuya carrera nunca había trascendido aquella primera película. 

Fotograma de 'Chip y Chop: Los guardianes rescatadores'
Fotograma de 'Chip y Chop: Los guardianes rescatadores'
Disney

No digas gay

Buena parte de lo expuesto hasta ahora pertenece a un pasado no especialmente remoto, pero que sí parece contradecir la actual imagen amable y progresista de Disney. Solo que no lo hace. La homofobia no terminó con el despido de Kirk: reapareció, 60 años después, durante la breve pero intensa gestión de Bob Chapek como CEO. Poco antes del estreno de Red en Disney+, los animadores de Pixar publicaron una carta abierta donde afirmaban que los jefazos, mientras aseguraban a los medios que querían incluir diversidad LGTBIQ+ en su producción, de puertas para adentro impedían a los artistas hacer lo propio.

La polémica coincidió con una cuestión más grave, como era la tramitación de la ley Parental Rights in Education Act por parte del gobierno conservador del estado de Florida. Esta ley, también conocida como Don’t Say Gay, prohíbe tratar temas de orientación sexual e identidad de género en los colegios, al tiempo que veta ayuda tanto a profesores como alumnos no heteronormativos. Bob Iger, en tanto a exlíder de Disney, podía permitirse mostrar rechazo a la ley. No así Chapek, pues esto coincidía con sustanciosas aportaciones económicas a los políticos que habían promulgado la ley, incluyendo a Ron DeSantis (futuro rival de Donald Trump al frente del Partido Republicano).

Ahora bien. Las comisiones se debían a los intereses históricos de Disney en Florida: al fin y al cabo en este estado se encuentra el segundo parque temático de la empresa construido en suelo estadounidense, Walt Disney World. Iger también era responsable de las mismas, pero fue a Chapek a quien le tocó bregar con el temporal. Y no muy hábilmente: su primera reacción a las quejas fue decir que no convenía que Disney se metiera en política ni rechazara abiertamente la ley, así que las inmediaciones de la sede de Los Ángeles se vieron ocupadas por agrias protestas colectivas. Recordaba, mucho, a la huelga de animadores de 1941.

80 años después, volvieron las protestas
80 años después, volvieron las protestas

Chapek recapacitó. Disney retiró el apoyo económico a los republicanos, pero fue demasiado tarde para este ejecutivo y poco después le reemplazó un Iger retornado. Intentando compensar la mala publicidad, Disney volvió a incluir un beso entre dos mujeres de cara al próximo estreno de Lightyear, y actualmente los conservadores de Florida han emprendido una guerra legislativa contra Disney (alentada por el Daily Wire de Ben Shapiro) que busca acabar con sus privilegios territoriales en el estado.

Lo que, por otra parte, ilustra que Disney es una empresa que quiere aprender de sus errores alcanzado el centenario. Haya honestidad en este esfuerzo o no, desde luego es más de lo que se puede decir de cuando Walt andaba con vida. 

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