Un aeropuerto es un sitio curioso, de esos en los que puedes ver en un espacio muy reducido a gente de lo más diversa. Están los que vuelan a diario, siempre ligeros y muchas veces de traje. Esos que son como Clooney en Up in the Air, y saben perfectamente qué fila del control de seguridad va a ir más ligera. Los que vuelven a casa, probablemente al otro lado del charco, llenos de maletas enormes y plastificadas. Con varios bolsos y abrigos, sabiendo que, aun habiendo hecho los cálculos en casa, van a tener que pagar extra por el equipaje.
Los jóvenes que se marchan de primera aventura, probablemente a un país cercano, nerviosos y con bolsas cada vez más pequeñas debido a las exageradamente estrictas normas de las aerolíneas. Parejas que se marchan de luna de miel: al Caribe si llevan una pamela en la mano, de Safari si él va con botas. Si son gente de posibles combinarán los dos destinos y las dos tendencias. Pero aquí se acaba mi capacidad de distinguir a los turistas (o viajeros si llevan gafas de pasta y se creen muy cool). La globalización ha hecho que ahora casi todos vistamos igual y la pandemia ha popularizado el chándal hasta límites que deberían ser ilegales.
¿A qué viene todo esto? Pues que esta semana he tenido la suerte de escaparme unos días a una de las ciudades más bellas del mundo: Roma. Una vez más me he vuelto a enamorar de sus iglesias, palacetes y fuentes (que por cierto, que limpísima tienen el agua). Pero sobre todo de sus baldosines, que brillan tras una ligera lluvia, de sus callejones llenos de recovecos de donde cuelgan plantas que se entreveran con las rejas de esas decadentes casitas convertidas en restaurantes iluminados como si fueran a servir la famosa cena de La Dama y el vagabundo.
De sus letreros antiguos, de letras enormes y fundidas, que sobresalen en cada esquina. De sus atardeceres desde el Aventino. Es una ciudad en la que no hace falta el mapa porque lo mejor que tiene es dejarte llevar y perderse. Bueno, también puedes seguir las hordas de turistas que pueblan la ciudad independientemente del día y la hora que sea. Si yo viajo, porque ellos no. No me voy a poner 'snob' ahora.
Pero aquí viene mi queja... ¿Por qué se viste tan mal cuando se viaja por ocio? Me vais a disculpar pero no pienso incluirme en esta afirmación. No lo hago nunca, pero menos en esta ocasión. Mi guía no se ha puesto en su vida un pantalón vaquero, así que hice la maleta con especial cuidado (aun sabiendo que iba a recorrer la distancia equivalente a media maratón cada jornada). Las Converse fueron mi única licencia.
Pero es que si hay algo que me ha horrorizado de Roma es el ver a miles de personas en horterísimos chándal, con zapatillas que deben costar una pasta pero que son terriblemente feas. Gorros de lana y gorras de béisbol. Plumíferos que sólo deberían de usarse a 3.000 metros de altura y riñoneras. Muchas riñoneras. Eso sí, cruzando el pecho. Ojo, que no estoy diciendo que nadie tenga que ir con tacones, a no ser que sueñe con visitar a un traumatólogo local (los baldosines son tan bucólicos como traicioneros). Pero no sé, un poco de decoro no vendría mal. Y que nadie me venga con el tema de la comodidad.
Un pantalón de punto, un jersey oversize, unas botitas, una bonita pashmina y una gabardina. No pido más. Simplemente que no parezca que vas a hacer los coros a Maluma en su próximo videoclip. En fin, que una sigue siendo una romántica y sé que aunque estemos gentrificación las ciudades gracias a las cada vez más facilidades para viajar, no tenemos por qué embrutecerlas con estilismos que no son dignos de los siglos de historia que nos miran desde cada esquina de la Ciudad Eterna.
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