La culpa blanca en el western: 'Los asesinos de la luna' y los crímenes del auténtico Salvaje Oeste

Martin Scorsese se ha animado por fin a rodar un western, pero en su película no hay grandeza por ningún lado y sí un gran dolor a la hora de estudiar los cimientos de EE.UU.
Fotogramas de 'Los asesinos de la luna' y 'Flecha rota'
Fotogramas de 'Los asesinos de la luna' y 'Flecha rota'
Fotogramas de 'Los asesinos de la luna' y 'Flecha rota'

Hay ganas de llamar western a Los asesinos de la luna. Un director con una formación tan erudita como la de Martin Scorsese tiene por fuerza que sentir afinidad por el que para muchos es el género cinematográfico por antonomasia, y además está el hecho de que su fascinación por Centauros del desierto (con sus protagonistas torturados y condenados) ha espoleado buena parte de su carrera. Pero Los asesinos de la luna no puede ser un western estricto, en el sentido de que por mucha Oklahoma que ambiente la historia y muchos nativos americanos sufran a lo largo de ella, se ambienta en los años 20 del siglo pasado.

Los asesinos de la luna, al basarse en unos indignantes hechos reales, es más bien un true crime con vocación de denuncia social, y tal vocación tenía el libro original de David Grann. Su interés por despertar una reacción aquí y ahora, arremetiendo contra el racismo y el sufrimiento de los pueblos originarios, no se distanciaría mucho de cómo Damon Lindelof utilizó narrativamente un suceso histórico contemporáneo a la masacre de la Nación Osage en la continuación televisiva de Watchmen: los disturbios de Tulsa (también en Oklahoma), cuando la población afroamericana sufrió un terrorífico linchamiento.

El objetivo viene a ser recordar que los EE.UU. se construyeron sobre el genocidio y que esas heridas no han cicatrizado: la sangre se extiende a nuestros días. La cuestión es que por mucho hincapié en hechos reales que tuviera Watchmen no dejaba de ser una serie de superhéroes, y lo mismo ocurre con Los asesinos de la luna: es un western. Nos pongamos como nos pongamos. Tiene una amplia tradición del género a sus espaldas, y el que estos hechos sigan incomodando un siglo después implica que la imagen de EE.UU. nunca ha dejado de emanar del western.

Guerras y pelucas

Los sucesos de Los asesinos de la luna se desarrollan entre 1921 y 1926. Asumiendo que sea un western, no es uno que tome lugar en el Salvaje Oeste: se supone que este fue dominado del todo en 1890, más de treinta años antes de que el asesinato en masa de los Osage despertara la inquietud del FBI. Fue entonces cuando el gobierno estadounidense dictaminó que la conquista del Oeste había concluido: el terreno estadounidense había sido mapeado al completo, y las distintas tribus de nativos americanos habían ido siendo sometidas para recalar en las reservas. Pero este dictamen no implicaba, necesariamente, una paz.

En el mismo 1890 se produjo la masacre de Wounded Knee, donde 300 sioux lakota fueron asesinados. No parecía que los pueblos originarios fueran a dejar de sufrir este apartheid, y sus tierras seguirían siendo expoliadas según le conviniera a los grandes empresarios. Lo curioso es que entonces estábamos a cinco años de que el cine fuera canónicamente inventado, y aún así el western ya existía. Desde 1872 Buffalo Bill, a rebufo de su asociación con el periodista Ned Buntline, había empezado a representar el espectáculo teatral Wild West, donde diversos forajidos e incluso indios (caso de Toro Sentado) se interpretaban a sí mismos.

Los espectáculos de Buffalo Bill
Los espectáculos de Buffalo Bill

Wild West recrearía las hazañas de la conquista del Oeste que los periodistas iban relatando a los estadounidenses del este: relatos cada vez más exagerados, que cimentaron la fama de Wild Bill Hicock (socio original de Buntline), Jesse James, Billy el Niño o Wyatt Earp para generar una iconografía propia e independizada de la realidad. El cine primitivo partió directamente de aquí, en un terreno allanado por los reportajes épicos, las funciones teatrales o las novelas, hasta eclosionar con el famoso Asalto y robo de un tren de Edwin S. Porter en 1903.

Ahora bien. Todas eran fabulaciones sobre el terreno, tan cerca de una realidad cambiante que esta contagiaba la imagen y la ponía al servicio del sentido común de entonces. Lo que implicaba el rechazo colectivo a la masacre de Wounded Knee, y en general la consciencia de quiénes habían sido «conquistados» en un proceso cifrado entre 1865 (fin de la Guerra de Secesión) y 1890. El Salvaje Oeste como tal solo duró 25 años, pero en este tiempo murieron tantísimos nativos que el cine no quiso cargar esa humillación, describiéndolos de forma entre distante y compasiva.

Hacia 1922 Buster Keaton lidiaba con unos indios de lo más bondadosos en Rostro pálido, coincidiendo con el estreno de una película esencial para sopesar estrategias con las que acercarse a pueblos marginados: Nanook, el esquimal de Robert J. Flaherty. Mientras que los negros ya eran ridiculizados sistemáticamente con los minstrels y el blackface, había una mayor resistencia a hacer lo propio con los pueblos originarios, y el que esto no tardara en cambiar pudo deberse a la necesidad de vertebrar un proyecto identitario para EE.UU.

La idea con El nacimiento de una nación era partir de la Guerra de Secesión para reunificar al pueblo estadounidense. Las consecuencias de este conflicto aún se arrastraban en 1915 (se arrastran a la actualidad), y la idea de D.W. Griffith fue paliarlas recurriendo a una «otredad» contra la que replegarse, un enemigo común que fundamentara una paz forzosa entre el norte y el sur. Este enemigo común era, claro, el negro exesclavo, cuyo linchamiento podía inspirar la paz a los blancos divididos. La posterior ridiculización cinematográfica del indio nació de estrategias similares, y buena parte de la culpa es de John Ford.

A La diligencia de 1939 se le considera «la película más perjudicial de la historia para los nativos», al asentar los grandes tópicos de su representación contra el heroísmo romántico de John Wayne y los cowboys. Los nativos ahora eran amasijos chillones de carne desnuda, que solo aparecían para dificultar el avance de la trama con unas llamativas cintas en el pelo que, en realidad, solo estaban ahí para sujetar las pelucas de los actores. Actores, por supuesto, que no eran nativos.

La diligencia a punto de ser atacada por los indios
La diligencia a punto de ser atacada por los indios

Reestableciendo la comunicación

«Lo que les voy a contar pasó exactamente como lo van a ver. La única diferencia es que aquí, cuando los apaches hablan, lo hacen en nuestro propio idioma». Así nos introducía la voz en off de James Stewart en Flecha rota, justificando de forma entrañable que tanto apaches como rostros pálidos hablaran en inglés, y estableciendo desde el principio el propósito conciliador de esta película de Delmer Daves con la que los años 50 eran inaugurados. La década previa se había plegado al insultante retrato de La diligencia, y aunque Flecha rota no dudara en utilizar a un actor blanco para el protagonista Cochise (Jeff Chandler, nominado al Oscar), claramente había una intención rupturista.

Esta mala conciencia podía deberse a la energía que entonces recababan los movimientos en pos de los derechos de los indígenas (el Congreso Nacional de los Indios Americanos se había fundado en el 44) y las inmediaciones del red power, pero también a la propia naturaleza del western. Para María Dolores Clemente es fácil acotar la satisfacción (caucásica) que produce asistir a la derrota de los nativos: «Las guerras contra hordas innumerables de indios terribles, que en realidad nunca existieron como tales, provocan una suerte de conciencia nacional que hace observar con orgullo a los antepasados: hombres duros y resistentes que se enfrentaron a una región salvaje llena de habitantes hostiles».

El orgullo del que habla Clemente tiene raigambre religiosa, conectada con el protestantismo de tanto pábulo en EE.UU. y la exaltación que le es propia de las virtudes del individuo. Esto lleva al «destino manifiesto» y a toda una escuela filosófica llamada (sin que se les caiga la cara de vergüenza) «excepcionalismo estadounidense», por la gracia de Dios. «...quien, no obstante, no daba facilidades, y colonos y pioneros debían mostrar su valor enfrentándose y dominando a una Naturaleza hostil».

¿Y quién representa esa naturaleza hostil? Exacto, los pueblos originarios. Una posible definición de western nos lleva a un género siempre protagonizado por hombres en contacto con la naturaleza, tratando de preservar la dignidad frente a ella. Con lo que la noción de «progreso», que bien puede alejarnos del estado natural, deviene ambivalente y afecta al carácter de los indios ficticios. «Dependiendo de cómo se conciba el progreso habrá una imagen positiva o negativa de la superación de un estadio primitivo», concluye Clemente. Así que los indios podrán ser antepasados malévolos, o adalides de una naturaleza bucólica.

El western clásico nació para reparar el trauma de la Guerra de Secesión (como había pasado también en la realidad, pues los soldados confederados se reubicaron en filas unionistas para combatir las tribus), pero su propio avance, y la considerable dosis de nostalgia en su articulación, obligó a que el género cayera en una contradicción constante. El ferrocarril pasó a ser un símbolo de progreso que amenazaba el modo de vida del cowboy con la llegada de la civilización. Y como el cowboy era el gran galán cinematográfico, y de pronto tenía más cosas en común con los indios, el retrato de estos hubo de cambiar.

Jeff Chandler como Cochise en 'Flecha rota'
Jeff Chandler como Cochise en 'Flecha rota'

Ocurrió bastante pronto. Flecha rota se estrenaba el mismo año que La puerta del diablo de Anthony Mann, donde un indio que había luchado por el norte en la guerra lidiaba con las penurias de su pueblo, y se acumularon las ficciones que nos permitían conocer de cerca estas tribus, generalmente por un blanco que ingresaba en sus filas y comprendía que eso era mucho más deseable que el progreso inminente. Howard Hawks lo planteó así en Río de sangre, o Samuel Fuller en Yuma.

Hasta Disney se unió a estas invectivas, con Fulgor en la espesura o Tonka en la última batalla del general Custer, donde las peripecias de un caballo servían para poner en solfa el carácter sanguinario del general homónimo (muerto en la famosísima batalla de Little Big Horn). John Ford también mostró propósito de enmienda, pero lo hizo de un modo más interesante: en lugar de suscribir coordenadas tajantes de naturaleza/progreso, quiso destacar el carácter falsario del western que él mismo había proyectado con La diligencia, y denunciar el dispositivo de fabulación irresponsable que conformaba el género.

Fotograma de 'El gran combate'
Fotograma de 'El gran combate'

De ahí sale la frase de El hombre que mató a Liberty Valance («Imprime la leyenda»), así como El gran combate (perezosa traducción para el bello título original, Cheyenne Autumn), donde narraba con gran sensibilidad el periplo de los cheyennes. El gran combate evidenciaba que la neurosis naturalista del western suponía un callejón sin salida, de modo que a este no le quedaba otra que entrar en su fase «crepuscular» y dar cobijo a las aproximaciones fetichistas que llegaban del extranjero. Sergio Leone con el spaghetti western a la cabeza.

El western crepuscular podía tener preocupaciones análogas al férreo sentido moral de Delmer Daves, pero también estaba tan sepultado por una iconicidad que se devoraba a sí misma que se volvía cínico: lo peor que le puede pasar al western. Pequeño gran hombre, protagonizada en 1970 por Dustin Hoffman, proponía un repaso tragicómico de los grandes hitos de la tradición western, y aun cuando mostraba una sobria preocupación por el genocidio nativo americano (por ahí volvía a andar Custer incordiando), esta era ahogada por la farsa, y la autoconsciencia fatal de que el western perdía relevancia a pasos agigantados.

En 1970 Pequeño gran hombre coincidía con otros westerns: Un hombre llamado Caballo, como el film de Arthur Penn, se centraba en un blanco criado por indios (asumiendo que esta perspectiva seguía siendo la única posible). Soldado azul nos entregaba una imagen potente: un jefe indio cabalgando a la batalla con una bandera blanca en el mismo mástil que la bandera de los EE.UU. Cada película, a su modo, asumía que la batalla estaba perdida. Que el western no podía seguirle el ritmo a su época.

Fotograma de 'Soldado azul'
Fotograma de 'Soldado azul'

Follow the money

El western siempre fue un relato con el que los EE.UU. se entendieron a sí mismos como nación. Un relato unívoco, grandioso y triunfal, que por fuerza iba a tambalearse si surgían relatos alternativos de fuerza análoga. Por eso no es casual que las tensiones internas del género fueran haciéndose notar llegados los años 50 y 60: en plena ebullición de los movimientos por los derechos civiles cada vez era más difícil defender el heroísmo de los vencedores. Pues un nuevo relato les otorgaba otro carácter: el de opresores y genocidas.

No es que eso significara un gran avance para la representación de nativos en pantalla. Hasta que estos fueran encarnados por nativos reales gente como Burt Lancaster, Rock Hudson o Elvis Presley colorearon su piel y se pusieron las cintas. Tardaron aún más en aparecer hablando su propio idioma. Al mismo tiempo, la preocupación social no llevaría necesariamente a que sus papeles tuvieran agencia narrativa, vistos ahora como víctimas desvalidas o garantes de una naturaleza agónica. Es decir, como los buenos salvajes de Rousseau, a quienes un salvador blanco (Kevin Costner en Bailando con lobos) siempre venía bien.

El western da para lo que da, la subjetividad blanca estadounidense da para lo que da, y ni el mismo Scorsese con toda su buena voluntad ha podido resistirse a aumentar el papel de Leonardo DiCaprio en Los asesinos de la luna en detrimento de la mujer Osage que encarna Lily Gladstone. Hay que aceptar sus carencias y celebrar cuando toque avances verdaderamente significativos en este campo (por ejemplo la figura de Chris Eyre, que teniendo ascendencia cheyenne y arapahoe lleva dirigiendo sus propias aproximaciones a la experiencia nativa desde finales de los 90), al tiempo que intentar valorar avances más sutiles.

Otra cosa que siempre ha pasado con el western es que se le ha usado como metáfora para cuestiones actuales. Ya se sabe: Solo ante el peligro o El valle del fugitivo reflejando la caza de brujas (El viaje del fugitivo equiparando a los comunistas con los nativos). El western puede servir como espejo de cualquier drama pasado o presente, y en 1961 llegaba a servir como una Arcadia cinematográfica para los destinos truncados de Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift en Vidas rebeldes. Un western que se ambientaba en la actualidad, como Los valientes andan solos con Kirk Douglas, para presentar a personajes inadaptados.

¿Y a qué no se podían adaptar? Pues a ese progreso: Kirk Douglas prefería seguir huyendo de la civilización a caballo. Constituía un derivado lógico de lo que entonces estaba ocurriendo en el género, y al mismo tiempo resultaba un enfoque ingentemente prometedor. Pues a la hora de sancionar un modo de vida determinado por oposición a diversas injusticias se podía acceder, dando un rodeo, a las injusticias concretas y ostensibles que se habían dado durante la conquista del Oeste. Los 70, tan dados a la desmitificación y a la incertidumbre, suponían una época idónea, pero esta estrategia nunca ha perdido pábulo.

Fotograma de 'Meek's Cutoff'
Fotograma de 'Meek's Cutoff'

Entrado el siglo XXI, Los hermanos Sisters o Meek’s Cutoff no son westerns revisionistas o crepusculares, siquiera «culpables». Son westerns críticos, incluso antiamericanos diríamos malévolamente. Pues sus ficciones atentan frontalmente contra la ideología western, que al fin y al cabo es la misma que cimenta la imagen de EE.UU. como nación, y se burlan agriamente de unos tópicos y conductas que han causado un daño indudable. Estos westerns venían aflorando desde los 70. Uno de ellos incluso había sido capaz de cargarse el Nuevo Hollywood.

La puerta del cielo se basaba en la guerra del condado de Johnson, conflicto de ganaderos y colonos al que le pasaba lo que a Los asesinos de la luna: databa de una época posterior a la conquista del Oeste, en 1892. Como Los asesinos de la luna, también, revelaba los prejuicios y la violencia que habían mediado la libre disposición de la tierra, en torno a un asentamiento de inmigrantes de Europa del Este coaccionados por un poderoso gremio de empresarios. Y seguía siendo un western.

Dos años antes, en 1978, Alan J. Pakula había visto lógico que Llega un jinete libre y salvaje, ambientado durante la Segunda Guerra Mundial, fuera su siguiente film tras Todos los hombres del presidente. Al fin y al cabo ambos examinaban los tentáculos del poder, pero Llega un jinete participaba directamente de la iconografía western al centrarse en unos terratenientes cuyas cuitas eran trascendidas por los magnates del petróleo. El petróleo nos devuelve a las motivaciones de Los asesinos de la luna, pero el esquema era el mismo que Hasta que llegó su hora (el spaghetti western que les habría gustado dirigir a los estadounidenses). Solo que cambiando las fechas y los pozos petrolíferos por el ferrocarril.

Porque al final la cosa no iba de naturaleza contra progreso, sino de (como todo en este mundo) capital. El western tardó en entenderlo, pero lo entendió como lo entendía Nancy Isenberg cuando publicó su libro White Trash en 2020, rastreando la genealogía de la escoria blanca y demostrando que esta es consustancial a la fundación de EE.UU. Isenberg sostenía, así, que la mitificada conquista del Oeste nunca fue tan libre y tan indómita como el cine nos hizo creer: los pioneros y los cowboys atravesaron grandes dificultades, y estas eran mucho más complejas que el acoso de los indios o la instalación de líneas de ferrocarril.

James Caan y Jane Fonda en 'Llega un jinete libre y salvaje'
James Caan y Jane Fonda en 'Llega un jinete libre y salvaje'

«A lo largo de la historia, los estadounidenses han confundido invariablemente la movilidad social con la movilidad física», escribe Isenberg. La conquista del Oeste, dejando las guerras indias de lado, se fue resolviendo con el desplazamiento de los colonos y sus asentamientos, pero el valor de esos recursos nunca llegó a pertenecerles del todo. «El sistema de clases se extendió por todo el territorio, y eran los todopoderosos especuladores quienes se encargaban de controlar que las tierras de mayor calidad llegaran a los ricos. También eran ellos los encargados de obligar al ocupante ilegal pobre a abandonar su parcela».

El western crítico no se reduce, por tanto, a tomar conciencia del genocidio nativo americano (o, como puede haber hecho también Kelly Reichardt, a cuestionar una determinada expresión de masculinidad). Va más allá: amplía el compendio de víctimas y desmonta las mentiras que el país se ha contado a sí mismo. EE.UU. nunca fue la tierra de las oportunidades, ni mucho menos pudo garantizar un sueño americano más allá de eso, de los sueños. Los asesinos de la luna viene a constatar que el western sigue siendo la mejor forma de explicar toda esta miseria.

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