"Alright, alright, alright": 30 años de 'Movida del 76', el manifiesto antigeneracional de Richard Linklater

La película de 1993 se remontaba dos décadas antes de su estreno para toparse con un reparto de lo más prometedor: de Ben Affleck a Matthew McConaughey pasando por Milla Jovovich.
Matthew McConaughey lidera el reparto de 'Movida del 76'
Matthew McConaughey lidera el reparto de 'Movida del 76'
Universal
Matthew McConaughey lidera el reparto de 'Movida del 76'

¿Es posible dar con una aritmética del ciclo nostálgico? Parece que son necesarias dos décadas para empezar a sentir morriña por una época previa. Los años 70 se volvieron a los 50 (Grease) y los 80 a los 60 (Peggy Sue se casó), mientras que a lo largo de los 2000 la nostalgia ochentera se confundió con la noventera para que hoy, en 2023, podamos mirar con cariño algo como Aquí no hay quien viva. Movida del 76, en 1993 (hace 30 años) hacía esto con los 70, ya desde el título castellano que adaptaba Dazed and Confused. Uno de los personajes teorizaba sobre esto.

«Es la teoría de las décadas», explicaba Cynthia (Marisa Ribisi). «Los 50 fueron aburridos, los 60 molaron, los 70 obviamente apestan así que quizá los 80 sean radicales». Esto lo sugería sin mucha convicción, poco antes de ir a la universidad. «Tendremos 20 años y pensaremos ‘bueno, podría ser peor’». Quizá Richard Linklater puso ese diálogo en su boca porque él en efecto vivió los 80, y no fueron exactamente radicales. En los 80 la cultura pop se consolidó junto al capitalismo tardío, lo que en primera instancia condujo a una iconografía chillona y hortera, totalmente dependiente de la nostalgia, y en segunda a una bonanza económica que (en teoría) marcaba la experiencia de Linklater entrados los 90.

Al fin y al cabo, Linklater pertenece a la Generación X. Tenía 33 años cuando dirigió Movida del 76 y 16 años durante el 76: la misma edad que la mayoría de los personajes de la película. Por mucho que quisiera volver a sus años de instituto, Linklater estaba definido por su presente, dejando que este contagiara su obra y, por tanto, que los rasgos habitualmente atribuidos a la Generación X se trasladaran a la ficción. Es lo que parece en un vistazo superficial. La Generación X era escéptica, despolitizada y hedonista. Resultaba fácil reconocerla con el rostro de Matthew McConaughey como Wooderson pero, ¿era así del todo? ¿Se estaba limitando Linklater a ser la voz emporrada de su generación?

Todo (no) nos importa una mierda

Al periodista Chuck Klosterman le encargaron escribir el prólogo a la edición Criterion de 2006, asegurando que las veces que había visto Movida del 76 solo las superaban las veces que había visto Slacker. Más tarde, en su libro Los 90, cuestionaba los tópicos que definían la Generación X: «En los 90 se produjo la expansión económica más larga de la historia de EE.UU. Como consecuencia, la época de la Generación X se recuerda casi exclusivamente como una experiencia socioeconómica».

«Es habitual clasificar la languidez sardónica de la Generación X como un producto del privilegio, dando por supuesto que todo distanciamiento político solo puede proceder de personas que no tienen que preocuparse por el dinero». Klosterman defiende que esta es una comprensión errónea de la historia, y recuerda que la prosperidad no llegó hasta bien entrada la década, apenas pudiéndose beneficiar de ella los adultos jóvenes. Afirma, por tanto, que la imagen de la Generación X fue solo eso, una imagen: una construcción cultural que por ser simultánea al transcurso de la década acabó tomando el cariz de una hiperstición. Una profecía autocumplida, transmitida por obras como Bocados de realidad.

Ethan Hawke y Winona Ryder en 'Bocados de realidad'
Ethan Hawke y Winona Ryder en 'Bocados de realidad'

Esta película de 1994 presentaba a Ethan Hawke (un año después convertido en colaborador asiduo de Linklater con Antes del amanecer) como el prototipo X, a un nivel caricaturesco pero lo bastante atractivo para que los contemporáneos aceptaran un parentesco. Y aún así todo era pose; para hacerse una idea más amplia del zeitgeist Klosterman recomienda detenerse en las preocupaciones ostensibles, que generaron discurso o episodios transversalmente traumáticos. Ahí entraría tanto el suicidio de Kurt Cobain tras expresar su inquietud por aquello en lo que se estaba convirtiendo Nirvana, o las alertas de David Foster Wallace contra el cinismo promulgando la Nueva Sinceridad.

Ambas cuestiones se pueden agrupar en algo genérico a la vez que alejado de la brocha gorda con la que se dibujó el retrato de la Generación X. «El objetivo era distanciarse emocional e intelectualmente de una sociedad establecida sin nada interesante que ofrecer», escribe Klosterman, puede que refiriéndose a la sociedad de consumo y las mutaciones neoliberales. Asumiendo que, en efecto y fuera cual fuera su proyección política, se promulgaba un «distanciamiento», aquí sí sería sencillo encuadrar a Richard Linklater. Y con tal energía como para que su cine, aún joven, pudiera contribuir a una cierta determinación generacional.

El hombre de Texas

El surgimiento de Linklater fue vital para el cine independiente de los años 90. Luego de llamar la atención con su debut de 1988, It’s Impossible to Learn to Plow by Reading Books, fue Slacker la piedra de toque (quizá junto a Sexo, mentiras y cintas de vídeo de Steven Soderbergh). Su desaliño y su hincapié en el diálogo meditabundo daría alas en 1994 al cine de Kevin Smith, mientras la palpitante cinefilia (aun sin necesitar citas explícitas) emparentaría la Austin Film Society que Linklater había fundado en Texas hacia 1985 con el videoclub donde Quentin Tarantino soñaba con recrear sus escenas favoritas.

Richard Linklater
Richard Linklater

Slacker dio tanto que hablar como para que todo un estudio de Hollywood, Universal, quisiera producir lo siguiente de Linklater. A la hora de elegir reparto, este cineasta también se las apañó para ser generacional. Parker Posey, Anthony Rapp, Milla Jovovich, Ben Affleck, Joey Lauren Adams (estos dos últimos luego formarían parte de la tribu de Kevin Smith) y por supuesto McConaughey como Wooderson: todos tendrían una sólida carrera más allá de esa Movida del 76 que los daba a conocer, con Linklater como orgulloso descubridor de talentos.

El planteamiento, en sí mismo, descansaba tanto sobre la memoria de Linklater como sobre su cinefilia: todo recordaba a American Graffiti de George Lucas. Este clásico de los 70 se remontaba a dos décadas antes, a los últimos días de instituto de un grupo de personajes, y sobre estos personajes uno, el de McConaughey, tenía la misma energía que aquella fortuita aparición de Harrison Ford en el coche. McConaughey era otra estrella en ciernes, y se las apañó para que su sola presentación en Movida del 76 fuera una de sus escenas más memorables.

Nos referimos, claro, a ese «Alright, alright, alright» que le introduce en pantalla. Y que fue improvisado. McConaughey estaba muy nervioso con su entrada y se le ocurrió mientras esperaba a rodar que a un tipo como Wooderson le importaban cuatro cosas: su coche, colocarse, el rock and roll y las chicas. Cada cosa, un «alright». «Justo en ese momento escuché ‘acción’ y pensé ‘bueno, Wooderson tiene tres de esas cuatro cosas, vamos a por la cuarta’», explicaba años después. La escena quedó así, como ejemplo de un rodaje que había sido extremadamente relajado.

En 2020 Melissa Maerz publicó la historia oral de Movida del 76 (utilizando los «alright» como título), y todos los actores contactados coincidían en que rodar la película había sido como un campamento de verano. Su recuerdo de aquellos julio y agosto de 1992 estaba marcado por las fiestas, las borracheras y la luminosa complicidad de Linklater, que les animaba a incorporar los detalles que quisieran a sus personajes, o incluso a cambiar de papel si no les terminaba de gustar. Solo se vislumbraron dos puntos negativos: nadie se llevaba bien con Shawn Andrews (Prickford, el chaval cuya fiesta es cancelada a mitad de la película), y tampoco lidiaban bien con la intromisión de los productores.

Universal había permitido a Linklater traerse a algunos miembros del equipo de Slacker, incluyendo al director de fotografía Lee Daniels. La major era consciente del tirón cultural que había tenido aquella película y quería emular su impacto, pero hasta cierto punto. La propuesta de Linklater de difuminar todo lo posible el argumento no fue, sin embargo, tan criticada como la ausencia de desnudos: Universal quería que hubiera sexo más allá de las palabrotas y las drogas, y Linklater fue esquivando hábilmente esta exigencia. Ayudó mucho el ánimo colectivo que instauró entre el reparto, forjando un «nosotros contra ellos».

Siempre sereno, Linklater luchaba por mantener la autenticidad. Por no venderse. Y, al hacerlo mientras Nevermind sonaba en la radio, se constituía así y pese a todo un perfecto abanderado de la Generación X

Dispersión

Sobre los encuentros que conformaban Slacker Carlos Losilla escribe que «no son improductivos en un sentido convencional, sino que dejan huella y provocan pensamiento: un pensamiento desestructurado». «El único posible en la contemporaneidad», deduce, para postular a Linklater como pensador anárquico y cineasta líquido (o mutante). Para este director, «la única manera de luchar contra el sistema sería dispersarse, rechazar la misma noción de sistema», y es una tesis que define de cabo a rabo una película tan tranquila, en principio feel good, como Movida del 76.

Movida del 76 se desarrolla durante el último día de curso de un instituto de Austin. La escritura de Linklater presta atención a varios estratos de este instituto, fijando dos hitos en la jornada como serían las brutales novatadas de cara al curso próximo (que sufren chavales y chavalas) y una fiesta a las afueras, en torno a una torre de agua. Hay múltiples líneas narrativas pero destacan las protagonizadas por Mitch (Wiley Wiggins) y Pink (Jason London). Una alude a la llegada de la madurez entre amoríos y primeros coqueteos con las drogas o el vandalismo, mientras que otra refleja el lado ominoso de esa supuesta madurez.

El último día de clase
El último día de clase
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A Pink, promesa del deporte, el entrenador le ha exigido que firme un contrato según el cual tendrá que pasarse todo el verano sin caer en ningún vicio, preparándose exquisitamente para el curso siguiente y optar a una carrera universitaria. Por supuesto no es algo que le haga ilusión, y el malestar se abre paso periódicamente en sus interacciones hasta decidir que no firmará. Que prefiere no pensar en su futuro en esos términos. Algo que enlaza con otra escena muy celebrada del film, cuando Mike (Adam Goldberg) dice que se ha dado cuenta de que no quiere estudiar Derecho, y prefiere «¡bailar!».

Esta división entre las partes que componen Movida del 76 es algo capciosa, pues ni Pink y Mitch son protagonistas estrictos, ni sus trayectorias tienen un tono unívoco. Las aventuras de Mitch, por ejemplo, están siempre acechadas por un abusón (el O’Bannion de Ben Affleck) obsesionado con pegarle una paliza a él y a sus imberbes amigos a modo de novatada alargada. Algo que conseguirá, en una escena de gran violencia bully… que Linklater rueda a modo de videoclip. Sonando el No More Mr. Nice Guy de Alice Cooper minutos después de que su School’s Out también irrumpiera en el soundtrack. Casi con desapego, con ironía.

Le hacemos flaco favor a Movida del 76 si la estudiamos como una narración convencional, estableciendo que los protagonistas atraviesan un arco y que a través de ese arco confluyen temáticas que le importen a Linklater. La magia de la película es que no es así, porque tampoco hay un especial interés por identificar estas cuestiones. Lo explica bien Cristina Álvarez López: «Movida del 76 tiene la gracia de no acentuar nunca nada, de no detenerse para enfatizar la gravedad de un momento ni para subrayar la belleza de un plano. Todo es ligero y flotante». La película se limita a fluir, y sus mayores cargas de significado son obtenidas por el carisma inexplicable de los personajes o las yuxtaposiciones irónicas.

Linklater entiende la adolescencia como la etapa de indefinición por antonomasia (donde todo es posible o nada lo es), donde se acumulan las contradicciones y los deseos abstractos, y de ahí que en los primeros minutos se permita encadenar el diálogo de varias chicas probando una aproximación feminista a La isla de Gilligan, con el posterior guantazo en el culo que sufre una de ellas sumisamente a manos de uno de los macarras de la clase. Movida del 76 se crece en los equívocos, en desafiar las certezas, y en definitiva en la negativa de cualquier tipo de relato.

Como podría ser, mismamente, la jerarquía que rige cualquier instituto. A medida que avanza el metraje los novatos se vengarán de O’Bannion, la intelectual caerá rendida a los encantos del tipo más tonto y menos adecuado para ella (el mágico coqueteo entre Marisa Ribisi y McConaughey), el novato disfrutón (Mitch) se enrollará con una chica de curso avanzado, y un empollón talludito se enamorará de una novata luego de que esta le haya pedido que se case con él durante la proverbial novatada. Y al final Pink, en vez de firmar el dichoso contrato, optará por ir con sus amigos a comprar entradas para el concierto de Aerosmith.

La escritura de Movida del 76 es una que quiere escapar. Se resiste a la narrativización, a asumir cualquier tipo de estructura como algo cerrado. Es una película que no solo se conforma con «estar», sino que lucha por su derecho a ello, sacudiendo supuestos y enfrentándose finalmente a su propia categoría de obra «de memorias». Hasta esa escena climática en el campo de fútbol, era razonable pensar que la mirada de Linklater estaba marcada por el cariño y la fabulación. Pink nos recuerda entonces que no es así exactamente: «Si algún día hablo de estos como los mejores años de mi vida, recordadme que me pegue un tiro», dice quien podríamos suponer que es el álter ego de Linklater. O no.

Ben Affleck es el odioso O'Bannion
Ben Affleck es el odioso O'Bannion
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Volviendo a la torre de agua

Así que afrontemos la gran pregunta: ¿es Movida del 76 una película nostálgica? La afloración de temazos hard rock de la época y la esencial bondad de todo lo mostrado probarían que sí, pero el caso es que la nostalgia tiene una cierta vocación trascendente. Si alguien se vuelca en ella, es porque en parte busca impugnar su día a día, y la nostalgia ha de desvelarse como el anverso de una angustia generacional. La supuesta apatía de la Generación X, marcada por un eterno presente, no correspondería a ella, pero sí lo haría tres años después de Movida del 76 otra película de Linklater, SubUrbia. Que, con su gravedad y dramatismo exacerbado, bien podría ser el negativo de Movida del 76.

Este tipo de nostalgia febril, marcada por una angustia íntima que de una forma mecánica provoca el repliegue en el fetichismo, resultaría tener gran pábulo en los 90. Quentin Tarantino, fan acérrimo de Movida del 76, es un cineasta dado al fetiche, y este fetichismo recorre igualmente el cine de otro pope noventero como Smith (desesperado por anclarse en una expresión tan evidente del capitalismo tardío como los centros comerciales), para ya finalizando la década vivir una eclosión con Alta fidelidad. Pero Movida del 76 apenas posee nada de ese fetichismo. Lo que no le impedirá ser influyente de todos modos.

Al fin y al cabo los 70 estaban de moda en los años 90. Habían pasado los años suficientes, había suficientes razones como para que el inconsciente popular vinculara estas dos décadas (la común creencia colectiva de que las grandes luchas habían pasado y que por lo tanto no quedaba ningún futuro), así que tenía que nacer algo como Aquellos maravillosos 70. Empezó a emitirse en 1998, y su referente era Movida del 76 al punto del plagio. Wooderson pasaba a ser Michael Kelso (Ashton Kutcher), había una torre de agua, los capítulos se titulaban como hits de la época al igual que Linklater había llamado a su película como un tema de Led Zeppelin.

Aquellos maravillosos 70 era (es, pues tuvo reboot noventero gracias al cálido recuerdo de la audiencia) una sitcom fetichista, que se regodeaba en el vestuario, los escenarios cartón-piedra e incluso tenía cortinillas psicodélicas. Había una sensación de artificio que no sepultaba del todo la filosofía de Linklater (retomaba, por ejemplo, ese descuido levemente mezquino en las relaciones afectivas, tan distinto de los bondadosos protagonistas de Friends), pero que sí empaquetaba un sentir popular y se vestía con los ropajes de la nostalgia para alcanzar un atractivo incombustible, fuera cual fuera nuestra relación con la época.

¿Qué fue de Linklater entretanto? Pues podríamos decir que se ha mantenido ajeno a estas neurosis coyunturales, fiel a sus principios dispersos. Apolo 10 ½ es su aportación a la moda de las autoficciones de directores, y resulta ser una que niega cualquier valor testimonial desde la misma decisión de usar su amada animación por rotoscopia, capaz de sumirlo todo en un plano intermedio y sí, líquido. El problema es que, antes de eso, Linklater había rodado una secuela de Movida del 76.

El mismo director presentó Todos queremos algo en 2016 como la «secuela espiritual» de su clásico noventero. Jordi Costa considera, sin embargo, que más bien es una «desviación o antítesis». «Entre otras cosas, porque desde la primera imagen queda claro que en esta ocasión la tecla de la nostalgia sí ha sido pulsada premeditadamente: no hay aquí objeto, camiseta o bigote que no sea, al mismo tiempo, fetiche y autoconsciente máquina del tiempo». Todos queremos algo es una película sin tensiones, un lugar seguro en el más riguroso sentido de la expresión, donde Linklater aparenta haber detenido su vagabundeo.

Se ve claro en la decisión de que todos los protagonistas pertenezcan a un mismo grupo social (hombres, guapos y deportistas), así como en sus rituales masculinos y en el confortable espacio que la película les otorga. De vez en cuando hay alguna fuga que remite al afán distraído de Movida del 76, claro. Está la genial idea de que el protagonista (Blake Jenner) atraviese las fiestas de hasta tres tribus urbanas, modificando indumentaria y actitud según la fiesta. O sobre todo los claroscuros que rodean su firmeza al participar del deporte universitario, que presentarían a un Pink mayor, ya plenamente alienado.

Fotograma de 'Todos queremos algo'
Fotograma de 'Todos queremos algo'
Paramount

Pero la conformidad con el estado de las cosas es lo que impera. El malestar generacional parece haberse apaciguado: quizá porque Linklater es mayor y ha encontrado lo que cree que es su lugar (defraudando a quienes pensábamos que ese lugar no tenía por qué existir), o porque simplemente son otros tiempos. La conclusión vendría a ser la misma: la nostalgia que hoy sentimos por Movida del 76 se extrae de ser una película de la que es imposible sentir nostalgia alguna. 

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