Festival D'A

‘El maestro jardinero’: Y el amor lo puso todo patas arriba en el D’A Film Fest

Llega al D’A Film Fest de Barcelona la última entrega de la trilogía de la redención de Paul Schrader, película que narra la floración de un espinoso romance entre Joel Edgerton y Quintessa Swindell
'El maestro jardinero', de Paul Schrader.
'El maestro jardinero', de Paul Schrader.
Cinemanía
'El maestro jardinero', de Paul Schrader.

Lo primero que vemos en El maestro jardinero, la última película de Paul Schrader [presentada en el D'A Film Fest de Barcelona 2023], tras los créditos, es a un hombre escribiendo, sentado a una mesa tenuemente iluminada, en la esquina de una habitación. A poco que se hayan visto las dos entregas anteriores de lo que se ha dado en llamar la “trilogía de la redención” del cineasta norteamericano, la imagen resultará familiar: se trata de alguien que, consumido por las culpas que arrastra, ha decidido renunciar al mundo. Antes fueron Ethan Hawke y Oscar Isaac; aquí es Joel Edgerton, adusto, marcial, sus facciones nunca se contraen más de la cuenta.

Tanto El reverendo como El contador de cartas tenían ese discurrir, digamos, letárgico. Quizá porque los días de alguien que se ha quedado solo tienen que estar forzosamente revestidos de cierto extrañamiento. “Llega un momento en la vida en que todo parece un sueño, y solo aquellas cosas preservadas en la escritura tienen alguna posibilidad de ser reales”, escribió James Salter, y ahí tenemos a Narvel Roth (Edgerton), consignando, cada vez con menos convicción, sus quehaceres y sus saberes sobre jardinería. Roth se encarga de los jardines de Norma Haverhill (Sigourney Weaver), la aristócrata que lo mantiene.

En El maestro jardinero la sensación de cuasi irrealidad, por más que Roth reivindique nuestro vínculo con la tierra, es aún mayor que en las películas precedentes: la finca Haverhill, con sus jardines y edificios adosados, bien podría ser la antesala del infierno, aunque tenga un cancerbero tan apacible como Porchdog (literalmente: perro de porche). Este orden, que no deja de ser un mero refugio pulcramente delimitado para quienes no quieren ensuciarse con las iniquidades de la vida, se verá alterado por la llegada de Maya (Quintessa Swindell), una nieta de la señora de la casa, quien se la encomendará a Roth como aprendiz.

Discúlpenme, porque no sé si los ritmos sosegados y los plácidos anocheceres de la película de Schrader están amodorrando también mi escritura. El caso es que, sobre el papel, la historia de un jardinero con pasado nazi que reconecta con el mundo gracias a una mujer joven puede sonar manida, vulgar. Y es cierto que el director de Aflicción nos ha servido ya unas cuantas veces, con variaciones, el mismo plato de la redención. Otro maestro del reinventarse desde la variación es Hong Sang-soo, de quien estos días podremos ver en el D’A Walk up. Puede que sea precisamente por eso por lo que nos gustan las películas de ambos: por su apego a determinados temas y también a un método que distingue sus obras del grueso de la producción convencional.

Aquí, las lecciones sobre horticultura pueden llegar a sonar algo relamidas –y quienes frecuentamos el cine de vanguardia hemos visto flores filmadas con mucho más arrojo– pero, desde el momento en que Schrader cierra lentamente el plano sobre el rostro de Swindell, cuando su maestro les está pidiendo a ella y a los demás empleados que besen la tierra con la que van a trabajar, intuimos que van a suceder más cosas en la película. Más adelante, justo antes de un punto de inflexión clave para su personaje, la veremos de pie en una habitación de motel, en silencio, mientras la luz que entra por los intersticios de la ventana recorre su cuerpo.

Son instantes como estos los que dan aire al itinerario trazado por el cineasta, que como en los otros dos filmes de la trilogía, incluye una catarsis emocional, un estallido de dicha que parece liberar a sus protagonistas. Queda por preguntarse, a propósito de esta película no exenta de contradicciones, si el calvinista Schrader no estará sugiriendo también, mostrándonos ese universo cerrado e impoluto de los Haverhill, que los verdaderos dioses del mundo, al menos aquellos a los que podemos ver y oír, son señoras apolilladas que en ocasiones se visten de rojo y guardan la Luger de su padre en un cajón.

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