La trilogía de 'Indiana Jones' nos enseñó hasta qué punto el cine puede proporcionar placer

Siguen siendo tres películas fascinantes, también si se analizan en el marco de la filmografía de Spielberg.
Harrison Ford es Indiana Jones
Harrison Ford es Indiana Jones
Harrison Ford es Indiana Jones

Quizá no sea Los Fabelman el mejor exponente de la moda de los autores autorreflexivos. Pero sí es el que más claramente se desarrolla cual sesión de psicoanálisis, con el paciente introduciéndonos en su flujo de conciencia para encadenar recuerdos ahogados por contradicciones que exhibe con llana desnudez. El joven Spielberg decide agujerear el celuloide para generar un efecto especial y que los disparos de su película no parezcan tan falsos. Reacciona a la falsedad con más falsedad. Y luego se pregunta, al presentar al matón de la clase en un documental como si fuera un héroe, por qué lo ha hecho. Si por venganza, para incomodar a quien le ha maltratado, o solo porque quedaría bien.

En Los Fabelman Spielberg es ese timorato hombre judío sentado de espaldas en el diván que la cultura pop ha convertido en un chiste. Pero lo que surge de esas sesiones es importante, en la medida que las pulsiones de este hombre modularon el cine espectáculo tal y como lo conocemos. Los Fabelman nos comunica con la aparición de una subjetividad blockbuster, que durante la búsqueda de esa catarsis (fundamental en todo proceso psicoanalítico) muestra tanto el gozo inabarcable que puede llegar a proveer, como sus carencias a la hora de intervenir políticamente en la sociedad mediante el espectáculo.

Fotograma de 'Los Fabelman'
Fotograma de 'Los Fabelman'
Universal Pictures

Por eso Spielberg es un pésimo cineasta político. Para él, el cine entendido como ilusionismo es la medida de todas las cosas. Es incapaz de operar sin la seguridad de que una reacción violenta del público le bendecirá, y así tenemos pasajes tan vergonzosos en su frivolidad como el ejercicio de suspense sobre qué saldrá de las duchas de La lista de Schindler, el montaje sexo-atentado en Munich, o gran parte de El imperio del sol. En todas estas películas dramáticas, académicas, hay una querencia por que se le tome en serio fuera de los trucos, con el problema de que Spielberg no tiene otra cosa que darnos que eso. Trucos.

La trilogía original de Indiana Jones es clave en su filmografía porque a lo largo de su desarrollo Spielberg va acercándose a esta encrucijada, y lo hace de la mano de los mejores trucos que diseñó jamás.

Steven Spielberg y Harrison Ford en el rodaje de 'El templo maldito'
Steven Spielberg y Harrison Ford en el rodaje de 'El templo maldito'

La adolescencia perpetua

Fernanda Solórzano describe el cine de Spielberg en función al «desahogo sin tomar partido». Su libro Misterios de la sala oscura, donde analiza pormenorizadamente el contexto y relevancia de varios clásicos de la historia del cine, cuenta con un capítulo muy lúcido sobre Tiburón o, lo que es lo mismo, sobre el nacimiento del blockbuster en 1975. «Los años 70 conducirían a hordas de desencantados hacia a un choque irremediable con el lado oscuro de la realidad. Los adolescentes de aquellos años conciliaron la vida adulta con nuevas formas de preservar un estado de pubertad mental».

«Entre ellas el cine de evasión, que recordaba a las psicoterapias que surgirían en esos años con el fin de liberar a sus pacientes de toda culpabilidad». Solórzano escribía estas palabras, ahondando en «la sensibilidad de una adolescencia perpetua, entronizada por Spielberg», de forma reciente, pero en su día también pudimos leerle preocupaciones parecidas a Jonathan Rosenbaum. En el Chicago Reader, a este reputado crítico no dejaba de llamarle la atención la reacción opuesta que había despertado La última tentación de Cristo de Martin Scorsese frente a Indiana Jones y la última cruzada, estrenadas a finales de los 80.

«Un creyente genuino aunque atribulado como Scorsese levanta ampollas en el mundo religioso por atreverse a expresarse mientras una obra de cínica conveniencia como La última cruzada, que utiliza el cristianismo como Russ Meyer utiliza los pechos grandes, está preparada para ser recibida como un sacramento laico». Rosenbaum aludía al vacuo castillo de fuegos artificiales que Spielberg se disponía a culminar, y a cómo resultaba ser mucho más provechosa la ligereza en el abordaje de motivos religiosos que una auténtica preocupación por los mismos.

Preferimos usar la palabra «ligereza» porque cuesta tachar a Spielberg de cínico, si bien a Rosenbaum no le falta razón al percibir en él una mirada de mayor afinidad con las cifras de taquilla que con hacernos partícipes de algún dilema existencial. Pero esa es la cuestión: dicha afinidad se extrae de la misma génesis del blockbuster. Uno que no nació de barracas de feria o con un claro énfasis experimental (aunque el impulso de los efectos digitales fuera imprescindible de su avance), sino de una regurgitación de referentes conocidos.

Una escena de 'La guerra de las galaxias' con Han Solo y Chewbacca
Una escena de 'La guerra de las galaxias' con Han Solo y Chewbacca
Lucasfilm - Disney

El blockbuster ha sido pastiche desde el principio, implantando desde su mismo origen un distanciamiento en la impresión estética que pueda suscitar: un distanciamiento que en la actualidad deviene trágico por la gran cantidad de capas de significantes que lo median (nostalgia, estudios de mercado, reciclaje desesperado de propiedades intelectuales). Star Wars fue pastiche como también lo fue Indiana Jones; no en vano George Lucas es creador de ambas marcas, e hizo gala de una gran intuición a la hora de poner en pie dos iconografías a las que volver una y otra vez.

Iconografías en las que, por otra parte (y a diferencia del blockbuster hipermediado de nuestros días), no era necesario conocer referentes para disfrutar. Por eso es tan estéril adivinarle los plagios a La guerra de las galaxias: ya sean Flash Gordon o Kurosawa, la diversión que dispensa tiene un sabor distinto, posibilitado por una admirable labor de encaje en nuevos gustos consumidores. El póster de En busca del arca perdida en 1981 tenía como eslogan «El regreso de la gran aventura», y siempre ha parecido de lo más enigmático. Es el debut de Indiana Jones en pantalla, ¿cómo es eso de que «regresa»? Y aun entendiendo que por ahí no van los tiros, ¿a qué «gran aventura» se refiere?

Póster de 1981 de 'En busca del arca perdida'
Póster de 1981 de 'En busca del arca perdida'
Paramount

Básicamente a una «gran aventura» quintaesencial, que irónicamente nunca fue tan grande como cuando regresó. Lucas y Spielberg se basaban en los seriales y películas baratas que habían visto de niños. Ninguno de sus protas (Buck Rogers, Don Winslow, Spy Smasher) es tan famoso como el arqueólogo de Harrison Ford, y esto se debe a una convicción a la hora de actualizar su filosofía lúdica que brilló de forma especial en el primer film. Indiana Jones es tan grande como lo es En busca del arca perdida. Un blockbuster milagroso, el hito que precisaba su época.

Spielberg y Lucas construyeron En busca del arca perdida a partir de escenas molonas que tenían en la cabeza, fruto de una imaginación infantil que invocaba esos referentes manteniendo la magia pero emborronando su escala. Como adolescentes que, confusos, afrontan la llegada de la adultez sin más brújula que su niñez aún reciente. Spielberg y Lucas cogieron a Lawrence Kasdan como guionista para poco más que darle un hilo conductor a todas estas escenas molonas, subordinando su escritura a la música prodigiosa de John Williams y a las ocurrencias que habían ido encadenando durante unas vacaciones en Hawaii.

El personaje de Indy surgió, pues, de una lluvia de ideas a rebufo de recuerdos magnificados y alguna que otra referencia presente (James Bond, el álter ego «Clark Kent» en la universidad, el hecho de que fichar a Ford post-Han Solo definiría forzosamente el carácter de la criatura), y se procedió del mismo modo en todo lo que le rodeaba. Es la razón por la que En busca del arca perdida es pura iconicidad, sin apenas texto colindante que le añada ruido o leve apariencia de querer «contar algo».

Discurre enteramente a través de imágenes fantasiosas, enfatizadas por el virtuosismo de Spielberg y persiguiendo obcecada una evasión que le dé la espalda al mundo y nos transporte a otro donde nociones como la falsedad pierdan cualquier pertinencia. Puro celuloide agujereado.

Más allá del pastiche

Ya había ocurrido con En busca del arca perdida, pero El templo maldito lo exacerbó. Puesto que las referencias de sus películas eran, antes que cualquier cosa, cinéfilas, en la crítica de la época cundió la preocupación por el retrato estereotipado que Spielberg y Lucas hacían de culturas ajenas a la suya, ubicadas en el llamado Tercer Mundo. No es que el atolondramiento de estas descripciones fuera distinto al que emanaba de la presencia de los nazis (concebidos como villanos unidimensionales de tebeo), pero sí se percibía una mezquindad notable más allá del paternalismo blanco, a punto de estallar en esta secuela/precuela.

La cultura hindú ofrece escenarios a El templo maldito pero también chistes malos. Uno fue atacadísimo: Indy, Tapón y Willie en el palacio de Pankot, reunidos para cenar con el gabinete del marajá, frente a un menú muy loco. Serpientes vivas, sopas con ojos, sesos de simio. Roshan Seth, que aquí interpretaba a Chattar La, contó más tarde que con esta escena Spielberg no pretendía describir a los indios como bárbaros, sino como gente avispada con mucho sentido del humor.

«Quería que fuera un chiste: los indios eran tan listos que sabían que los occidentales piensan que los indios comen cucarachas, así que se las sirven. Pero el chiste era demasiado sutil para esa película». Es una anécdota fantástica porque evidencia las limitaciones retóricas de la propuesta de Spielberg: la incapacidad de que Indiana Jones salga de ese torrente de excitación prepúber en función a crítica social o dobles sentidos. A El templo maldito se le suele considerar la peor película de la trilogía no solo por el racismo, sino porque la excitación empieza a toparse con obstáculos al tiempo que es consciente de que estos existen.

Es algo que también se explica por el mal momento personal que pasaban tanto Spielberg como Lucas, teniendo que lidiar con un guion de derribo a cargo de Willard Huyck y Gloria Katz al tiempo que el resentimiento por sus rupturas sentimentales abocaban a un aire entre cruel y obsceno. Puede, sin embargo, que también hallemos una explicación en el estado creativo que atravesaba Spielberg, ya convertido en Rey Midas de Hollywood gracias al inmenso taquillazo de E.T. en 1982.

Fotograma de 'E.T. El extraterrestre'
Fotograma de 'E.T. El extraterrestre'

E.T. era una película muy distinta a En busca del arca perdida. Puede que estimulara emociones análogas, pero los lugares de los que surgían iban más allá de una entusiasta formación cinéfila. La historia de Elliot y su amigo alienígena se ambientaba en un espacio con el magnetismo de En busca del arca perdida (el «espacio Amblin» que recorrerían películas posteriores de la productora de Spielberg, y en instancias mucho más tardías Stranger Things), pero un espacio mediado por un malestar: el hogar roto, la soledad infantil, las difíciles relaciones entre padres e hijos.

Un malestar, este sí, totalmente propio de Spielberg. Y de nadie más. Un malestar que ya se divisaba en Tiburón o Encuentros en la tercera fase y que iba a divisarse igualmente en El templo maldito, aunque aquí oculto entre los préstamos obligados (curiosamente mucho más obvios, saqueando sin rubor tanto Gunga Din como el díptico de Fritz Lang integrado por El tigre de Esnapur y La tumba india). Buceando en ese pastiche, entre los intentos diversos de abstraerse de la neurosis mediante el espectáculo, reencontrábamos ese malestar psicológico.

Y era un reencuentro mayormente feliz: gracias a él Indiana Jones hallaba la hondura dramática de la que carecía Arca perdida, en el vínculo padre-hijo de Indy y Tapón. Pero no todo era tan bonito en ese reencuentro.

Fotograma de 'El templo maldito'
Fotograma de 'El templo maldito'
Paramount

El ombliguismo occidental era más exagerado a causa de él, como más exagerada era la misoginia que conformaba al personaje de Kate Capshaw (luego esposa de Spielberg). Y al mismo tiempo se percibía una desazón, una de las preguntas más angustiosas que puede hacerse alguien: todo esto, ¿para qué? Me he convertido en el Rey Midas, soy Spielberg y todo lo que toco se convierte en oro, ¿pero me hace eso feliz?

Son las preguntas tras las palabras que atormentan a Indy en El templo maldito: «Fortuna y gloria». La sesión de psicoanálisis de Steven Spielberg había comenzado oficialmente.

De aventuras con Freud

En uno de los primeros capítulos de Las aventuras del joven Indiana Jones el protagonista se topa con Sigmund Freud, a quien interpreta Max von Sydow. Es una coincidencia divertida porque Las aventuras del joven Indiana Jones no habría sido posible sin lo visto en Indiana Jones y la última cruzada (en particular ese prólogo protagonizado por River Phoenix como el Indy adolescente), y la sombra del psicoanálisis inunda de cabo a rabo la tercera entrega de la trilogía. No hay más que fijarse en el Henry Jones de Sean Connery como padre de Indy: esas gafas, esa calvicie, esa barba perfilada… ¿no recuerdan al neurólogo judío?

La teoría freudiana está también presente, sin ir más lejos en el citado prólogo. Freud propuso que cada angustia actual nuestra se podía rastrear a la infancia, radicando en ella el origen completo de nuestro ser y en los conflictos que la definieron. Las relaciones paternofiliales acostumbran a ser consustanciales a estos conflictos: la comunicación difícil, la desatención, las expectativas que se depositaron en nosotros… El guion de Jeffrey Boam añadió a la balanza la ausencia de una madre para blindar la «historia de vida» de Indy, tan útil para la terapia, y el fichaje de Connery la convirtió además en un acontecimiento pop.

Porque, ¿qué era Connery sino un epítome de la virilidad al que venía a responder Ford? James Bond fue influencia clara en el diseño del personaje, que Lucas y Spielberg revisaron para añadir matices propios de la «entronización de la adolescencia» de la que hablaba Solórzano. Según estos matices Indiana Jones era más cercano, más vulnerable, más payaso (la costumbre de sonreír de forma estúpida cuando algo se tuerce), y no vestía esmóquines impolutos sino ropajes desechables que acababan hechos un cristo, inundados en sangre y mierda.

No es la dialéctica que sigue La última cruzada, claro. La diferencia entre Henry e Indy acude a otras expresiones de masculinidad (por ejemplo la frialdad cerebral de Henry y su incapacidad para el combate frente a la fuerza bruta y el ingenio de campo de su hijo), y sin embargo el desajuste generacional acude a coordenadas extremadamente reconocibles, que inciden en el abismo comunicativo y la sensación de que Indy nunca podrá ser una persona completa si su padre no le reconoce como tal.

Harrison Ford y Sean Connery
Harrison Ford y Sean Connery
Paramount

La forma de La última cruzada para afrontar este conflicto, tan doloroso y determinante, es la comedia de ritmo screwball. Una vez Connery entra en escena la película de Spielberg se convierte en un festival desternillante sustentado en angustias íntimas, dándose un running gag tan idiosincrático como el que Henry llame a Indy constantemente «Junior». Es algo que puede extraerse del hecho de que Indiana Jones (con la salvedad de su obsesión, en sí misma sintomática, por respetar las reliquias) nunca ha sido un personaje, sino un conjunto de iconos y que por esto mismo profundizar en él se antoja un sinsentido.

Pero el mero hecho de haber querido hacerlo, de que Lucas y Spielberg dedujeran era lógico dar ese paso tras En busca del arca perdida y El templo maldito, sirve para entender varias cosas. 

Para empezar la velocidad a la que el blockbuster, en poco más de una década, se giró a apuntes psicológicos y concesiones realistas para hallar legitimidad (simultáneamente Star Wars también indagó en el drama paterno pues es eso lo que define el pastiche: la confusión sobre quién estuvo antes). El templo maldito explicitó esta transición acuñando la calificación PG-13, solo para que la violencia de La última cruzada y sus chispas de terror fueran limados del todo. Aparecieron las semillas del clever blockbuster, hoy representado por Nolan o Villeneuve.

Estas concesiones tuvieron un efecto profundo en la figura de Indiana Jones. Como el interés por pulirle psicológicamente no podía extraerse de lo que sabíamos de él por el cine, la película tuvo que recurrir a la autocita y a la mancha de la realidad. Autocita, porque ese prólogo con Phoenix tenía que justificar de forma absurda cada detalle icónico del arqueólogo (del látigo al sombrero), y porque las malas críticas de El templo maldito aconsejaron un regreso al esquema argumental de En busca del arca perdida, trayendo de vuelta los nazis, la acumulación vertiginosa de localizaciones y las persecuciones a caballo.

En cuanto a la mancha de la realidad, ocurre que el prólogo explica la cicatriz de la barbilla de Ford (producto de un accidente de coche), y el origen de su nombre aventurero resulta ser el mismo que el de su bautizo «real»: Lucas llamó a Indiana como su perro. Indiana se llamó Indiana por su perro. Todo lo cual nos lleva a certificar que con Indiana Jones y la última cruzada nació el blockbuster neurótico, confuso con sus prioridades, atrapado en una cadena de retroalimentación entre referentes que, en última instancia, arrebata vigor a las imágenes. La última cruzada tiene las escenas de acción más olvidables de la trilogía.

En el prólogo con River Phoenix está la clave de todo
En el prólogo con River Phoenix está la clave de todo
Paramount

Y aún así mantiene una grandeza propia, acaso la que se extrae de un fin de ciclo épico. Hay una razón básica por la que Indiana Jones y el reino de la calavera de cristalIndiana Jones y el dial del destino son propuestas redundantes, más allá de la evidente inercia industrial que las impulsa, y es que ninguna quiere admitir que el personaje (o simulacro de personaje) quedó agotado tras La última cruzada

La última cruzada mató a Indiana Jones, lo enfrentó con todas sus contradicciones mientras las espectacularizaba con la brillantez de siempre, aunque en este caso la espectacularización fuera de talante cómico y emotivo, y no de simplemente set pièces desbocadas.

Ver la trilogía de Indiana Jones, ayer, hoy y en cualquier momento del futuro, resulta vertiginoso por todo lo expuesto. El blockbuster nace, atraviesa distintas fases y termina pareciendo otro: La última cruzada como reflejo pálido y atormentado de la potencia kamikaze de En busca del arca perdida. El placer alcanza por el camino su cima de catarsis indolora, con la fuerza de un electroshock que nos dejará aturdidos para toda la existencia. Más que celuloide agujerado, es celuloide explotando.

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