La naturalidad con la que Arabella sonríe con la boca y la mirada, la verdad de ese gesto, han hecho a Blanca admirarla desde niña, cuando la conoció.
Nunca lo ha comentado en voz alta porque sabe que provocaría extrañeza o incluso burla, nadie quiere oír este tipo de cosas. No lo entenderían y ella, Blanca, que sigue caminando despacio por si encuentra algo a lo que asirse sin que le apriete mucho dentro, persigue su meta en silencio, callada.Algún día lo logrará, piensa, una vez más, mientras deambula sin mucho rumbo por una calle desierta de un Madrid lleno de agosto, calor y asfalto. En mitad de una de las avenidas principales por la transita ve a
Blanca duda si seguir recto o variar la dirección. Continúa. El hombrecillo la mira y después le dedica una sonrisa rara, no se corresponde con los ojos (tremendamente tristes), es una mueca, sólo una mueca, una mueca más. Le dan grima esas sonrisas.
El hombrecillo, que se da cuenta del rechazo, le muestra un cartón muy grande en el que hay dibujadas 12 sonrisas diferentes. Blanca ha de elegir una, él se la dará a cambio de un euro. En lugar de sorprenderse ante lo inusual del asunto, Blanca le pide todas las sonrisas del catálogo, esperando encontrar la sonrisa que ella busca. Le da 12 euros. El hombrecillo va marcando los doce gestos y cuando termina, Blanca le dedica una sonrisa muy triste, tan triste que el hombrecillo duda si cambiar el repertorio de sonrisas por uno de pucheros.
Se aleja Blanca del hombrecillo caminando despacio, como siempre, sin un rumbo definido, y soñando con encontrar la manera de tener ella una sonrisa como la de Arabella, una sonrisa convencida.
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