Los sanitarios públicos japoneses tienen calefacción en el inodoro y una televisión con la que entretenerte mientras los usas. También expulsan aire y agua calientes para una mejor higiene. Leo esto en una revista durante mi vuelo a Monterrey, México, donde impartiré varias conferencias. La anécdota me ha hecho pensar en varias cosas: una, en lo que más nos satisface cuando adquirimos un bien o un servicio, y no se trata de que cumpla con lo previsto esas prestaciones básicas solo sirven para enfadarnos si no las encontramos sino de disfrutar una experiencia guau porque nos ofrecen algo que no esperábamos.
La idea forma parte de las buenas prácticas del marketing, pero en Japón alcanza otras derivadas a las que también doy vueltas. Allí existe una mayor consciencia acerca de las necesidades de los demás y por ello están acostumbrados a gestos que, a nosotros, nos parecen banales, como respetar el uso de las escaleras de subida y bajada aunque la contraria esté vacía o su fijación por la limpieza que les ha llevado a desarrollar metodologías como la de las 5S, seleccionar, ordenar, limpiar, estandarizar y seguimiento, por la cual delimitan el espacio de las oficinas con líneas de colores que indican, por ejemplo, cómo clasificar los lápices. La obsesión de Marie Kondo por el orden no surgió por casualidad.
Nunca he estado en Japón y no tengo gran conocimiento de su cultura, pero cualquier valoración sobre ella se convertirá en un prejuicio si no muestra curiosidad genuina hacia un país con costumbres en las antípodas a las mías. Por ejemplo, llegar a lo que nosotros entendemos como puntual, es decir a la hora a la que hemos quedado, allí se traduce como una falta de respeto: la puntualidad japonesa se adelanta diez minutos, como poco.
O las propinas, que recibirlas se interpreta como una humillación, porque la vocación de servicio del camarero viene de fábrica y su misión es hacer la vida fácil y muy agradable a su cliente. En algunos hoteles de Japón las habitaciones disponen de lámparas que solo iluminan por un lado, de modo que no molestamos a nuestro/a compañero/a de cuarto si nos apetece dormirnos mirando TikTok, y ni imaginas cómo ordenan las maletas en el servicio de 'hanging' de los aeropuertos: por tamaños y colores. La sangre latina nos hace asaltar a la cinta para recogerlas antes que los demás.
Detecto las diferencias y me propongo que no haya crítica ni juicio en ellas porque si lo hubiera, no estaría abriéndome a una sociedad diferente a la mía con ganas de conocerla y, en especial, de valorar aquello que quisiera reproducir. Por ejemplo, el kintsugui o ese arte ancestral que permite unir las piezas de la porcelana quebrada con oro, de manera que el objeto resultante es aún más preciado que el original; aplicado a las personas nos anima a apreciar nuestros desperfectos, nuestras heridas, porque una vez suturadas nos harán mejores seres humanos. O el kizukai por el cual los japoneses actúan buscando siempre el beneficio de los demás, preguntándose en silencio qué puedo hacer por ti para que tu vida sea más fácil y agradable.
Cierto que esa clase de ADN que nos diferencia de los demás como sociedad es cada vez más endeble y encontramos las mismas tiendas en Madrid que en Tokio. Siempre estará Zara para igualarnos, pero son las reacciones a los actos más cotidianos las que hablan de cómo somos. Por ejemplo, en lugar de cuestionar hasta qué edad pueden seguir conduciendo los mayores, en Japón se distingue sus vehículos con una amigable pegatina que indica al resto de conductores que hay que cuidar de ellos.
Si mi curiosidad no me hubiese empujado a leer un artículo sobre Japón, si hubiese pasado página como tantas veces hacemos en la vida, no hubiese escrito este post y hubiera seguido alimentando los prejuicios hacia un país reducido, en mi mentalidad, al sushi y el manga.
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