Teresa Viejo Periodista y escritora
OPINIÓN

La novia del viento

Fotografía de Ainhoa Sánchez
Fotografía de Ainhoa Sánchez
Cortesía de Ainhoa Sáncez / Spainwingwalking
Fotografía de Ainhoa Sánchez

En la película Un amor, de Isabel Coixet, al actor Hovik Keuchkerian le violentaban las escenas de sexo. Nunca antes había estado desnudo, piel con piel, junto a otra actriz y eso le intimidaba. A mí, acostumbrada a ver en él al indestructible Bogotá de La casa de papel o al campeón de boxeo, me costaba entender que un actor tan imponente sufriera esa clase de vulnerabilidad, pero ahí estaba, frente a mí, admitiendo su miedo, como cuando le tocaba subirse a un ring. "¿Qué haces entonces? ¿Cómo gestionas tus miedos?", le pregunté. "Hago todo lo que me da miedo porque es su misión: empujarme a enfrentarlo”. Esta anécdota me reconecta con uno de mis mantras favoritos: al miedo hay que observarlo, necesita de nuestra curiosidad para hacerle frente y comprenderlo.

Tengo mucha suerte de conocer a personas como Hovik quien, por cierto, en la distancia corta desprende tanto sentido del humor como ternura, de cuyas experiencias vitales siempre aprendo. Por ejemplo, hace unas semanas conocí a Ainhoa Sánchez, la primera wingwaker española, es decir, una acróbata que realiza su espectáculo sobre las salas de un biplano de ochenta años. Cierto que a ella le aporta seguridad un avión tan antiguo y con tantas horas de vuelo, pero no sé si la edad aquí es un plus o una rémora.

Ainhoa cuenta que buscaba su lugar en el mundo y, al encontrarlo, no dudó… hizo un hatillo con sus temores y se los echó a la espalda. También cuenta que descubrió su nueva profesión según preparaba un calendario con imágenes de wingwakers en la agencia de publicidad donde trabajaba, y le pareció una experiencia apasionante. Las wingwalkers suelen ser mujeres, a pesar de que los pioneros fueron los pilotos del periodo de entreguerras quienes, en pleno vuelo, dejaban los mandos para arreglar cualquier cosa del avión, y en el exterior comprendieron lo divertido que resultaba hacer piruetas sobre sus alas. Mientras maquetaba las imágenes, no dejaba de preguntarse qué sentiría ella en el papel de esas mujeres; la cuestión no era estúpida porque padece un vértigo atroz. Y concluyó que, si comprendía su miedo, sería capaz de abordar cualquier reto en su vida.

Si comprendía su miedo, sería capaz de abordar cualquier reto en su vida

Sufrimos vértigo porque nuestro cerebro distorsiona nuestra propiocepción, o lo que es lo mismo, la capacidad de discernir nuestra disposición en el espacio: él interpreta que los pies no están anclados suficientemente en una superficie, pero si enviamos al cerebro la orden de que nuestros pies disfrutan de una posición sólida allá donde están, aunque suceda a decenas de metros del suelo, dejaremos de sentir vértigo. Este es el concienzudo trabajo que realizó Ainhoa: entendió que su miedo tenía que ser observado, primero, para comprenderlo después y, a continuación, superarlo.

Cuando probó por primera vez la sensación de volar entre las nubes ya no pudo dejarlo; echó cerrojazo a su trabajo de oficina, compró su Boeing Stearman 75 -el mismo modelo que persigue a Cary Grant en Con la muerte en los talones- y adoptó el apodo de “la novia del viento” como tarjeta de presentación, cada vez que explica que ha creado el primer equipo de wingwalkers de España.

Los miedos, físicos o emocionales, no surgen de forma caprichosa, pues aparecen para forzarnos a dar un paso ambicioso en nuestro crecimiento. Nos susurren o nos hablen a gritos, aguardan nuestras decisiones. Lejos de condenarnos a la intemperie, nos animan a buscar un cobijo construido con nuestras propias herramientas, en lugar de acomodarnos en un lugar inhóspito donde difícilmente aprenderemos algo.

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