Teresa Viejo Periodista y escritora
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Hay un mensaje nuevo en la bandeja de entrada. Procede de una empresa mexicana donde he realizado una formación e incluye un reconocimiento al mérito de mi trabajo, con diploma y todo. No estoy acostumbrada a que aplaudan una tarea que hago con diligencia y, en verdad, hasta placer, pero desde la responsabilidad. Aquí no suele pasar.

Hace unos años un par de investigadores británicos publicaron un libro inquietante llamado La vida de 100 años. En el Lynda Gratton y Andrew Scott desgranaban cómo debemos de acostumbrarnos a vivir y a trabajar en un escenario donde cumplir la centena será lo más habitual. Por ejemplo, la generación de nuestros padres se deslizaba por tres etapas: formación, madurez —es decir, trabajar y formar una familia y atarnos a una hipoteca y, con un poco de suerte, a una casa en la playa o en el pueblo—, y una tercera, no activa laboralmente, llamada jubilación y entendida como un descenso prolongado hacia la muerte. Si tienes 30 años y, por tanto, perteneces a los 'millennials', esto ya no te sirve. Tampoco a mí. De hecho, los autores cuentan que, si alguien de tu generación quisiera jubilarse con un 50 % del salario, tendría que empezar ahorrar desde su primer sueldo el 35 % de los ingresos mes a mes para hacerlo. La cifra inspira vértigo, considerando que muchos sueldos ni siquiera consienten un alquiler digno.

En aquel libro leí por primera vez el concepto 'activo' aplicado a nuestra vida personal o profesional: una vida bien vivida, requiere de una planificación cuidadosa que equilibre nuestros activos en cualquier dimensión de la misma. Una persona necesita balancear lo financiero y lo no financiero, lo emocional y lo racional, la familia y las redes cercanas, la salud mental y la felicidad. ¿Tienes un grupo de amistades con el que te realimentas? Importante responder que sí porque forman parte de tus activos. También tenemos activos productivos y transformacionales —conocimientos y competencias— que nos van a permitir buscar otras alternativas profesionales porque lo adquirido en la universidad caduca pronto. Las tres etapas carecen de sentido ahora porque los tiempos de formación se han alargado, llegamos al mercado laboral más tarde y el desarrollo profesional se fragmenta. 

Ellos proponen que nos acostumbremos a combinar etapas de trabajo con etapas de nuevas formaciones, con periodos de desempleo donde estaremos muy activas porque idearemos un canal de YouTube, escribiremos un libro o montaremos una asociación vecinal, y luego volveremos a trabajar puede que en el mismo sector, puede que en otro y, seguramente, con un desempeño distinto porque nuestros conocimientos anteriores serán obsoletos, o lo será nuestro propio trabajo.

¿Qué es lo que necesitas para encajar en este cambio?, preguntan los autores. Mucha flexibilidad para especializarte en cosas nuevas —no dejar de formarte—, el refuerzo de tus redes sociales, un gran autoconocimiento y una fortalecida apertura, ser dinámica y creativa a la hora de desafiar los viejos estereotipos y una gran curiosidad por ver cómo viven y trabajan otras personas. Ahí queda.

He guardado para el final un activo crucial: nuestra reputación o lo que es lo mismo, esa marca personal que vamos construyendo con el tiempo y que, si la malogramos a los 30 y queda lastimada a los 40, será difícil de remontar en los 50. La reputación hace que el reconocimiento a nuestros méritos se recoja en cualquier momento de nuestra vida. Como la semilla bien plantada que da frutos cuando toca. De ahí que, al recibir hoy, ese diploma a la excelencia, me haya preguntado en cuál de esas idas y venidas de las que hablaba el libro me encuentro. En todo caso, lo agradezco y me digo que en esa construcción de mis activos todavía queda camino por aprender.

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