Crítica de 'Sandman': el sueño de Gaiman y Netflix es todo forma y nada de sustancia

La adaptación televisiva descarta los elementos más subversivos del cómic, ofreciendo un producto olvidable. 
Tom Sturridge como Morfeo en 'Sandman'.
Tom Sturridge como Morfeo en 'Sandman'.
Netflix
Tom Sturridge como Morfeo en 'Sandman'.

Ha pasado mucho tiempo. Muchísimo. Desde 1989, cuando Neil Gaiman y DC revolucionaron el cómic de fantasía con Sandman, los intentos de adaptar la obra al audiovisual han sido legión, y la mayoría de ellos (como reconoce el propio Gaiman), olían peor que la ropa interior de Mervyn Calabaza cuando su jefe hace que le llueva encima.

Pero, ahora que una versión del tebeo autorizada y supervisada por el autor ha llegado a Netflix, uno se pregunta si tantos años de espera han valido la pena. Aunque Gaiman le haya dado su visto bueno, Sandman queda como un producto que, si bien respeta la forma del original, tira a la papelera todo lo que hizo que este apareciera en su día como una obra tan original como subversiva. 

Y eso que, en general, las opiniones acerca de la serie han sido favorables, e incluso entusiastas. Salvo unas pocas voces discordantes (en IndieWire, The Daily Beast o Vulture), la mayoría de los expertos han acogido Sandman con entusiasmo, hayan leído o no el original. El público, por su parte, parece compartir esta buena impresión. 

Tráiler de 'Sandman' 

¿De dónde proviene, entonces, nuestro rechazo? Pues, desde luego, no del reparto. Los lloros y pataleos ante los fichajes de Vivianne Acheampong, Gwendoline Christie o Kirby Howell-Baptiste por razones de género y etnia quedan, a estas alturas, como ridículos, puesto que sus intervenciones son, en su mayoría, de lo mejor que ofrece esta serie. Tanto como las de un David Thewlis escalofriante o las del entrañable Ferdinand Kinglsey. 

En general, el elenco de Sandman es excelente incluso cuando los guiones le ponen la zancadilla: véase para probarlo a un Charles Dance que parece condenado a interpretar a diferentes versiones de Tywin Lannister hasta el fin de los tiempos. Y, pese a la habitual mediocridad visual de las producciones de Netflix, la puesta en escena también está a la altura. Los pecados del show, esos que le condenan a ser uno de esos sueños que uno olvida nada más despertar, residen en otras latitudes. 

Un sueño sin consecuencias especiales

Para empezar, Sandman no parece decidirse sobre si aspira a ser un trabajo de terror o un ejemplo de lo que ha dado en llamarse 'fantasía urbana'. Algo que, en principio, no debería importar: la fama del cómic se debe, precisamente, a su valor a la hora de romper las barreras entre ambos géneros. 

El problema está en que, en lugar de poner patas arriba los tópicos de rigor, la Sandman televisva da bandazos entre ellos sin mostrarse capaz de revolucionarlos. Y el mejor ejemplo de esto es el Morfeo de Tom Sturridge: si se hubiera atrevido a presentarlo como un sujeto cruel y sin escrúpulos, prácticamente un villano protagonista, el show habría seguido los pasos del original y, además, habría retado a los espectadores con un estimulante desafío. 

En lugar de eso, el miedo a que el público rechace a un antihéroe tan turbio hace que el personaje evolucione a trompicones. En un episodio le vemos portarse como un monarca tiránico, dispuesto a castigar a sus súbditos con la máxima dureza, para, en el siguiente, convertirse en el mentor benevolente de un personaje humano. Curioso esto último, ya que Morfeo (como corresponde a un miembro del clan de los Eternos) debería mirar a nuestra especie como nosotros a las cucarachas. 

Tom Sturridge en 'Sandman'
Tom Sturridge en 'Sandman'
Cinemanía

En otros momentos, para colmo, Sandman olvida que el cómic y la TV son formatos muy diferentes, con requisitos muy diferentes a la hora de exponer y desarrollar una trama. La mejor prueba de esto es el episodio 6 de la serie, una amalgama de dos capítulos del cómic: El sonido de sus alas y Hombres de buena fortuna. 

Dicho episodio tenía el potencial de servir como una presentación memorable, bien para la Muerte de Kirby Howell-Baptiste, bien para el Hob Gadling de Ferdinand Kinglsey. Pero, como la longitud de un comic book de 24 páginas no da para cubrir una hora de metraje, la serie opta por pasar de un fragmento al otro sin solución de continuidad, y el resultado de dicha mezcla no consigue ni de lejos el mismo efecto. 

¿A qué se debe esto? Pues a que, como ya han demostrado American Gods y Good Omens, Gaiman se toma muy en serio lo de preservar la santidad de su obra al pasarla a imágenes... pero solo cuando le conviene. Y es a la hora de transmitirnos el tono del tebeo original cuando Sandman patina de forma más clamorosa. 

Adiós al punk, hola a lo cuqui

Como recordarán quienes la leyeran en su día, la creación de Neil Gaiman no solo impactaba por la originalidad de sus postulados, ni tampoco por darle papeles relevantes a personajes femeninos y LGTB cuando eso era casi inaudito en el cómic mainstream. También lo hacía por su crudeza, rayana muchas veces con el gore puro y duro, y por llevarnos a territorios subidamente inhóspitos, tanto en el Ensueño como en la vigilia. 

En la serie, y dejando aparte el infierno de Gwendoline Christie, Sueño y compañía se mueven por espacios luminosos y asépticos en lugar de por callejones de mala muerte o por paisajes oníricos que uno no querría ni para su peor enemigo. Algo que supone una castración en toda regla. Incluso 24 horas (ep. 5) y Coleccionistas (ep. 9), los episodios más cruentos de la serie, palidecen comparados con sus originales cuando de aterrorizarnos se trata. 

Esto se debe a que, en la Sandman original, el lector no encontraba respiro en la fantasía: el mundo de los sueños era en ella un territorio lleno de peligros y locura que los humanos podían visitar, pero no habitar sin pagar un alto precio por ello. Pero uno tampoco podía sentirse a gusto en el mundo real, retratado por Gaiman (el Gaiman de entonces, queremos decir) como un agujero lleno de frustración, hipocresía y miseria.

Ahogando ese tono lúgubre, el Sandman de Netflix borra de un plumazo el subtexto político de un cómic gestado durante el imperio 'neocon' de Thatcher y Reagan, cuando el sida hacía estragos y la Guerra Fría parecía destinada a durar para siempre. Si fueran conscientes de esta mutilación, aquellos que se han abalanzado sobre la serie acusándola de ser una artimaña 'woke' estarían haciendo palmas con las orejas. 

Con los años, Neil Gaiman ha hecho todo lo posible para hacernos olvidar el tono punk que presidió sus primeros años como guionista de cómics. En lugar de eso, el escritor parece empeñado en que le veamos como una figura amable cuyas transgresiones no van más allá de lo superficial, y  Sandman (la serie) parece un paso más hacia esa meta. Algo que algunos pueden considerar baladí, pero que otros verán como una traición lamentable a del autor a su propia obra.

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