Zombies, Spider-Man y motosierras: así es Sam Raimi, el director que revoluciona el multiverso de Marvel

Cambió el terror, ayudó a lanzar la maquinaria de los superhéroes y sedujo a los espectadores con un estilo único.
Sam Raimi en el rodaje de 'Spider-Man'
Sam Raimi en el rodaje de 'Spider-Man'
Cinemanía
Sam Raimi en el rodaje de 'Spider-Man'

Nueve años: ese era el tiempo que Sam Raimi (Royal Oak, Michigan, 1959) llevaba sin dirigir un largo desde que Oz: Un mundo de fantasía (2013) fuera acogida mundialmente con un encogimiento de hombros. 

Llevándose a James Franco al mundo de Dorothy, Disney esperaba superar la recaudación de la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton, pero, aunque el filme no ofreciera saldos ruinosos, la productora no logró su objetivo ni de lejos. Y Raimi, que había aceptado el encargo tras la negativa de Sam Mendes, se vio impulsado por ese chasco a regresar a terrenos lucrativos a la par que personales. Al lugar donde comenzó todo.

Porque Ash vs. Evil Dead, la serie que Raimi anunció en la Comic-Con de San Diego al año siguiente, suponía un retorno al mundo de Posesión infernal, su filme de 1981. Si bien no fue su debut (esa etiqueta le corresponde a It’s Murder!, 1975), aquella cinta de presupuesto ínfimo con la que el director y sus colegas se habían partido los cuernos entre Tennessee y Michigan contenía las semillas de su carrera posterior: presencia abundante de familiares y de amigos como el actor Bruce Campbell, un humor negrísimo que vampirizaba al terror de serie B, la literatura pulp y los cómics, y una técnica dispuesta a trabajar con palos y cañas. O, más bien, con un tablón haciendo las veces de steadycam. 

Los Coen y otros demonios

Pese a que las distribuidoras de EE UU no le habían dado ni los buenos días, Posesión infernal tuvo un pase en Cannes durante el cual Stephen King se desolló las manos de tanto aplaudir, ayudando a que la cinta hallase una salida comercial. Para colmo, el ayudante de la montadora Edna Paul resultó ser un chaval de Minnesota llamado Ethan Coen, que también aspiraba a cineasta formando equipo con su hermano Joel. En este mundo hay películas mejores que Posesión infernal (por ejemplo, su secuela Terroríficamente muertos –1987–, ya del todo entregada al slapstick, y El ejército de las tinieblas –1992–, descacharrante guinda de la trilogía), pero pocas se han situado como ella en el vértice de hitos aún por suceder.

Demonios kandarianos aparte, nadie podrá reprocharle al Raimi de los 80 y los 90 que eludiese el riesgo. El director y Bruce Campbell ayudaron a poner en marcha Sangre fácil (1987), debut largo de unos Coen que, a su vez, escribieron el guion de Ola de crímenes, ola de risas (1985), una comedia hoy casi olvidada: Raimi les devolvería el favor en 1994 con su libreto para El gran salto. 

En cuanto a Darkman (1990), supuso una osadía tan sorprendente entonces (y ahora) como una cinta de superhéroes que se inventaba a su propio protagonista en la persona de aquel Liam Neeson desfigurado y con más rostros prostéticos que Lon Chaney. El western Rápida y mortal (1995) tuvo una acogida discreta, pero ahora resulta visionario tanto por su lectura hiperestilizada del género como por su reparto: Sharon Stone alejada del encasillamiento post-Instinto básico, Russell Crowe debutando en Hollywood, Gene Hackman pasadísimo de revoluciones y, como guinda, cierto niñato llamado Leonardo DiCaprio. 

Un plan sencillo (1998), excursión noir con Bill Paxton y Billy Bob Thornton, así como Premonición (2000), cinta de terror escrita por Thornton que enfrentaba a Cate Blanchett con Keanu Reeves, mantuvieron alto el nivel. En cuanto a Entre el amor y el juego (1999), digamos que darle salero a un drama de béisbol protagonizado por Kevin Costner es un desafío contra el que cualquiera puede estrellarse.

De la TV a las telarañas

Menos mal que, durante aquellos mismos años, nuestro héroe mostró su faceta más desatada en la pequeña pantalla: Hércules: Sus viajes legendarios, y sobre todo su spin-off Xena: La princesa guerrera ocupan un lugar especial en nuestros corazones gracias a su jovial mezcla de péplum mitológico con espada y brujería, sumada en el segundo título a la presencia de Lucy Lawless y Renee O’Connor como heroínas cuyo romance sáfico el show apenas se esforzaba en disimular (en palabras de Lawless: “están casadas”). 

Así las cosas, Sam Raimi podría haber quedado como una de esas felices anomalías que surgen de cuando en cuando en Hollywood, pero el Apocalipsis industrial no tardaría en llamar a su puerta, vistiendo las mallas rojas de nuestro amigo y vecino Peter Parker.

La cuestión es que, antes de convertirse en un suplicio, la trilogía Spider-Man empezó bien, y fue a mejor. Devoto del Trepamuros, Raimi obtuvo un éxito monumental con la primera entrega en 2002, algo que (sumado a la taquilla de X-Men dos años antes) dio el pistoletazo a la actual bonanza del género. Spider-Man 2 (2004) mostró al cineasta aún más a gusto con su estilo hiperactivo, contando además con Alfred Molina como un formidable y patético Doctor Octopus. 

Pero, como sabemos, todo se torció en Spider-Man 3 (2007): sometido a los mangoneos del productor Avi Arad, que impuso la presencia en el filme de Venom (Topher Grace), con Tobey Maguire (muy subidito gracias a su pertenencia a la ‘Pussy Pose’ de DiCaprio) y James Franco (otro que tal) en plena guerra de egos, Raimi se vio entre manos con un potaje que no pudieron salvar ni el encanto de Kirsten Dunst y Bryce Dallas Howard. 

A lo largo de los años, entre rumores sobre una posible cuarta película, Raimi musitó excusas (“Lo hice lo mejor que pude”) y se desfogó en 2009 con su estupenda Arrástrame al infierno, regreso al terror cuyo guion satirizaba una crisis que, por entonces, ya amenazaba con volverse perpetua.

Trece años y un filme de encargo después, Sam Raimi regresa a los superhéroes, rodeado por un panorama en las antípodas del que vio nacer su carrera hace cuatro décadas. Su lista de proyectos abortados sigue siendo tan larga como de costumbre, y aun está por verse si adaptará El nombre del viento, la aclamada novela fantástica de Patrick Rothfuss. Nos queda también la duda de si, en el Hollywood de hoy, habrá lugar para alguien como él: uno de esos creadores cuyo amor por la cultura pop se expresa, precisamente, en la disposición a alterar (o romper) sus reglas.

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