25 años sin Rafaela Aparicio, la eterna sirvienta de los españoles

La actriz de Fernán Gómez, Saura o Erice dedicó toda su carrera a un propósito primordial: entretener y hacer reír a su público.
Rafaela Aparicio
Rafaela Aparicio
Cinemanía
Rafaela Aparicio

Rafaela Aparicio consagró su vida entera al cine y al teatro. Actuó en más de cien películas (casi todas comedias), formó parte del elenco de innumerables obras de teatro y participó en programas de televisión hasta poco antes de fallecer, un 9 de junio de 1996. Ella presumía a menudo de haberse ganado el cariño de todos sus compañeros de profesión. Paradójicamente, ni un solo actor acudió a su entierro en el Panteón de Escritores y Artistas Españoles del Cementerio de San Justo de Madrid.

La actriz de aspecto bonachón nació circunstancialmente en Marbella en abril de 1906, y creció como la graciosa de la familia. Después, se educó bajo la dirección y el cuidado de las monjas carmelitas de Córdoba, lo que despertó en ella un gran apego a Dios que ya nunca desaparecería. Desde adolescente soñaba con convertirse en cómica, como su admirada Loreto Prado, que un día se topó con ella y le comentó: "Eres pequeñita y fea como yo, así que tú serás una actriz cómica muy buena". 

Pero su padre —un piloto de la marina mercante reconvertido en empresario teatral y taurino tras la muerte de su esposa— no veía entonces con buenos ojos sus aspiraciones artísticas y solía decirle que, siendo tan "feúcha y menudilla", tenía poco futuro como actriz.

Aquellas palabras calaron hondo en su alma y la llevaron a estudiar magisterio. "Ejercí de maestra, pero me casé con un actor [del que se separaría al poco tiempo] para poder ser cómica", comentaría en una ocasión Aparicio, que debutó a los 23 años sobre las tablas, trabajando en la compañía de Manuel Benito Arroyo, con la que recorrió varias zonas de España representando desde zarzuelas hasta sainetes, y se instaló en Madrid en 1931.

Risas en la guerra

La actriz comenzó a ser conocida a nivel nacional gracias a su papel de Fermina en Cuidado con la Paca. Esta obra se estuvo representando con éxito en el madrileño Teatro de la Comedia durante los años de la guerra civil española, y sirvió para que Aparicio ayudase a los españoles que acudían a verla a evadirse de la realidad, al menos, durante un rato. Aunque más de una tarde sus compañeros y ella tuvieron que interrumpir la obra y esperar a que pasaran los aviones que bombardeaban Madrid.

"Se callaba todo el mundo, se apagaban las luces y allí escuchábamos todo el bombardeo. Cuando se acababa, se encendían las luces y se terminaba la comedia, como si no hubiera pasado nada", recordaría en una entrevista Aparicio, que al poco de aquella experiencia pasó una temporada en la compañía de Paco Martínez Soria, con quien llegó a afiliarse a la CNT, después de que hubiera un decreto de la República de sindicación obligatoria.

La primera experiencia de Aparicio frente a las cámaras se produjo con un papel de figurante en el drama musical Nobleza baturra (1935), de Florián Rey, pero no fue hasta mediados de los años cincuenta cuando la actriz comenzó a trabajar con continuidad en el cine gracias a la generosidad de compañeros como Fernando Fernán Gómez, que quiso contar con ella en el reparto de cintas como La vida por delante (1958), La vida alrededor (1959), Sólo para hombres (1960) y El extraño viaje (1964), una singular película que tuvo una pobre acogida por parte del público pero que conquistó totalmente a la crítica.

Convertida en un mero estereotipo

La que sin duda ha sido una de las grandes cómicas de la escena española estrenó las últimas comedias de Jacinto Benavente y se convirtió también en rostro habitual de las comedias costumbristas del desarrollismo que se rodaban en los sesenta. Aparicio destacó siempre por su facilidad para la improvisación y, según confesó ella misma en entrevistas, nunca ambicionó protagonizar películas. 

Sea como fuere, lo cierto es que tardó poco en acostumbrarse a aquello de hacer de suegra metiche, o a colocarse el delantal y la cofia para interpretar el papel de chacha, un estereotipo femenino que también encarnaron notablemente Gracita Morales y Florinda Chico.

Carecer de un físico imponente contribuyó a que Aparicio se viera relegada a papeles secundarios durante toda su carrera. Sin embargo, su gracejo andaluz y su naturalidad le valieron para conquistar al público español y la convirtieron en una de las actrices más queridas del país. De hecho, su popularidad se disparó bastante gracias a su papel de cocinera —Florinda Chico hacía de sirvienta— en la popular serie de televisión La casa de los Martínez (1966-1970), basada en las peripecias de una típica familia española de la época.

Además, trabajar en aquella serie emitida por Televisión Española le abrió bastantes puertas a Aparicio, que más de una vez se encontró con fans incapaces de diferenciar a su persona de sus personajes. En una ocasión, de hecho, un matrimonio de Toledo llegó a acercarse a ella para ofrecerle trabajo como empleada de servicio doméstico. 

"Me dijeron: 'Le ofrecemos a usted mucho más dinero del que gane aquí [en la tele y el teatro] si se viene con nosotros a nuestra casa. Yo les dije: 'Esta profesión no tiene nada que ver con irme a la casa de ustedes a servirles. Este teatro y esta profesión no los puedo yo dejar, porque estoy muy a gusto y vivo muy feliz'", relataría ella después.

Aunque pasó años compaginando su labor en el cine con su vocación teatral, Aparicio nunca quiso descuidar su papel de madre y esposa. De hecho, sufrió un durísimo varapalo cuando su segundo marido, el también actor Erasmo Pascual —al que había conocido en una tertulia organizada por Jacinto Benavente y con quien tuvo un hijo— se fue al otro barrio en 1975, apenas un año antes de que el rey emérito le colgara al cuello a la actriz la prestigiosa medalla de oro al Mérito del Trabajo. 

"Donde realmente soy feliz es sobre un escenario, porque cuando cada noche cae el telón y vuelvo a casa, me espera la oscuridad, y no puedo soportarla. En esas noches que parece que nunca acaban, pienso en la felicidad que tuve", confesaría con cierta melancolía en una entrevista concedida a los 82 años.

Trabajadora incansable y galardonada

La carrera cinematográfica de Aparicio experimentó un nuevo impulso después de que Carlos Saura se fijara en ella. El de Huesca, que se acabó convirtiendo en el director preferido de la actriz, le ofreció cambiar de registro en su película Ana y los lobos (1973), que fue nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes y mostró sus verdaderas cualidades interpretativas, y también en su secuela, Mamá cumple cien años (1979), una comedia negra nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa donde la actriz borda su papel de anciana con demencia senil y varios hijos sin escrúpulos.

Quienes conocieron a la actriz malagueña la recuerdan como una mujer extrovertida, vitalista y crédula. Una señora discreta y poco ambiciosa que apenas se dejaba ver en saraos y nunca se planteó la idea de convertirse en empresaria para intentar ganar así más dinero. 

Apolítica confesa, Aparicio era además una mujer de valores tradicionales conservadores. Devota mariana, solía ir a misa todos los domingos y jamás se permitió a sí misma el lujo de ser vanidosa, porque consideraba que la vanidad era un pecado que alguien como ella no debía cometer. 

Aun así, no tuvo problema en alternar con cineastas tan políticamente incorrectos como Eloy de la Iglesia, quien le dio un papel secundario en la transgresora El pico II (1984), o tan progresistas como Fernando Colomo, que la invitó a formar parte del elenco de la atrevida La vida alegre (1986).

Pero, por encima de todo, Aparicio fue una trabajadora incansable y una actriz tremendamente profesional que siempre temió llegar a decepcionar a su público. Quizás por este motivo, una vez, durante una representación de la obra Mala yerba, la malagueña se cayó al patio de butacas desde el escenario y, aunque aquello le provocaría una lesión en el coxis y varias magulladuras, en lugar de cancelar la función, volvió a subirse al escenario y la terminó.

Reconocimiento tardío

La Academia de Cine acabó valorando su constancia y tesón, y le otorgó el Goya Honorífico en 1988. Al poco de recibir aquel premio de manos del cineasta Luis García Berlanga, su colega Fernán Gómez volvió a contactar con ella para ofrecerle un papel redondo y desgarrador en El mar y el tiempo (1989). 

Esta cinta le valió a Aparicio el Goya a la mejor actriz protagonista, aunque la pobre no pudo acudir a la gala para recoger el premio porque aún se encontraba recuperándose de las secuelas de aquel accidente sufrido sobre el escenario. Después de aquellos cabezones, vendrían también otros premios como el Nacional de Cinematografía (1991).

La eterna sirvienta de los españoles gozaba aún entonces de buena salud y fantaseaba a menudo con la idea de morirse sobre un escenario. Pero, en un momento dado, Aparicio tuvo que ver su gozo en un pozo, pues comenzó a padecer demencia senil —en ciertas ocasiones creía estar en escena y pedía que fueran a recogerla para ir a hacerla función— y se vio obligada a pasar sus dos últimos años de vida en una residencia de ancianos. Exactamente dos meses después de cumplir 90 años, el 9 de junio de 1996, falleció a causa de una trombosis.

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