Montgomery Clift: esplendor, tragedia y autodestrucción del ángel perdido de Hollywood 

El intenso y malogrado actor de la época dorada de Hollywood que, a pesar de la tragedia, logró imponer sus propias reglas.
Montgomery Clift
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Cinemanía
Montgomery Clift

Cuentan quienes conocieron a Montgomery Clift que fueron su mirada hipnótica y su cálida sonrisa las que le brindaron la posibilidad de empezar una carrera como modelo masculino siendo aún un niño. Y también que lo que de verdad hizo feliz al actor fue conseguir su primer papel en una producción teatral de aficionados en Nueva York. A principios de los años treinta, con apenas 13 años, Clift estaba debutando en Broadway y, gracias a su enorme carisma y sensibilidad, se convirtió pronto en una estrella de las tablas.

Incluso en aquellas obras que fueron un fracaso de público, la crítica alabó a menudo la calidad interpretativa del estadounidense, que en aquellos años en Nueva York hizo buenas migas con Libby Holman. La actriz y cantante, con quien se supone que vivió un romance, ejerció bastante influencia sobre él en los inicios de su carrera cinematográfica y, de hecho, llegaría a aconsejarle activamente en su decisión de rechazar el rol protagonista en El crepúsculo de los dioses (1950) —un papel escrito específicamente para él—, y en Solo ante el peligro (1952).

Aunque, ya en los años cuarenta, Hollywood tanteó el terreno para fichar al actor como último galán de su factoría, Clift pasó bastante tiempo resistiéndose a la tentación de hacer cine, una industria por la que entonces sentía bastante desdén. Su buena amiga, la actriz Andrea King, confesaría en una entrevista que el actor, directamente, "odiaba el cine".  Según contó King, Clift decía: "No es un tipo de arte. La cámara es una nada mecánica que mira cómo la gente habla y se mueve sin ningún sentido'".

Debut estelar a regañadientes

Cuando finalmente aceptó participar de él por una necesidad económica, Clift apostó por sí mismo y se mantuvo firme en su decisión de hacer valer sus propias pretensiones. En concreto, se negó de primeras a firmar uno de aquellos contratos de exclusividad a largo tiempo que impedían a los actores tomar sus propias decisiones y tener el control de los personajes que iban a interpretar en cada proyecto.

El actor debutó por la puerta grande en el western Río Rojo (1948), dirigida por Howard Hawks, donde tuvo ocasión de encarnar al héroe de la película —que resultó ser el hijo adoptivo de John Wayne— y se granjeó fama de intenso. No en vano, su preparación para aquel duro rodaje en pleno desierto de Arizona fue muy meticulosa. Dicen que se dejó la piel aprendiendo a echar el lazo de vaquero, montar y disparar.

En su segunda película, Los ángeles perdidos (1948), a Clift le tocó dar vida a un soldado de Estados Unidos en la Alemania de la posguerra. Como se estrenó antes que Río Rojo, la cinta de Fred Zinnemann funcionó como presentación de Clift ante los espectadores. 

Lo bueno es que su natural forma de interpretar a aquel personaje llevó a algunos críticos a pensar que era de verdad soldado y, además, le valió a este actor del 'método' la primera de sus cuatro nominaciones al Oscar; un galardón que nunca llegó a ganar.

Su siguiente proyecto, La heredera (1949), un atormentado melodrama de William Wyler coprotagonizado por Olivia de Havilland, convirtió a Clift en un héroe romántico y cosechó ocho nominaciones a la estatuilla dorada; ninguna para él, eso sí. 

"Tras Sitiados y Río Rojo, Clift se convirtió de inmediato en el hombre más poderoso de la historia de Hollywood. Ningún actor anterior a él, ni Gable, ni Bogart, ni Cagney tenían el poder que él tenía", apuntaría en una entrevista el actor John Lisbon Wood.

Rumores y gajes de la popularidad

Aquella primera etapa supuso para Clift inyecciones de dinero, más ofertas de trabajo y varios clubes de fans integrados por hombres y mujeres de todos los rincones del país enamorados de su sensible y masculina presencia escénica. Pero todo ello vino acompañado igualmente de buenas dosis de atención mediática, algo que le incomodaba especialmente, sobre todo cuando los tabloides se dedicaban a explayarse hablando de sus múltiples extravagancias (por muy ciertas que fuesen, oye). 

Que si mira lo poco que le importan las apariencias, que posee únicamente un traje. Que si mira lo soso y solitario que es, que nunca sale con nadie ni acude a saraos, y se pasa todo su tiempo libre leyendo obras clásicas de historia y economía. Que si mira lo raro que es, que se empeña en seguir residiendo en Nueva York, a pesar de que la mayor parte del tiempo trabaja en Hollywood.

“Aprendí que la mayoría de los periodistas no necesitan entrevistas para escribir sobre mí. Parece que ya tienen todas sus historias escritas de antemano", apuntaría una vez Clift, que también llevaba francamente mal que se especulara tanto sobre su vida sentimental. Una de aquellas historias inventadas tenía que ver con Elizabeth Taylor, con la que compartió créditos en aquel aclamado y taquillero drama romántico titulado Un lugar en el sol (1951), y a la que rápidamente le atribuyeron una relación amorosa con el actor.

Taylor quedó sorprendida por la técnica interpretativa de Clift, con quien terminó forjando una sincera y duradera amistad. Siempre se ha dicho que quedaron prendados el uno del otro, pero lo cierto es que el actor era homosexual. Cara a la galería, Clift simulaba ser un galán varonil y heterosexual. Como tantos otros actores de la época —que vivían sometidos a la presión de Hollywood y sus publicistas—, prefirió no salir públicamente del armario. 

Aun así, sus amigos aseguran que Clift vivió siempre con total naturalidad sus relaciones con hombres como el actor Jack Larson, conocido por su papel del reportero fotográfico Jimmy Olsen en la serie Las aventuras de Superman. De hecho, Larson aprovechó su participación en el documental Making of Montgomery Clift (2018), dirigido por un sobrino de Clift y la mujer de este, para dejar claro que, al contrario de lo que tantas veces se ha comentado, el galán nunca había vivido atormentado por su orientación sexual.

Puntilloso y autoexigente, Clift buscaba sentirse orgulloso de todas las películas que rodaba y, quizás por ello, seleccionaba cuidadosamente aquellos proyectos en los que se embarcaba; según su publicista, hubo una época en la que llegó a rechazar una media de diez guiones al mes. Durante años, se encasilló en papeles de hombre sensible y atormentado, aunque aceptó salir de su zona de confort en De aquí a la eternidad (1953), una cinta de Fred Zinnemann que contó con un reparto repleto de estrellas y que le llevó a tomar clases de boxeo, corneta y marcha militar para conseguir estar a la altura.

El accidente que destrozó su rostro y alma a Montgomery Clift

Después de participar en aquella cinta de Zinnemann, el actor abandonó Hollywood durante una temporada y al tiempo firmó un contrato de tres años con la MGM. Así fue como se sumó al reparto de El árbol de la vida (1957), un melodrama que buscaba repetir el éxito de Lo que el viento se llevó. La vida de Clift daría un giro radical en mayo de 1956 cuando, durante un descanso del rodaje, el actor acudió a regañadientes a una cena organizada por su amiga Elizabeth Taylor en su casa de Beverly Hills. 

Cuando al cabo de un rato se aburrió, Clift se dispuso a marcharse del lugar junto a su colega Kevin McCarthy. "Salimos juntos y hablamos durante unos diez minutos en el aparcamiento", relataría años después McCarthy en una entrevista con Filmtalk. "Ambos íbamos en la misma dirección, hacia Benedict Canyon, y él me siguió por un rato para que yo pudiera señalarle un desvío hacia su casa desde Benedict Canyon Drive que no conocía".

"El camino tomaba varias curvas, algunas de ellas severas, y vi que su coche venía detrás de mí, demasiado rápido; Monty era un temerario a veces. De repente, ya no pude ver sus luces. Pensé: '¿Dónde está?'. Fue un momento aterrador", recordaba.

Clift perdió el control del vehículo que conducía y lo empotró contra un poste de teléfonos. Según la versión ofrecida por McCarthy en la mencionada entrevista, se bajó a toda prisa de su coche y fue en busca de su amigo para ver cómo se encontraba. 

"Clift estaba debajo del panel de instrumentos. Estaba aplastado, arrugado, era simplemente horrible [...]. Volví cuesta arriba a los Wildings, salté fuera de mi coche y golpeé violentamente la puerta de entrada. Llamamos a una ambulancia, volvimos inmediatamente al coche destrozado y pudimos abrir la puerta trasera. Tanto Liz Taylor como yo nos las arreglamos para trepar y llegar al asiento delantero. Su rostro y su cuero cabelludo estaban empapados de sangre, su cabeza comenzaba a hincharse. Con voz extraña, Clift le dijo a Liz que se le habían arrancado sus dientes frontales y que estaban atorados en su garganta, asfixiándolo, y le pidió que se los sacara de la boca. Con mucha suavidad y de la manera más natural, ella le metió los dedos en la garganta y se los sacó".

Acto seguido, llegaron al lugar el médico y la ambulancia. Se dice que varios fotógrafos se arremolinaron también allí para tratar de inmortalizar el momento, y que Taylor les amenazó con que no volverían a trabajar en Hollywood si llegaba a publicarse en prensa alguna foto de su amigo. Sea verdadera o no esta historia, lo cierto es que nunca llegó a ver la luz una sola imagen de aquel aparatoso accidente que desfiguró a Clift.

El actor pudo reconstruir su rostro, pero ya nunca más pudo reconstruir del todo su alma, y en cierto modo se adentró en lo que el profesor de interpretación Robert Lewis denominaría luego como el "suicidio más largo de la historia". 

Años atrás, durante unas vacaciones en México, Clift había contraído disentería por ingerir comida en mal estado. Aunque pudo recuperarse de aquello tras varias visitas a una clínica de Nueva Orleans, lo cierto es que el episodio dejó secuelas en su cuerpo. Los episodios de diarrea crónica que sufrió a partir de entonces y el malestar general le condujeron al consumo de analgésicos y demás fármacos, y también a la bebida, un vicio que le llevó a buscar ayuda psiquiátrica y le costó bastante dinero.

Los responsables de El árbol de la vida contaban con un seguro de producción que podía cubrir los costos de volver a rodar las escenas de Clift y parece ser que se plantearon seriamente sustituirle. Sin embargo, Elizabeth Taylor y Rock Hudson se opusieron a aquello y, tras nueve semanas de rehabilitación, Clift, con el lado izquierdo de su cara parcialmente paralizado, regresó al trabajo para terminar de rodar la película. 

Lo malo es que lo haría exhibiendo un comportamiento cada vez más errático —el director decía que Clift desaparecía cada dos por tres de su tráiler—, con grandes dolores y teniendo que recurrir a los trucos de un generoso director de fotografía que se esforzó para disimular los cambios que se habían producido en su ahora envejecido rostro.

Un ocaso con destellos de esperanza

A pesar de que no volvió ya a estar al cien por cien, Clift brindó en los siguientes años algunas de sus mejores interpretaciones. Logró bordarlo en De repente, el último verano (1959), una película absorbente rodada parcialmente en la España franquista y con guion de Tennessee Williams y Gore Vidal, que por desgracia fue prohibida durante años por la censura por tratar temas tan controvertidos entonces como la homosexualidad o el canibalismo.

También dio la talla frente a la cámara en el melancólico western Vidas rebeldes (1961), dirigido por John Huston, donde Clift encarnaría a un vaquero especialista en rodeos y compartiría créditos con dos superestrellas como Clark Gable y Marilyn Monroe; curiosamente, esta fue la última película de ambos. 

Aunque más huella dejaron los siete minutos que aparece en ¿Vencedores o vencidos? (1961), de Stanley Kramer. Bastante mermado, Clift se las vio y se las deseó para recordar las frases de su personaje —un polaco que, tras ser víctima de la esterilización forzosa, relataba su experiencia en los Juicios de Núremberg—, aunque al menos vio recompensado el esfuerzo al lograr cosechar una última nominación al Oscar.

Después, protagonizaría Freud, pasión secreta (1962), un filme donde tuvo que dar vida al padre del psicoanálisis, y por el que cobró 300 mil dólares; el caché más alto de su carrera. Pero sus múltiples adicciones provocaron varios parones durante el rodaje y agotaron la paciencia de su director (John Huston) y de Universal, que llegó a demandar a Clift por aquello. Aquel jaleo llevó a que nadie quisiera volver a contratar al actor, que se encerró en su casa de Nueva York, totalmente abatido, y desapareció de la vida pública durante tres años.

Ser una de las estrellas más poderosas de Hollywood tiene sus ventajas, y Elizabeth Taylor, que además de serlo lo sabía, volvió a usar una vez más su influencia para conseguirle a Clift un papel en la cinta Reflejos en un ojo dorado (1967). Pero no solo eso, también accedió a asegurarle. "Lorenzo James [secretario y última pareja de Clift] fue el principal responsable de que Monty volviera a poner su vida en orden, hiciera ejercicio y estuviera sano. Y, después de un tiempo, no solamente tenía buen aspecto sino que estaba radiante", comentaría Larsson en una entrevista.

Dispuesto a volver a empezar de cero y demostrar su valía, el actor de 45 años viajó a Munich para rodar allí un papel en una película de espías de bajo presupuesto titulada El desertor (1966). Sin embargo, nunca llegaría a filmar una secuencia de Reflejos en un ojo dorado, ni tampoco vería estrenada aquella modesta producción francesa porque, en la mañana del 23 de julio de 1966, Lorenzo James encontró su cadáver tumbado boca arriba y desnudo en su cama. 

Sus múltiples adicciones, su situación de vulnerabilidad y el profundo desasosiego que había sentido en los últimos tiempos condujeron a la mortal "oclusión de la arteria coronaria" que rezó en el informe forense del hombre al que muchos consideran todavía como el actor con más talento de su tiempo.

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