Danny DeVito, en su faceta de director (que aunque conocida siempre resultará llamativa), firmó en 1996 Matilda, adaptación de la novela infantil del gran Roald Dahl recordada con cariño por los que entonces éramos chavales debido al atractivo de su rareza y singularidades en el marco del cine familiar. La llegada a Netflix de una nueva versión, y además musical, generaba por ello tanto curiosidad como dudas, las cuales, no sin cierta sorpresa, se despejan en el proceso.
Algunos musicales suscitan recelo, en especial los de carácter infantil. Sí, no se puede evitar. Sin embargo, Matilda, de Roald Dahl. El musical, traslación a la pantalla de la creación de Tim Minchin (canciones) y Dennis Kelly (libreto) en el cauce de la Royal Shakespeare Company, convence y tiene su interés. La propuesta de TriStar y la plataforma funciona y denota cuidado, lo que no quita que presente aspectos que podrían haberse aplicado mejor (las descripciones de los compañeros de la escuela, los vínculos de estos con la protagonista) y que sus dos horas de metraje traigan minutos de más.
No descabalga del imaginario a la primera modulación cinematográfica (con más magia, encanto y negrura), y tampoco es que sus canciones sean de las que quedan grabadas y luego se tararean, si bien encajan y concuerdan con el tono de la obra de Dahl y la imagen construida de ella. Los temas implican un arduo trabajo de traducción en la VOSE, en la que se nota que hay menos literalidad de lo habitual. La versión doblada los plasma en español, decisión justificada por el público infantil pero que en este caso trae artificialidad (los labios no van acompasados).
El filme de Matthew Warchus, autor de la versión musical original y, en el cine, de Círculo de engaños y de Pride, devuelve al marcado contraste expuesto por Dahl entre la luminosidad y el potencial de los niños y la oscuridad de las actitudes adultas. De fondo aparece el maltrato. La manifestación icónica de la cuestión y del abuso de autoridad está en la despiadada y monstruosa directora Trunchbull, cuyo retrato constituye una exageración (de ahí la caricatura, enfatizada cuando se desquicia) de la figura de la profesora que infunde terror.
Emma Thompson interpreta el rol de la exlanzadora de martillo, en su momento encarnado por Pam Ferris. Se palpa que la actriz se divierte en una nueva transformación en el terreno del pasatiempo familiar (su aspecto físico en las dos entregas de La niñera mágica). La mirada se detiene en su registro, al igual que en los padres de la genial niña, Stephen Graham y Andrea Riseborough (en un perfil chocante si se atiende a su trayectoria).
En el caso de los progenitores, que como dejan claro no quieren a Matilda, el maltrato se reviste de desconsideración e incomprensión así como de ordinariez (lo hortera…) y cretinez. Los citados cogen el relevo del propio DeVito y de Rhea Perlman. También sorprende ver a Lashana Lynch, asociada a personajes fuertes, dando vida a la dulce maestra Honey (Embeth Davidtz en la primera película), junto a la bibliotecaria la honrosa excepción adulta.
La niña Alisha Weir transmite desparpajo como Matilda, también en lo relativo a la interpretación musical, y de hecho no hace pensar en la recordada Mara Wilson. La excepcionalidad de su personaje se refleja en su inteligencia, su imaginación (el cuento sobre el escapista y la acróbata, después conectado con la profesora, lazo que podría haberse materializado mejor) y los poderes que descubre cuando lidera la rebelión contra Trunchbull.
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