[Málaga 2022] ‘Alcarràs’, el Oso de Oro en Berlín que supone un regreso a la Arcadia

Carla Simón recurre al locus amoenus de los campos de melocotones en Lleida para hablar de los flecos de la globalización en las pequeñas familias agricultoras
'Alcarràs'
'Alcarràs'
Avalon
'Alcarràs'

“El dulce murmurar deste rüido / el mover de los árboles al viento / el suave olor del prado florecido / podrian tornar d’enfermo y descontento / cualquier pastor del mundo alegre y sano; / yo solo en tanto bien morir me siento”. Los versos son de Garcilaso de la Vega y pertenecen a su Égloga Segunda pero bien nos sirven para iniciar este texto sobre Alcarràs. Pues, aunque parezca insólito, las raíces de la segunda película de Carla Simón que triunfó en el reciente Festival de Berlín, pueden rastrearse en la novela pastoril renacentista española.

En su retrato de una familia que va a perder las tierras que lleva cultivando toda la vida, Alcarràs es una vuelta a una Arcadia, a ese locus amoenus de la mitología griega que nuestros Cervantes, Garcilaso o Lope cultivaron desde la pluma. Con todas las distancias, claro. No estamos en el Siglo de Oro ni hablan pastores de sus amores. Esta es la historia de unos agricultores que cultivan melocotones y paraguayas en el campo de Lleida. Y el siglo es el XXI, el siglo de la globalización, razón de más para buscar ese paraíso perdido, esa Arcadia, en Alcarràs.

Alcarràs
Alcarràs
Cinemanía

La segunda película de Carla Simón, tras su emocionante debut Verano 1993, recurre al costumbrismo para capturar el paisaje bucólico de su infancia. Escenas naturalistas hermosamente fotografiadas –hay planos que parecen cuadros de Sorolla– nos presentan a una familia que caza conejos de noche y recoge las frutas a mano, que celebra luminosas comidas familiares los domingos que acaban en guerras en la piscina y en funciones de teatro protagonizadas por los más pequeños.

La de Alcarràs es una familia grande, con muchos niños, primos, tías abuelas, cuñados, etc y Simón hace un esfuerzo ímprobo por equilibrar su presencia coral en la película. No solo eso. También conjuga sus puntos de vista, describiendo la realidad familiar desde una u otra mirada según le convenga más. Los actores, no profesionales, transmiten esa verdad de quien se interpreta a sí mismo o a una versión muy cercana.

Cada cual en la familia reacciona de una manera a la pérdida de las tierras. Hay un abuelo muy triste, impotente por no haber sabido leer el signo de los tiempos, por no haber garantizar el legado familiar. Su hijo, más burro que un arado, responde al fin de su forma de vida con esa rabia y ese orgullo puramente masculinos. El arco de su personaje, la aceptación, vertebra el filme como el de Frida en Verano 1993. Los niños, con cuyo punto de vista comienza la película –jugando a que no tienen gasolina para conducir un coche en un curioso guiño involuntario al problema por el que pasa Europa hoy–, juegan ajenos a ese trabajo, a esa forma de vida, en peligro de extinción.

Sin embargo, Simón muestra cierta preferencia por el punto de vista de los nietos adolescentes, eligiendo quizás la rebeldía y, sobre todo, la confusión ante la transformación del campo. La globalización también encuentra grietas a través de estos personajes: en esos bailes sexys que la nieta ensaya con sus amigas y cuyas coreografías parecen sacadas de Instagram.

Carla Simón defiende en 'Alcarràs' la agricultura en familia que "está muriendo"
Carla Simón defiende en 'Alcarràs' la agricultura en familia que "está muriendo"
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El baile con movimiento sexy de cadera rechina tanto como el sombrero del gran villano de la película, el terrateniente que reclama sus tierras para plantar placas solares, mucho más lucrativas que el melocotón. Su codicia amenaza con poner fin a una forma de vida como tantos flecos de la globalización, debate que encontramos ya en Feria, de Ana Iris Simón. Y sí, es una pena que nos estemos homogeneizando, que ciertas formas de vida desaparezcan, aunque Simón no oculta la dureza que implica el trabajo en el campo, como la Arcadia contada por los griegos, por cierto, y una no sabe si se pregunta por qué tanto empeño o es simplemente un apunte para que cada espectador saque sus propias conclusiones.

Pero globalización también es que la esposa del terrateniente sea rumana y desconcierta un poco ver a la familia protagonista de Alcarràs riéndose de ella, como si hubiese algo malo en emparejarse con un extranjero. No conviene olvidar que si la globalización conlleva ciertos peligros, la antiglobalización, el localismo, el antiprogreso, traen los suyos propios.

Salvando este detalle para el ojo más crítico, resulta fácil y a ratos emocionante (en mi caso, cada vez que en pantalla aparece el abuelo, cuánta ternura inspira) empatizar con el dolor que supone en la familia protagonista la pérdida de su Arcadia particular. Una pérdida que Simón minimiza capturándola para siempre en su película. ¿Qué es el cine si no eso?

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