Amor loco por Jacques Rivette: el cine que no se acaba nunca

Películas en movimiento y que piensan. Complots, teatro y trucos de prestidigitación. Seguimos el viaje del más misterioso de los directores de la Nouvelle Vague para celebrar el evento cinéfilo del año: 'L'amour fou' en cines.
Bulle Ogier y Jacques Rivette en el rodaje de 'L'amour fou'
Bulle Ogier y Jacques Rivette en el rodaje de 'L'amour fou'
Cinemanía
Bulle Ogier y Jacques Rivette en el rodaje de 'L'amour fou'

¿Cuál es el misterio de Jacques Rivette? ¿En qué consiste ese enigma que rodea su figura y obras, todavía hoy envueltas en un halo de secretismo romántico? 

Aunque puede que el estatus de Rivette (Ruán, 1928–París, 2016) aún siga siendo, como entonces, “vagamente legendario, pero poco conocido”, como afirmaba Marc Chevrie, también es cierto que, desde la muerte del cineasta, ha ido emergiendo una renovada facción de fieles, suerte de comunidad rivettiana que no le temen ni a sus desmedidas películas ni a sus conspiraciones laberínticas y mundos especulares.

Desde el deceso de Rivette se ha trabajado de manera titánica en la restauración y puesta en circulación de su obra; un esfuerzo que en parte explicaría este cierto renacer. Los ciclos en Filmoteca de Cataluña (2017) y Filmoteca Española (2023) son prueba de ello, pero su buena acogida demuestra, asimismo, la existencia de un interés previo. En los últimos años, los estudios académicos han dado al corpus de Rivette un contorno crítico. 

Por otra parte, asistir a una proyección de ‘un Rivette’ tiene algo de legendario, en tanto que experiencia excepcional y extenuante. Es un encuentro con un cine inesperado y mágico, que parece estar creándose en el mismo momento en que estás viéndolo. O, como señala Violeta Kovacsis, su misterio posee la cualidad de permanecer intacto y, al mismo tiempo, “está profundamente vivo”. El reestreno en salas este 9 de mayo de L’amour fou (1969), una de sus películas capitales, no hace más que confirmarlo.

'L’amour fou': cartografiando el punto cero

La recuperación de L’amour fou es un acontecimiento en toda regla, ya que la película llevaba fuera de circulación un tiempo. El filme se conservaba en diversas versiones en positivo, pero el negativo original se había perdido tras un incendio en 1973. La copia restaurada que va a poder verse a partir del 9 de mayo ha sido elaborada con fuentes de variada procedencia y supervisada estrictamente por Caroline Champetier, la directora de fotografía y colaboradora de Rivette.

Aparte de su milagrosa restauración, la importancia del filme es capital por varios motivos. “Es una revolución de la puesta en escena”, recalcaba la crítica Hélène Frappat el año pasado en el estreno francés de la obra restaurada. Es una revolución, en efecto, tanto en la trayectoria de Rivette, en particular, como en la del cine en general. 

Si bien es cierto que su ópera prima París nos pertenece (1961) es un preámbulo de las inquietudes que poblarían su cine (el registro de la vida frente a la representación teatral, las sociedades secretas y la paranoia, el protagonismo femenino, la cartografía oculta de la ciudad), L’amour fou puede verse como una nueva inauguración en su trayectoria ya que forja un estilo experimental y un modus operandi con los actores que se convertiría en su modelo de puesta en escena.

'L'amour fou', de Jacques Rivette
'L'amour fou', de Jacques Rivette
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Pero ¿de qué manera llega Rivette a L’amour fou? Tras la experiencia de La religiosa (1965), en la que la adaptación demasiado guionizada de la pieza de Diderot y la prohibición y secuestro de la película habían acorralado creativamente al cineasta, Rivette se embarca en el capítulo dedicado a Renoir de la serie Cinéastes de notre temps, de Janine Bazin, esposa de André Bazin, y André S. Labarthe. Las dos semanas de rodaje de Jean Renoir le patron (1966) le permitieron entablar una conversación profunda con su maestro, de quien había sido asistente, para inspirarle una renovada relación con el arte interpretativo.

Rivette, para entonces jefe de redacción de Cahiers du Cinéma y nodo teórico de los ‘jóvenes turcos’ –a quienes conoció en los cineclubs del Barrio Latino cuando aterrizó en París en 1949– tras haber firmado no pocas críticas canónicas —como su artículo-manifiesto De la abyección, sobre Kapo, de Gillo Pontecorvo–, iba, así pues, a reinventarlo todo. O, como recordaba Serge Daney desde el diario Libération: “L’amour fou vino del deseo de crear un dispositivo que no proviene de ningún sitio, compartido por todos y asumido por uno solo: él”.

En cierto modo, L’amour fou parece reelaborar el vaivén entre el mundo del teatro y el de bastidores de París nos pertenece al seguir durante cuatro horas el derrumbe de la relación de un director, Sébastien Gracq (Jean-Pierre Kalfon), que supervisa los ensayos de la Andrómaca de Racine, y su compañera y actriz Claire (Bulle Ogier). “Todos los filmes tratan del teatro: no existe otro tema [...]. Porque es el tema de la verdad y la mentira”, llegaría a decir el cineasta. 

Entre las dilatadas tomas de Rivette filmando a la pareja en caída libre en la intimidad de su dormitorio y las imágenes en 16mm tomadas por Labarthe captando los ensayos, un hilo invisible que une la vida con su representación, los juegos de poder con sus terribles consecuencias. “Para Rivette hay muchos intercambios entre la vida y el juego: se puede parar un juego, pero no es eso lo que para la vida”, recordaba Labarthe sobre el intenso rodaje de esa película.

Bulle Ogier y Jean-Pierre Kalfon en 'L'amour fou'
Bulle Ogier y Jean-Pierre Kalfon en 'L'amour fou'
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Hora de aventuras

Es probable que no haya mayor aventura que hacer una película y el cine de Rivette escenifica la fórmula de que lo único que necesitas para lograrlo es juntar a Bulle Ogier con otras actrices en algo parecido a un escenario, el horizonte de una conspiración como telón de fondo y el azar.

“Bulle no es la Nueva Ola, es la ola absoluta”, dijo Marguerite Duras de la actriz rivettiana por excelencia. Hizo siete películas con el cineasta y su presencia es clave en la película de culto Out 1: Noli me tangere (1971). Sería impúdico tratar de despachar en dos párrafos los 729 minutos de duración de esa obra inspirada en Historia de los trece, de Balzac –y con Jean-Pierre Léaud y Juliet Berto como parte de la troupe–, pues merece un reportaje por sí misma. 

Con todo, vale la pena recuperar a Ogier recordando la radicalidad del cineasta: “Cuando llegábamos al plató [de Out 1], no sabíamos lo que habían hecho los otros actores el día anterior”, rememoraba en 2017 cuando presentó el ciclo de Rivette en Cataluña. “Fue una improvisación salvaje. El operador, Pierre-William Glenn, tenía libertad absoluta para seguir a los actores”. Para Berto, según declaraba en Positif en 1974, “las 13 horas [de Out 1] presentan algo bastante fascinante e inquietante sobre la materia de los actores en esta época, es decir, después del 68”.

Ogier también es clave como secundaria en Los locos viajes de Céline y Julie (1974), tal vez la película más celebrada del de Ruán. Se trata de la historia de dos chicas, interpretadas por Berto y Dominique Labourier, que se conocen por azar y que acaban descubriendo una dimensión paralela en una enigmática mansión de París. 

Juliet Berto y Dominique Labourier en 'Los locos viajes de Céine y Julie'
Juliet Berto y Dominique Labourier en 'Los locos viajes de Céine y Julie'
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Quizá la más carrolliana de las fantasías de Rivette, explicar al detalle la cinta sería desvelar su encantador misterio. Para Mary Wiles, experta en el cineasta, estamos ante “la expresión más exuberante e inquietante de la amistad femenina en la historia del cine” y el filme es a todas luces el más paradigmático de sus muchos retratos femeninos.

Rivette, de hecho, fue un gran director de actrices desde una libertad inédita, muy especialmente en su inacabada tetralogía Las hijas del fuego, que pasaría a denominarse Escenas de la vida paralela, y películas que exploran la relación entre mujeres y mitología a partir de una particular reinterpretación de los géneros cinematográficos: Duelle (1976), incursión en el fantástico y el noir a partir de la batalla entre la hija de la luna y la hija del sol, o la peculiar historia de piratas de Viento del noroeste (1976), con Bernardette Lafont y Geraldine Chaplin. 

La tercera cinta de ese ciclo, Marie y Julien, iba a ser interpretada por Albert Finney y Leslie Caron, pero la producción se interrumpió tras sufrir Rivette un colapso nervioso. Años después recuperó ese guion en el libro Trois filmes fantômes (2002), que acabó tomando cuerpo en La historia de Marie y Julien (2003), un romance sobrenatural con Emmanuelle Béart y Jerzy Radziwilowicz.

Nuevas colaboraciones, mismas inquietudes

Todas las aventuras de Rivette comienzan con la búsqueda de un tesoro, ya sea una grabación en París nos pertenece, una joya en Duelle, unos documentos en Alto, bajo y frágil (1995) o un manuscrito en Vete a saber (2001). En la crepuscular Le pont du Nord (1981), en cambio, las protagonistas, Bulle Ogier mano a mano con su hija Pascale Ogier, tratan de descifrar cuál es exactamente su misión mientras deambulan por un París engullido por las obras de remodelación urbana y transformado, a su vez, en tablero de juego y de vigilancia.

Bulle Ogier y Pascale Ogier en 'Le pont du Nord'
Bulle Ogier y Pascale Ogier en 'Le pont du Nord'
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A partir de ese filme, Rivette inicia nuevas colaboraciones: la productora Martine Marignac, o Pascal Bonitzer y Christine Laurent, que apuntalan el proceso de guion rivettiano que va avanzando a medida que lo hace el rodaje. Sus inquietudes artísticas, no obstante, se mantienen incólumes.

La magnífica La banda de las cuatro (1989) reincide en las relaciones entre teatro y vida con una amenaza como telón de fondo a partir de la historia de cuatro estudiantes de teatro y su instructora, de nuevo Bulle Ogier; mientras que Alto, bajo y frágil renueva los códigos del musical con el encuentro azaroso de tres mujeres y una sociedad secreta. 

En Vete a saber, la verdad y la mentira se conjugan de manera vodevilesca y divertidísima en las diversas historias de un grupo de teatro italiano que llega a París como parte de su gira europea para representar a Pirandello.

'Vete a saber', de Jacques Rivette
'Vete a saber', de Jacques Rivette
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Si Rivette jamás abandonó la experimentación narrativa y formal, tampoco dejó de lado su reflexión sobre la manera más justa para filmar. La bella mentirosa (1991) puede entenderse como una película-manifiesto al respecto, ya que en sus imágenes resuena esa ética de la puesta en escena que defendía desde Cahiers. 

La película, inspirada en La obra maestra desconocida, novelita de su admirado Balzac, es claramente excepcional, tanto por el duelo interpretativo entre Michel Piccoli, un pintor decidido a concluir una cuadro inacabado, y Emmanuelle Béart, la modelo accidental que a va poner contra las cuerdas al artista y sus convicciones, como por los interrogantes y dudas de Rivette a la hora de registrar el cuerpo desnudo de su protagonista. La bella mentirosa logró el Gran Premio del Jurado en Cannes el año en que arrasó Barton Fink, de los hermanos Coen, y el filme sigue siendo unas de sus obras más celebradas.

Rivette volvería a Balzac una vez más con La duquesa de Langeais (2007) un desgarrador amour fou entre un militar y una dama en la Francia napoleónica, y, a sus 80 años, pese al Alzheimer, todavía tendría energía para un delicado corolario, El último verano. En esa breve historia sobre las dificultades de una mujer (Jane Birkin) que hereda un circo y su relación con un viajero (Sergio Castellito) encontramos una sentencia que puede ayudarnos a comprender algo más al escurridizo Rivette: “Yo no sé si vivo. Me muevo”, le dice el personaje de Castellito al de Birkin. 

El espectáculo, ojalá la vida, jamás debería parar. “Debería poder continuar’ es una frase que me gustaría poner al final de todas las películas”, le dijo el de Ruán a Marguerite Duras en una charla en Le Monde. Tal vez en eso consista el gran secreto rivettiano, en que su cine no se acaba nunca.

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