'First Cow' y otros 5 westerns contemporáneos dirigidos por mujeres

El esperado estreno de la última película de Kelly Reichardt nos lleva a recordar otras miradas femeninas que se enfrentaron al mito del Oeste
First Cow
First Cow
Allyson Riggs
First Cow

Una vaca sagrada. La primera en llegar al nuevo jardín del Edén. Un espacio virgen e inexplorado, que soporta todo el peso de la simbología fronteriza, al que décadas de fabulaciones han atribuido una compleja dualidad entre lo histórico y lo mitológico.

“No existe ninguna nación moderna en la que se mantenga tanto como en USA una semejante relación «dialéctica» entre el mito y la Historia (…). Es, pues, normal que una amplia labor de mitificación –o de fabulación– se haya producido a nivel literario y folclórico durante todo el siglo XIX, prefigurando de alguna manera la mitificación cinematográfica, casi aguardándola, puesto que, de hecho, la conquista del Oeste solamente alcanzará sus sorprendentes dimensiones gracias al cine.” [Astre, G.-A. y Hoarau, A.-P. (1997). El universo del western (4ª ed). Editorial Fundamentos.]

En First Cow, Kelly Reichardt se remonta a un estadio casi primitivo de la concepción del Far West. Fundamentalmente, porque su historia se sitúa en el Oregón de 1820, donde la fotografía no había podido dejar todavía una huella a la que aferrarse. Y nos ofrece un western costumbrista, que reposa en la belleza de lo doméstico, donde incluso llegamos a sentir cierta nostalgia por un hogar fallido.

Este ejercicio prácticamente de arqueología cinematográfica (la secuencia inicial desenterrando, por azar, los esqueletos…) tiene su resonancia, cómo no, en el propio cuestionamiento de la construcción del mito del Oeste. Pero también, por extensión, indaga en las grietas de otros mitos imbricados en la leyenda fundacional: la tierra de las oportunidades, el individualismo capitalista, el hombre hecho a sí mismo, el American way of life…

En el formato prácticamente cuadrado de su película, rodada con la austeridad y el apego a la tierra de una artesana, no hay espacio para lo épico ni lo heroico. La poética reside en los pequeños gestos que adquieren universalidad; en la recreación de todas sus texturas y sutiles sonidos. En donde incluso la penumbra tiene un peso simbólico más potente que la luminosidad.

La amistad es el eje vertebrador de una historia que no por su sencillez está exenta de una profunda reflexión sobre lo que realmente nos configura como seres humanos. El universo “primario” del western de Reichardt y sus habitantes nos hace pensar en las variaciones coetáneas del género, y en otros nombres femeninos que han reflexionado en torno a sus ejes.

El esqueleto del western

Los códigos de representación y los grandes temas de un género que ya se cuestionaba a sí mismo en su edad crepuscular, hace más de 60 años (o más de 70, si tomamos a La legión invencible de John Ford como el primer ejemplo del héroe canónico abrazando su ocaso), no han parado de mutar desde la década de los 90.

Las derivas del western contemporáneo o neowestern, con sus revisiones e hibridaciones, nos han demostrado a lo largo del nuevo milenio que el relato del mito fundacional norteamericano puede fragmentarse y desprenderse prácticamente de todo, hasta quedarse en su esencia más elemental, su esqueleto: la pugna entre la misión “civilizadora” y las pulsiones de lo “salvaje”.

En esa misma lucha bipolar, la propia revisión del arquetipo colonialista del ‘cowboy’ y del ‘indio’ se ha destilado en muchos filmes hasta llegar al análisis del significado de la otredad y su representación: ¿en qué márgenes se ubica cada una de estas figuras cuando el paisaje de la frontera nos engulle?

Esa esencialidad del western permite, precisamente, que en torno a su imaginario sigan construyéndose ficciones y estableciéndose debates sobre nuestras sociedades contemporáneas. Como bien apuntaba Quentin Tarantino en el contexto de su Django desencadenado (2012), “no hay otro género que refleje mejor la década en la que (esas películas) se hicieron o la moral y los sentimientos de los estadounidenses. Los westerns son siempre una lupa.”

Hagamos un breve repaso por cinco títulos westernianos dirigidos por mujeres que recurren al género para trazar nuevas narrativas en torno a su mitología.

Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010)

Meeks Cutoff
Meeks Cutoff
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Volvemos a Reichardt en su primera incursión evidente en el género del Oeste. Y digo evidente porque su filmografía está plagada de elementos que la conectan con esa esencia elemental del western que mencionábamos: personajes que habitan en los márgenes (outcasts) y que atraviesan espacios limítrofes, “personajes que son una especie de extensión del paisaje en el que se encuentran. (…) cuyos problemas, la fuerza supuestamente civilizadora de la justicia fronteriza nunca demuestra ser lo suficientemente fuerte para solucionar.”

Filmes que nos llevan también a reflexionar, en última instancia, sobre la identidad norteamericana. Y sobre su propia vulnerabilidad.

Meek’s Cutoff se sitúa en 1845, en una auténtica travesía de sus protagonistas, colonos pioneros, hacia lo que se perfila como una muerte segura. El propio paisaje se convierte en una bella y desértica mortaja que va envolviendo las figuras derrotadas de los personajes.

La maestría del encuadre de Reichardt nos devuelve planos configurados con tal inteligencia y economía narrativa que es imposible no acordarnos de Ford; donde cada personaje ocupa un lugar simbólicamente potente en el espacio.

De nuevo, el formato cuadrado (1.33:1) le sirve a la directora para contradecir los gestos épicos del gran horizonte esperanzador que domina la narrativa más canónica del género. Y el cuestionamiento de los arquetipos se produce desde ese juego con la ambigüedad que de forma tan soberbia (y valiente) domina la cineasta.

La hipnótica figura del nativo americano (el único que veremos en esta escuálida representación de la conquista del Oeste, del mismo modo que solo nos acompañarán tres caravanas) ejerce especial atracción sobre Emily Tetherow (Michelle Williams), estableciéndose un espléndido “diálogo” a pesar de la incapacidad de comunicarse verbalmente entre ellos: dos figuras que conectan desde sus propios márgenes en el relato oficial. Y también por esa pulsión “salvaje” y “primitiva”, relacionada con el instinto de supervivencia de Emily, que le lleva a dudar en todo momento del fanfarrón (y suicida) discurso “civilizador” del guía Stephen Meek (Bruce Greenwood).

The Rider (Chloé Zhao, 2017)

The Rider
The Rider
Caramel Films

La ganadora del Oscar, Chloé Zhao, mantiene un innegable vínculo con los códigos esenciales del western. Las conexiones con Nomadland son evidentes, en esa captura de la belleza vulnerable que portan los habitantes de un cosmos fronterizo. Donde el corsé de la civilización asfixia demasiado y (de nuevo) la pulsión hacia lo “salvaje” es un instinto irrenunciable y liberador.

El propio título del filme, The Rider, es tan conciso y directo como la propuesta cinematográfica que alberga. Un jinete cabalga, cabalga y cabalga hasta la extenuación. ¿Y qué otra cosa puede hacer si se le niega el propio sentido de su existencia?

La aproximación de Zhao al western (que ya vaticinaba su primer largometraje, Songs My Brothers Taught Me, 2015) bebe también del relato iniciático y se configura como una apuesta naturalista, observacional (la mayoría de las figuras que transitan por sus obras son personajes reales o actores no profesionales), donde el poder de lo indomable se cuela por todos los resquicios de la Reserva de Pine Ridge en Dakota del Sur (la localización y sus reminiscencias a las Badlands tampoco parecen casuales).

El viento (The Wind, Emma Tammi, 2018)

El viento, de Emma Tammi
El viento, de Emma Tammi
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La pradera yerma y maldita se empeña en engullir toda posibilidad de vida, arrebatándoles a las mujeres los propios frutos de sus vientres. Como si quisiera vengarse de todos aquellos que protagonizaron el expolio, construyendo sus hogares “civilizados” sobre pilas de cadáveres.

El filme de Emma Tammi conecta la mitología del western con los códigos del cine de terror (imposible olvidar en esta hibridación la locura caníbal pergeñada por Antonia Bird en 1999, Ravenous, que en cierto modo allanaba el camino a la espléndida Bone Tomahawk, 2015). Pero la referencia a los miedos atávicos y la iconografía satánica sirven para enfatizar la agonía de la soledad de su protagonista (Caitlin Gerard) en el paraje fronterizo, alejándose de un ejercicio exploit puro y duro.

El papel de la mujer como custodia (y posibilitadora) del hogar salta en mil pedazos, escopeta en mano y azotada por el viento incesante. Lo indómito y lo demoníaco, en este caso, se confunden. Como las figuras de autoridad (el marido, el reverendo…) se desvanecen en su propio espejismo.

De nuevo, las fricciones entre civilización y barbarie que concebía John Ford en la puesta en escena del icónico porche de Centauros del desierto sirven aquí como evidente referencia.

Marlina the Murderer in Four Acts (Mouly Surya, 2017)

Marlina the Murderer in-Four Acts
Marlina the Murderer in-Four Acts
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Los ecos sudorosos y encarnizados del spaghetti western y la furia del subgénero rape and revenge se deslizan entre muecas de humor negro y grietas de surrealismo en esta propuesta indonesia.

Marlina the Murderer in Four Acts nos relata en cuatro actos el viaje iniciático por el desierto de su protagonista, una mujer viuda, que recorre su camino con el porte y la circunspección de un llanero solitario, portando un machete y la cabeza todavía fresca de su agresor.

En este universo, la supervivencia pasa por la irremediable lucha contra la opresión, y el paisaje agreste y abrupto se convierte en el marco perfecto para la travesía. De nuevo, la pulsión salvaje como instinto de preservación.

Western (Valeska Grisebach, 2017)

Western
Western
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Cuando hablamos de la deconstrucción del imaginario del western, despojándolo de todo hasta dejarlo en su más puro esqueleto sobre el que construir radiografías contemporáneas, la referencia al extraordinario filme de Valeska Grisebach es ineludible. La síntesis de su título ya vaticina su poesía lacónica.

El microcosmos de frontera se yergue aquí sobre un doble significado (de múltiples capas), tanto físico como metafórico, al establecerse en un espacio geográficamente limítrofe: un pueblo de Bulgaria que limita con Grecia.

Allí establecen su asentamiento un grupo de obreros de la construcción alemanes quienes, como si de una expedición de colonos se tratase, buscan la prosperidad en un entorno que no está libre del conflicto con sus pobladores originales. Con quienes la frontera (de nuevo) del idioma parece imposibilitar cualquier entendimiento.

Hombres rudos que parecen supeditados al único propósito de cumplir con su aventura para volver cuanto antes a casa con algo más de riqueza.

Pero entre ellos destaca Meinhard, una figura enjuta e imperturbable, absolutamente crepuscular, que parece portar en su rostro y en sus ademanes la marca del desarraigo. Quien quizás, precisamente por su carácter indomesticable (con acento en la ausencia del ‘hogar’), parece ser el único capaz de entablar lazos con los habitantes del pueblo (y con los caballos, como ocurría con la joven y malherida estrella del rodeo en The Rider).

Pero la ambigüedad de Grisebach rehúye cualquier tipo de maniqueísmo y se acomoda en las fisuras, ofreciendo algunos de los gestos más sinceros, tiernos y emotivos sobre la fraternidad y la camaradería masculinas que hayamos podido ver en el cine. Algo que conecta su película, de alguna manera, con la mirada íntima de Reichardt en su First Cow.

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