'Coonskin': un repaso a la altamente inflamable representación afroamericana en el cine estadounidense

Ante todos ustedes Ralph Bakshi, pionero de la animación adulta, chapoteando con rabia en el charco de las tensiones raciales estadounidenses, cubriéndose de gloria. Por Andrés Oliva.
Imagen de la película 'Coonskin'
Imagen de la película 'Coonskin'
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Imagen de la película 'Coonskin'

Bakshi es uno de los directores más locos de los locos 70, una década de importantes transformaciones en Hollywood. Junto a la renovación de códigos impulsada por una nueva generación de directores (los Coppola, Lucas, Spielberg...), uno de los cambios más importantes fue el cambio de percepción de la población afroamericana en pantalla. Sí, los setenta fueron tan locos que posibilitaron la inclusión de una perspectiva afrocéntrica en el mainstream cinematográfico.

Hollywood siempre ha funcionado, además de como una máquina de entretener y hacer dinero, como un espejo en el que la sociedad estadounidense busca reflejarse y examinar sus valores presentes, pasados y futuros. Un espejo en el que pasado el tiempo, o incluso en el momento, a veces no resulta del todo cómodo mirarse y que hoy, por ejemplo, devuelve a nuestros ojos el racismo constitutivo de pilares cinematográficos de la primera mitad de siglo XX, como El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915) o Lo que el viento se llevo (Victor Fleming, 1939). El primero en una versión abierta y agresiva. El segundo en una versión nostálgica y almibarada.

Si tenemos en cuenta que la obra maestra de D.W. Griffith (la visionaria película que dio la medida de las posibilidades creativas, industriales y comerciales del medio cinematográfico; una obra que seguramente el presidente Woodrow Wilson no alabó como «historia escrita en luz» pero que, en cualquier caso, conectó con el pulso estadounidense y arrastró audiencias nunca antes vistas a lo largo y ancho del país) no es otra cosa que propaganda del Ku Klux Klan, grupo terrorista promotor del supremacismo blanco, no cuesta imaginar por contrapartida el rol que ejerció la población afroamericana en el Hollywood de los grandes estudios que surgiría a los pocos años. Esencialmente, en sintonía con las políticas segregacionistas que regían buena parte de la nación, y dado su bajo nivel de vida general, estaba excluida de puestos ejecutivos y técnicos y, por extensión, de cualquier rol de peso en la presentación de su comunidad en pantalla.

El nacimiento de una nación fue la película que relanzó el Ku Klux Klan
'El nacimiento de una nación': clásico indiscutible, pero muy discutido, de la historia del cine
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Al fin y al cabo, el cinematógrafo surgió al mismo tiempo que se reconocían constitucionalmente las políticas segregacionistas en Estados Unidos (en el caso Plessy v. Ferguson de 1896). Un periodo en el que convivió el surgimiento de los medios de comunicación de masas con espectáculos minstrel que aún gozaban de salud. Es importante tener presente este punto de partida decimonónico para entender las batallas culturales que se dieron ochenta años después, época en la que se estrenaron Coonskin y otros títulos similares.

Esparcidas en el tiempo hubo tentativas de ofrecer una imagen más realista o matizada de la población afrodescendiente estadounidense, si bien nunca fueron más allá de excepciones a una regla.

Una de las más destacables puede ser la del primer largometraje sonoro de King Vidor, Hallelujah (1929). Una encomiable pastoral gospel, con un elenco enteramente afroamericano, que vio mermadas sus posibilidades como fresco social de la América negra al constreñir su historia a los clichés de la femme fatal que seduce al protagonista. El hecho de que se pueda decir casi lo mismo de Carmen Jones (Otto Preminger, 1954) —de nuevo un musical (audaz al trasladar Carmen de Bizet al mundo afromericano de mediados de los cuarenta) con un elenco negro y algún apunte social que termina por quedarse en los lugares comunes de la femme fatal que seduce al protagonista— da la medida de las posibilidades de la representación de los afroamericanos en el Hollywood anterior a los años 60.

Cabe destacar también los homenajes a estrellas como Duke Ellington, Billie Holiday o Cab Calloway que dirigió en los treinta Fred Waller, notorio inventor fotográfico y entusiasta del jazz. Cortometrajes que anticiparon largometrajes de la década siguiente como Stormy Weather (Andrew L. Stone, 1943) o Cabin in the Sky (Vincente Minnelli, 1943). La música siempre ha sido el principal resorte del soft power afroamericano por lo que no es de extrañar que el musical les abriera las puertas a representaciones cinematográficas más honrosas. No obstante, estos cortometrajes magnificadores de afroestadounidenses prominentes, con nombres y apellidos, se planteaban a través del jazz. Es decir, no dejaban de presentar a los negros como entretenedores, evitando detenerse en su realidad política, social y económica para examinarla. Los límites no estaban marcados pero eran bastante claros. La industria del cine estadounidense aplicaba la mentalidad más estrecha en su gestión de las audiencias y se dirigía al ciudadano / consumidor americano medio. En otras palabras, a Hollywood no le importaban las vidas negras.

The Negro Soldier (1944)
'The Negro Soldier'
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Evitando distraernos en una retrospectiva exhaustiva, la representación más favorable que puedo encontrar durante esta primera mitad del siglo XX es, con una ironía literalmente sangrante, The Negro Soldier (Stuart Heisler, 1944), un mediometraje de reclutamiento para la Segunda Guerra Mundial que repasa los progresos de los afroestadounidenses en las décadas previas al conflicto para instarles, acto seguido, a incorporarse a un ejército —entonces fuertemente segregado— con el que hacer frente a la Alemania nazi. Teniendo en cuenta que Adolf Hitler había aludido en sus discursos a Estados Unidos como ejemplo de implementación de políticas racistas, lo que aquella propaganda planteaba al afroamericano medio era la disyuntiva de —lo pondré en los términos más llanos que pueda— priorizar una mierda seca (los Estados Unidos de los años cuarenta) frente a una mierda aún humeante y muy maloliente (el Tercer Reich).

(Más allá de las alabanzas del Führer, que pueden entenderse como una triquiñuela retórica, recomiendo la lectura de Hitler's American Model: The United States and the Making of Nazi Race Law de James Q. Whitman a quienes tengan interés en los puntos de inspiración que los legisladores nazis tomaron de los legisladores estadounidenses).

De hecho, hay otro documental que funciona como perfecto programa doble junto a The Negro Soldier. En Strange Victory (1948) Leo Hurwitz señala, mediante estadísticas y un cargante uso de bebés como dispositivo retórico, lo agridulce de la victoria para los afroamericanos, quienes a su vuelta de la guerra veían cómo seguía vivo en su país el racismo que habían ayudado a derrotar en el extranjero. Hurwitz, director siempre militante, invitaba a seguir luchando sin armas al enemigo interior, al racista autóctono. Este título interesa especialmente porque ayuda a entender el punto de inflexión que supuso la guerra para la población afroestadounidense. La campaña lanzada desde la cabecera afroamericana Pittsburgh Courier durante el conflicto, conocida como The Double V (por la doble victoria que ansiaban los negros estadounidenses tanto fuera como dentro del país), supuso en cierta medida un precedente de la lucha por los derechos civiles de los 60. El hecho de que los estadounidenses negros hubieran dado su vida por un país que no dejaba de tratarlos como ciudadanos de segunda supuso para muchos de ellos una gota de agravio más en un vaso colmado.

Teniendo en cuenta este punto de partida, no es de extrañar que durante las primeras décadas del cine, aquellos afroamericanos que quisieron tener una representación digna en pantalla tuvieron que llevarla a cabo ellos mismos, como hicieron emprendedores del periodo silente como Oscar Micheaux o la Lincoln Motion Picture Company. Ellos aprendieron a hacer películas por su cuenta en un época en la que hacer cine afroamericano significaba hacer cine independiente, y aprovecharon las lógicas de mercado impuestas por la segregación para hablar a su comunidad desde la propia comunidad. Consiguieron cierto retorno económico y algo de sostenibilidad a corto e incluso medio plazo, pero en ningún caso pudieron hacer frente a la apisonadora industrial de Hollywood y su capacidad para definir el imaginario de la nación.

There's a bad ass n***** coming back to get some dues

Melvin Van Peebles en el rodaje de Watermelon Man (1970)
Melvin Van Peebles en el rodaje de 'Watermelon Man' (1970)
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Era tal la regla del desinterés por lo cotidiano de las vidas afrodescendientes, por lo que tenían de testimonio vivo de algunos de los aspectos más disfuncionales del país, que tuvieron que confluir una crisis moral en Estados Unidos y la decadencia del sistema de estudios para que estos dieran la oportunidad de dirigir una película a un afroamericano. El consagrado y polifacético fotógrafo Gordon Parks, a posteriori sobre todo conocido en el ámbito cinematográfico por dirigir Shaft (1971), se convirtió en el primero en ponerse tras una cámara de Hollywood al asumir la dirección de la notable The Learning Tree (1969), adaptación del libro homónimo que él mismo había escrito tres años antes.

Sugiero contar los años que van de 1915 (por quedarnos con el año de El nacimiento de una nación) a 1969. Vocearlos uno a uno y comprobar lo larga que se hace la recitación de esta ausencia afrodescendiente en Hollywood.

Esas son algunas líneas generales sobre la marginalidad cinematográfica de los afroamericanos durante buena parte del siglo XX. A ellas me permito añadir un último apunte que nos ayude a abordar a los directores de los años 60 y 70, década esta última en cuyo epicentro se sitúa Coonskin.

Tomemos, por un lado, al que —a mi entender— es el director afroamericano de ficciones más importante de esa generación: Melvin Van Peebles. Tomemos, por otro, al que —a mi entender— es el documentalista afroamericano más importante de esa generación: William Greaves. Dos personalidades ambiciosas y extraordinariamente dinámicas que, a pesar de sus contrastadas capacidades para dar con mil y una soluciones, no vieron la manera de sortear las inercias raciales de Estados Unidos y tuvieron que abandonar el país para superar los límites profesionales que tácitamente este les suponía. Melvin van Peebles debutó tras la cámara en Francia, con la nunca lo suficientemente reivindicada The Story of a Three-Day Pass, de 1968. William Greaves lo hizo en Canadá con una serie de reportajes para el National Film Board of Canada, a finales de la década de los cincuenta.

La conclusión para ellos y para los anales de la historia fue clara. Si eras un hombre negro en Estados Unidos (recordemos, la gran potencia cinematográfica global y la tierra de las oportunidades) y querías dirigir una película con medios profesionales, la solución pasaba por irse de Estados Unidos. Y digo hombre porque una mujer negra no parecía entrar en los cálculos de nadie. Habría que esperar hasta 1991 para ese debut en Hollywood, a cargo de Julie Dash, ya en un periodo distinto al que nos ocupa.

Van Peebles y Greaves volvieron a Estados Unidos con credenciales como directores en un momento en el que el país estaba convulsionándose, listos ambos para continuar las carreras que no habían podido empezar allí.

Shaft
Richard Roundtree en 'Shaft'
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En los sesenta, especialmente hacia el final de la década, ya hubo buenos ejemplos de largometrajes que abordaban la cuestión racial de manera frontal, sin zarandajas y siguiendo diversas estrategias estéticas, como A Raisin in the Sun (Daniel Petrie, 1961), In the Heat of the Night (Norman Jewison, 1967), Still A Brother: Inside the Negro Middle Class (William Greaves, 1968), Uptight (Jules Dassin, 1968), Putney Swope (Robert Downey Sr., 1969) o la mencionada The Learning Tree (1969). Además, nada más empezar los 70, Melvin Van Peebles debutó en Estados Unidos con Watermelon Man (1970), una satírica y estrambótica aproximación a la premisa de la Metamorfosis de Kafka en la que un vendedor de seguros blanco y racista se despierta, un día cualquiera, transmutado en negro. Una iniciativa que surgió de Columbia (es decir, ahora sí del dinero de un estudio de Hollywood) a partir de un guión de Herman Raucher.

La pregunta entonces es: si ya habían debutado directores afroamericanos tanto dentro como fuera de Estados Unidos, y tanto dentro como fuera del sistema de estudios; si ya había un programa de televisión que tomaba el pulso a la realidad afroamericana (Black Journal, con el mencionado William Greaves al frente entre el 68 y el 71); si ya había una estrella negra que brillaba y cobraba como tal estrella (Sidney Poitier); si Bill Cosby ya había dado los primeros pasos de su imponente carrera televisiva... Si ya se estaban dando todos esos avances audiovisuales, ¿por qué Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971) es considerada un hito?

Con su tercer largometraje Melvin Van Peebles se convirtió, salvando las distancias, en el Oscar Micheaux de los 70. En el afroamericano que tiró para adelante por su cuenta y riesgo, agarró una cámara, tuvo éxito y ayudó a delimitar un nuevo terreno de juego.

Sweet Sweetback’s Baadasssss Song fue una apuesta personal en la que hizo por sí mismo cuanto podía hacer: protagonizó, dirigió, escribió, produjo, montó y compuso la banda sonora de la cinta (interpretada por un grupo desconocido que acababa de debutar discográficamente llamado Earth, Wind & Fire). Pero lo rotundo de su independencia no vino de los muchos roles que él asumió sino de cómo encaró el proyecto desde el punto de vista económico.

Después de la experiencia satisfactoria con Watermelon Man, Columbia le ofreció un contrato por tres películas. Nunca se le había presentado a un director afroamericano semejante oportunidad, que en sí tenía algo de histórica. Vale, pues él la rechazó para apostar por la independencia. Un gesto valiente que, en términos profesionales, rozaba lo suicida. Van Peebles no quería romper su techo de cristal. Lo quería reventar para lanzarlo en mil añicos a la cara de la América blanca. Consciente de que la regla de oro es que «quien tiene el oro hace las reglas», con esta película iba a hacer lo que él quisiera, dentro de un ajustadísimo presupuesto, sin ningún estudio delimitándole el espacio discursivo. Era una apuesta a doble o nada con la que iba a hacer cine rebelde de una manera inédita: rebelde.

El sexo y la violencia fueron las dos caras de la moneda con la que hizo esta apuesta artístico-empresarial. Jugándose el tipo como se lo estaba jugando, este pionero no dudo en hacer uso de algunos elementos sensacionalistas para llamar la atención del mayor número de gente posible. Así, la sexualidad exacerbada y un discurso black power escasamente articulado se fundieron en una narrativa abierta y a veces no-lineal que seguía la lisérgica bandera narrativa de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) y de determinado cine francés al que Melvin Van Peebles había estado expuesto durante su estancia en París.

Conclusión: Sweet Sweetback’s Baadasssss Song hizo dinero. De hecho, hizo tanta maldita plata que se convirtió en la película independiente más lucrativa hasta la fecha, lo cual la estableció automáticamente como un nuevo patrón oro para los estudios, que no tardaron en poner en marcha sus propias «iniciativas negras».

Van Peebles demostró que se podía hacer dinero sin plegarse al dictado de los estudios y, al hacerlo, apuntaló la tendencia. Como parte de este nuevo gusto que ya se venía intuyendo, algunas películas policíacas y detectivescas que Hollywood estaba proyectando mudaron de piel. El propio John Shaft, (coyunturalmente) negro en la novela original de Ernest Tidyman, se concibió como un personaje blanco en el guión cinematográfico y volvió a su etnia de partida cuando se comprobó el potencial de esta nueva tendencia.

Otra apuesta que también tuvo éxito en taquilla, en este caso con dinero de United Artists, fue Cotton Comes To Harlem (Ossie Davis, 1970), estrenada el mismo día que Watermelon Man. Estos títulos de Davis, Parks y Van Peebles ratificaron que los afroestadounidenses, cuya clase media se empezaba a afianzar, suponían un segmento demográfico comercialmente viable y que las producciones con perspectivas afro eran de pronto aptas para un público generalista.

En la década de los 70 se hicieron más películas con este perfil racial que todas las que se habían conseguido sacar adelante en las décadas precedentes. Lo que antes llegaba con cuentagotas ahora brotaba a borbotones bajo la denominación blaxploitation.

Como este término va a ser recurrente, cabe aclarar que la blaxplotation no es un género (aunque en su mayoría englobe thrillers de acción urbana). Es un movimiento. Un ciclo. Un fenómeno estrictamente setentero fruto, por una parte, del crecimiento de la conciencia política por parte de los afroestadounidenses que, como consecuencia de las luchas por los derechos civiles acaecidas en la década precedente, demandaban nuevas representaciones en pantalla alejadas de los clichés del pasado. Por otra, es resultado de la crisis del sistema hollywoodiense, que buscaba nuevas audiencias, fórmulas y modelos de negocio en un momento en el que la televisión había generado nuevos hábitos de consumo audiovisual y los jóvenes, empapados de rock 'n' roll y contracultura, no conectaban con las producciones de factura clásica.

Cómo cardar tu afro en las pantallas de Linda y Harry

Momentos de culpa y alucinación revolucionaria en Uptight (Jules Dassin, 1968)
Momento de culpa y alucinación revolucionaria en 'Uptight'
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Más allá de genealogías del cine afroamericano, hay dos películas muy populares de aquella época que añaden contexto a esta tendencia sensacionalista de la que surgieron Sweet Sweetback's Badass Song y Coonskin. La primera (adelantando por la vía del sexo) es Garganta Profunda (Gerard Damiano, 1972). La segunda (adelantando por la vía de la violencia) es Harry, el sucio (Don Siegel, 1971).

En 1968 se había suprimido el conocido como Código Hayes, que había funcionado como guía efectiva, no oficial, de lo que los estudios de Hollywood debían y no debían enseñar en pantalla desde 1934 a 1967 (uno de sus infames puntos era, por si no ha quedado lo suficientemente claro el clima moral de la época, que no podían mostrarse relaciones sexuales o matrimoniales entre personas de distintas razas). Este sistema dio paso a uno de calificación por edades como el que hoy se aplica en la mayoría de los países, lo que permitió un abanico de experimentos sin precedentes en la proyección de sexo y violencia.

La cinta independiente de Damiano, gracias a la que Linda Lovelace se convirtió en una estrella al practicar una faquiresca felación en primer plano, recaudó más dinero en Estados Unidos que Cabaret (Bob Fosse, 1972). Fue uno de los pináculos de la liberalización de las costumbres que estaba en marcha. Con un coste de cuatro duros se convirtió en la quinta película más taquillera de aquel año en dicho país. Y aunque los números que a veces se han divulgado sobre esta producción pornográfica pionera deben ser puestos en entredicho, no cabe duda de que aquel fue un periodo extraño e irrepetible en el que una parte nada desdeñable del público generalista acudió a las salas a ver sexo explícito en pantalla grande. Hablo, sí, de penetraciones de varios metros de altura para regocijo de miles y de miles de personas. Como respuesta a esa tendencia general hacia el destape, los grandes estudios no se lanzaron a hacer pornografía, obviamente, pero sí empezaron a mostrar cosas que en décadas precedentes se hubieran expresado mediante metáforas, elipsis o fueras de campo. La separación entre el circuito alternativo y el generalista se hizo más porosa que nunca.

El cine calentaba al personal tanto como podía y Sweet Sweetback’s Baadasssss Song ayudó a subir la temperatura. Bajo el pretexto de estar haciendo una porno (en el set podía parecerlo), Melvin Van Peebles pudo usar un equipo técnico-artístico no sindicado, integrado por negros, latinos y blancos. Rodó la película en 19 días con un presupuesto de 550.000 dólares, de los cuales 100.000 venían de su bolsillo y el resto de préstamos de allegados y gente que confió en el proyecto (Bill Cosby, por ejemplo, aportó 50.000 dólares). El comité evaluador de la MPAA (Motion Picture Producers of America) marcó la película con una X más que previsible. Al fin y al cabo era una película con contenido erótico en cuyo rodaje Van Peebles, según la leyenda que él mismo se encargó de divulgar, adquirió gonorrea al llevar a cabo una secuencia en la que mantuvo sexo no simulado. Luego, siempre según sus palabras, usó el dinero de la asistencia médica aportado por el sindicato de directores para comprar más celuloide con el que rodar. Más allá de estas anécdotas más o menos documentadas, lo que es un hecho es que la categoría X prohibía a los menores de diecisiete años asistir a la película y dificultaba mucho encontrar un distribuidor. Un par de años antes eso hubiera sido el fin de la producción, pero en ese momento la X abría nuevas posibilidades publicitarias.

En Sweetback también había violencia y una poco habitual. Lo único que sabemos del protagonista (Sweetback) es que, además de ser un reputado fornicador, es un prófugo de la justicia. Concretamente es un afroamericano que agrede con saña a dos policías al defender a otro afroamericano del abuso arbitrario al que estaba siendo sometido por parte de aquellos. Como apunta Laura Cook Kenna en su ensayo para la compilación Beyond Blaxploitation, ver violencia era sensacionalista, pero ver violencia interracial, y una violencia interracial en la que los personajes negros prevalecían sobre la policía, no solo sensacionalizaba la escena: la politizaba. El héroe negro mata policías blancos, escapa y sale victorioso ayudado por su comunidad. Entonces eso era tan inaudito como la exhibición de sexo explícito en pantalla y Van Peebles lo sabía. También lo sabía el productor de la cinta, Jerry Gross, regente de la productora de sexploitations Cinemation Industries. En los materiales promocionales no dudaron en aplicar un prisma racial a la X recibida al publicitar la película como «calificada X por un jurado blanco». Y, venga, a vender entradas.

La película violenta quintaesencial de aquellos años fue Harry el sucio. Más allá de su trama en torno a un asesino en serie, la cinta de Don Siegel expone la dramática decadencia de los centros urbanos que estaba teniendo lugar en los 60 y 70 y plantea un discurso político muy específico en torno a ella. El limpiador de ciudades interpretado por Clint Eastwood fue uno de los mayores éxitos de aquel año, tuvo cuatro secuelas e inauguró una rama de cine de justicieros urbanos que se extendió durante los 70 y 80, en la que se proponía la recuperación de ese espacio urbano en declive mediante la violencia ejercida por cuenta propia. La de Harry Callahan era una figura de tufo fascistoide que «arreglaba» problemas sociales sistémicos a golpe de .44 Magnum. Un referente de una cultura vigilante que tenía una contrapartida afroamericana tanto en la realidad (mediante los Panteras Negras y otros grupos de autodefensa de los barrios) como en la pantalla (precisamente en la blaxploitation mediante personajes como Foxy Brown, Truck Turner o el propio Sweetback).

Raisin
Diana Sands, Sidney Poitier y Ruby Dee en 'A Raisin in the Sun'
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La decadencia de los centros urbanos retratado en Harry el sucio llevó en paralelo su racialización. A partir de los años 50 se había dado un fenómeno migratorio conocido como white flight (huida blanca) que implicó la marcha de una buena parte de la población blanca de los centros de las ciudades, étnicamente cada vez más diversos, hacia los suburbios, en busca de una mayor calidad de vida, una mayor seguridad y unos vecinos lo más parecidos entre sí.

Este desplazamiento de las clases medias blancas hacia las afueras precipitó la guetificación de los centros urbanos y enfatizó formas de marginación como el redlining. El modelo ideal de vecindario para los Estados Unidos de post-guerra, a lo Levittown, no pareció hacerse con los afroamericanos en mente. Así, blancos que incluso no pudieran sentir animadversión hacia sus nuevos vecinos negros, a veces vendían sus propiedades por temor a que su presencia devaluara el precio de los inmuebles de esa zona. Eso generaba un efecto bola de nieve de ventas y precipitaba, de hecho, la temida devaluación. Este fragmento del documental Race: The Power of an Illusion explica bien este fenómeno, y ese es, por supuesto, el tema central del mencionado clásico teatral-cinematográfico Raisin in the Sun de la talentosa y malograda Lorraine Hansberry.

Independientemente de esta caída en el nivel de vida del downtown, los ejecutivos cinematográficos tenían claro que los centros urbanos mantenían viva la llama de las salas de cine en una etapa económicamente complicada para Hollywood. Nos podemos detener, por ejemplo, en Chicago (una de las ciudades con mayor población afroamericana del país y, dicho sea de paso, cuna de Melvin Van Peebles). El Chicago Reporter publicó en 1974 un estudio sobre el impacto económico que la blaxploitation estaba teniendo en esa ciudad. La investigación analizó las 193 películas exhibidas en las ocho principales salas del centro de la ciudad entre enero de 1973 y agosto de 1974. De esas 193, 52 se ajustaban a la nueva ola de cine afroamericano. A pesar de ser poco más de un cuarto del total, supusieron el 41% de la recaudación de esas salas. En aquellos cines del centro funcionaba mejor Scream Blacula Scream (Bob Kelljan, 1973) que la mucho más costosa de producir The Three Musketeers (Richard Lester, 1973). Como Variety reportó el 9 de octubre de 1974, estamos en un momento en el que Hollywood estaba obteniendo sus mejores resultados económicos en 28 años y la blaxploitation fue una pieza nada desdeñable en esa bonanza.

El crítico Walter Burrel estimó que en 1973 el público negro había invertido 173 millones de dólares en ir al cine, de los cuales un 95% había ido a manos blancas. Aunque a todas luces esa cantidad de dólares es más una conjetura que un dato duro, número arriba número abajo nadie duda de la rentabilidad de estas producciones a principios de los 70 ni del reparto asimétrico de sus beneficios. De esas 52 películas estudiadas: 39 (75%) estaban producidas por blancos, 5 (9'6%) por negros y 4 (7'6%) por un equipo mixto. Y el porcentaje que deja claro que el control del mercado permaneció inmutable a pesar de los movimientos que estaban teniendo lugar: el 100% estuvieron distribuidas por blancos.

Cáncer. Genocidio. Blaxploitation.

Coffy
Coffy (Pam Grier) poniendo un poco de orden en el barrio
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La etiqueta blaxploitation hoy puede parecernos neutra pero cuando se acuñó en origen reflejó una polémica que tuvo lugar tanto fuera como dentro de la comunidad afroamericana.

Este debate puede verse ya con la misma Sweet Sweetback's Baadasssss Song. Fue celebrada por los Panteras Negras, hecho que inmediatamente quedó reflejado en los materiales publicitarios de la cinta. Huey P. Newton —co-fundador y líder del grupo— escribió un análisis de la película y proclamó que su visionado era obligatorio para cualquier miembro en activo del grupo. Al mismo tiempo, Ebony Magazine, mediante un artículo de su editor, Lerone Bennett, Jr., se opuso frontalmente a ella y sostuvo que en realidad era una película antirrevolucionaria por tratarse de una fantasía sexual con escasa conexión con la praxis política real («nadie se ha ganado su libertad follando», concluía).

No pocos líderes y espectadores afroamericanos se resintieron con la aparición de estas producciones. Cuando parecían estar quedando atrás el sambo, los pickaninny, el tío tom, la mammy y demás estereotipos del pasado; cuando por fin se presentaba la oportunidad, largamente ansiada y batallada, de tomar el control de la imagen que de ellos se proyectaba en las pantallas y, por lo tanto, en la conciencia colectiva del país, el resultado fue un montón de pelis baratas llenas de violencia y sexo, de camellos, yonkis, timadores, buscavidas, chulos y putas, que es exactamente otra parte del imaginario estigmatizante del que muchos en la comunidad pretendían deshacerse.

La polémica fue tal que varias organizaciones por los derechos civiles se aliaron para formar CAB (Coalition Against Blaxploitation). El periodista Junius Griffin dimitió de su puesto como presidente de la sección de Beverly Hills del NAACP (National Association for the Advancement of Colored People) para liderar este nuevo grupo de presión que incluyó a representantes locales de organizaciones como SCLC (Southern Christian Leadership Conference) o CORE (Congress of Racial Equity).

Por situarnos más allá de siglas: Griffin había sido relaciones públicas y escritor de discursos para Martin Luther King Jr. Tras el asesinato de este, trabajó para Motown Records, discográfica de la que acabó siendo vicepresidente y en la que, en estos primeros y militantes años setenta, ayudó a la creación de un subsello dedicado a la publicación de discursos de empoderamiento negro llamado Black Forum Label. Era, en definitiva, una figura prominente, implicada y bien relacionada en su comunidad. En un artículo de 1972 para The New York Times, medio del que era colaborador, se refirió por primera vez a este tipo de películas como blaxploitation, acusándolas ser un cáncer que estaba carcomiendo la fibra moral de la comunidad negra y advirtiendo de que si estas producciones no contribuían a construir imágenes sanas y constructivas de la vida negra entonces la comunidad habría contribuido a su propio genocidio cultural. Ese fue el instante en el que estas películas fueron bautizadas, ungidas con el escupitajo dialéctico de uno de sus detractores. Cáncer. Genocidio. Blaxploitation.

Claudine
Diahann Carroll y James Earl Jones intentando mantener la familia a flote en 'Claudine'
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Puede sonar exagerado. Al fin y al cabo estamos hablando de peliculillas. Por lo general, como decía, thrillers de acción urbana. Más allá de ese registro había incursiones en el terror, como Blacula (William Crain, 1972) o Blackenstein (William A. Levey, 1973), cuyos méritos artísticos muchos podrán ver más cercanos a los de Brácula (Condemor II) (Álvaro Sáenz de Heredia, 1997) que a los clásicos del género. También cabían alguna comedia y alguna peli de kung-fu en la que Jim Kelly o Ron Van Clief emulaban a Bruce Lee. En resumen, cine de barrio barato, a veces divertido, a veces no, a veces chusco, a veces no, pero siempre siempre siempre fardón.

Hubo quienes hicieron una lectura benevolente de este aluvión de producciones de bajo coste alegando que el cine no tenía que ser motivador y sermonero; que el público negro se merecía su dosis de escapismo tanto como el público blanco. Sus fantasías ligeras al final de una larga jornada de trabajo (o de paro). En definitiva, que tenía que haber un John Shaft tanto como había un James Bond.

Además, los defensores de la blaxploitation sostenían que las imágenes de este ciclo, aunque negativas, eran más realistas que las que habían antes. Al menos —argumentaban— presentaban los problemas de los guetos, sin suavizarlos. La respuesta habitual a ese argumento, que no dejaba de ser cierto, es que se fomentaron nuevos estereotipos vinculados al crimen. Nadie ponía en duda que la delincuencia existiera antes de que estas películas la mostraran pero los críticos sostenían que cargaban demasiado las tintas en ella y que acababa por presentarla como el todo de la realidad afroamericana, en vez de como una parte. Ya en su artículo de Ebony sobre Sweet Sweetback's Baadasssss Song, Bennett había sido muy crítico con esta «romantización de la miseria» que percibía que estaba empezando a darse en la cultura afroestadounidense. Una tendencia que se acrecentó tanto en lo material —con las crisis del petróleo (1973 y 1979) y la llegada del crack en los años 80 (que cayó como una plaga apocalíptica sobre los barrios pobres y racializados de Estados Unidos) — como en lo cultural —con la gangsterización del hip-hop a finales de los 80 y durante buena parte de los 90—.

Todas las críticas negativas hacia este ciclo cinematográfico tenían fundamento pero son matizables. La blaxploitation fue una explosión de creatividad y como tal fue capaz, en ocasiones puntuales, de ir más allá de sus clichés. Sin abandonar el ámbito vampírico, me permito recordar que si hubo un Blacula también hubo un Ganja & Hess (1973), la refinada y exuberante vía experimental de Bill Gunn. Además, la blaxploitation entroncó con algunas «producciones de corte más respetable» en las que se retrataba la vida de la familia afroestadounidense en la línea reclamada por algunos de los líderes mencionados. Películas que no eran estrictamente blaxplotation pero que tuvieron puntos de concomitancia con la blaxploitation. Claudine (John Berry, 1974), por ejemplo, no escatima un ápice de lo dura que es la vida en el gueto al tiempo que propone una imagen matizada de una mujer fuerte y una visión edificante de la familia, por muy tensionada que esta pueda estar por la realidad material que la condicione.

En última instancia cabe preguntarse: ¿ayudó la blaxploitation a que existieran Claudine o Sounder (Martin Ritt, 1972) o, al contrario, limitó el número de producciones de mayor calado creativo, primando la recompensa comercial cortoplacista y llevando el potencial entrevisto a finales de los sesenta a su formulación más básica en los setenta?

(Aprovechando la privacidad que dan estos paréntesis confesaré que si tuviera que responder yo a esa pregunta, diría que más bien pasó esto último).

'Coonskin': la caricatura racial de una época

Coonskin
El súcubo del sueño americano en 'Coonskin'
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La tercera película de Bakshi es un caso raro de película blaxploitation que aúna casi todos los clichés del ciclo al tiempo que amplía sus posibilidades estéticas. Es, a un tiempo, un lugar común y una alternativa.

Como decía, Ralph Bakshi fue uno de los directores más locos de los locos años 70. Tras unos inicios profesionales en los que trabajó para el estudio Terrytoons (casa de personajes como Super Ratón o el Ganso Gandy), fue deslumbrado por la contracultura de los 60 y su ambición pasó a ser expandir los límites expresivos y sociales del cine de animación. Dentro del mapa cinematográfico se le suele situar como la antípoda adulta de Disney, surgida de las influencias del comix underground y del mencionado cambio de guardia en el Hollywood de los 70. En resumen, él fue el señor que, casi a hostias, sacó a los dibujos animados del confort letárgico de las audiencias infantiles y familiares.

A pesar de unas limitaciones como narrador que se hacen evidentes en todos y cada uno de sus largometrajes, se trata de un artista impetuoso y lleno de buenas ideas, al que no le tembló el pulso al abordar proyectos tan complicados y distintos entre sí como la traslación a la gran pantalla de uno de los personajes más famosos de Robert Crumb (El Gato Fritz, 1972) —que ha pasado a la posteridad como la primera película de animación catalogada como X y, a su vez, como otra de las películas independientes más exitosas de la historia— o la primera adaptación cinematográfica de El señor de los anillos (1978). Bakshi estaba on fire en aquella época y, con las ocho películas de animación que dirigió entre 1972 y 1983, se dedicó a echar gasolina a la hoguera en la que ardían las convenciones de Hollywood.

En 1971, mientras se encendía la mecha de la blaxplotation, Bakshi debutó con un humilde mediometraje documental tributo a Martir Luther King. Se trata de su película menos conocida y una de las pocas suyas ajena al dibujo animado, pero es pertinente señalarla en la medida en que apunta a una temprana actitud militante por parte de Bakshi en relación a la lucha por la igualdad racial en su país. Con Coonskin, su tercer largometraje, quiso profundizar en aquella primera inquietud temática pero, en esta ocasión, participando con voz propia en la conversación artística de aquellos años. Porque, aunque hoy aparezca ante nuestros ojos como una rareza, en realidad Coonskin surgió como una progresión natural tanto de la trayectoria de Bakshi como de los códigos estéticos de su tiempo.

Cuando empezó su producción blaxploitation, Bakshi disfrutaba del éxito de sus dos primeros trabajos: El Gato Fritz y Heavy Traffic (1973). Había sabido tomarle el pulso al momento. El propio director señala los paralelismos entre Malas calles (Martin Scorsese, 1973) y su segundo largometraje, Heavy Traffic. Dos títulos que el New York Times incluyó entre los mejores de aquel año y que hicieron que ambos directores descubrieran sensibilidades comunes y estrecharan lazos. Es más, podemos añadir un título puramente blaxploitation de ese mismo año y constatar que The Mack (Michael Campus, 1973), Malas calles y Heavy Traffic proyectan distintas luces sobre las mismas calles. Había claros puntos de conexión entre la blaxplotation y lo que entonces interesaba a directores cuyos apellidos formarían parte del canon del Nuevo Hollywood.

Uno de los aspectos de la blaxplotation que repelía a James Baldwin (por mencionar a otro de los intelectuales afroamericanos críticos con dichas producciones) era su carácter cartoonesco. De hecho, podría argumentarse que los estereotipos en los que incidían este tipo de películas solo podían exagerarse más si se hacían cartoon. Pues bien: eso es precisamente lo que hace Coonskin. La estrategia de Bakshi pasó por entrar de lleno en la plástica del estereotipo y racializar (aún más) la decadencia urbana retratada en sus dos largometrajes previos. Apostó por el poco frecuentado y harto peliagudo terreno del racial grotesque.

Acostumbrado a hacer arder convenciones, Bakshi blandió Coonskin como quien se dispone a lanzar un objeto incendiario. Aún a riesgo de salir quemado él mismo.

Coonskin
Miradas que matan
Cinemanía

Exterior-noche. Dos presos están escapándose de prisión. Esperan la llegada, al amanecer, de un coche que les ayudará en su fuga. Mientras pasan la noche, uno de ellos le cuenta al otro la historia de Brother Rabbit (Philip Michael Thomas), Brother Bear (Barry White) y Prearcher Fox (Charles Gordone), nombres que son uno de los múltiples guiños a Song of the South (Wilfred Jackson y Harve Foster, 1946; de actualidad entonces por su reestreno de 1973).

personajes animados que se antojan como extensiones de los personajes de carne y hueso. Estos tres personajes animados huyen del sur (?) tras un sangriento incidente en el burdel que regenta uno de ellos y deciden ir a Harlem, desde donde pretenden hacerse con el control del crimen en la ciudad. Para conseguir este objetivo se tendrán que enfrentar a un obeso predicador/timador/revolucionario, a un policía corrupto y al capo italiano que controla los negocios ilegales de la ciudad. De eso se supone que va Coonskin.

No obstante, resumir la premisa argumental de esa manera tan lineal es falsear el espíritu de la película. Lo que prevalece sobre esa trama es una desorientante amalgama de secuencias en la que se encadenan insertos, subtramas anecdóticas o pasajes con una función alegórica. Bakshi prima lo icónico antes que lo narrativo, la imagen impactante antes que el argumento consecuente, y deja claro que no le interesa la narrativa tradicional en este collage experimental travestido de película de gangsters.

Alocada y tediosa a partes iguales, Coonskin es una película confusa con algunos elementos visuales fascinantes y a la que su vigor estético le viene sobre todo de su iconografía. Solo hace falta compararla con una de sus fuentes de inspiración, los Looney Tunes (a los que se hace un guiño ya desde el cartel), para constatar sus carencias cinemáticas. Más adelante las incursiones rotoscópicas de Bakshi ayudarán a dar fluidez a su animación, como demuestran El señor de los anillos y American Pop (1981), pero aún no las había puesto en práctica en las producciones de esta primera etapa en la que abundan los personajes hieráticos y composiciones a veces ortopédicas. Bakshi nunca se amedrentó y supo sortear los problemas presupuestarios aportando soluciones que, si bien son imaginativas también son algo rudimentarias y, pasados los minutos, pueden acabar resultando cansinas. De ahí las emociones encontradas que muchos tenemos al abordar su cine.

Coonskin
Swag animado
Cinemanía

Una de estas soluciones estáticas pero interesantes es la de los fondos sobre los que se mueven los personajes. En su mayoría consisten en imágenes abstractas (posiblemente fotografías aleatorias ampliadas y desenfocadas) pero también en fotos de los barrios reales en los que nos sitúa la película, tomadas por el propio Bakshi. La mezcla de dibujos animados e imagen real ya existía desde la época silente pero estas incrustaciones fotográficas, contextualizando a sus personajes animados en calles concretas de barrios concretos, otorga una vocación realista al conjunto. Bakshi ya había puesto en práctica un trabajo de campo parecido, pero a nivel sonoro, en El Gato Fritz. En su debut invitó a su estudio del East Village a unos cuantos miembros del Partido Panteras Negras para grabar una conversación entre ellos. Sobre el registro sonoro de esa charla política dibujó y animó luego a personajes. Es decir, que las caricaturas de Coonskin, por pasadas de rosca que puedan llegar a ser, se nos presentan como una síntesis de la realidad de las calles. El efecto estético contiene una declaración de intenciones política.

Y luego está la desmesurada imaginería racial que se alza como el principal elemento característico del film. Existen referencias más recientes que manejan imaginario racial y estrategias similares, como Bamboozled (Spike Lee, 2000) o el videoclip The Story of O.J. de Jay Z, que el propio rapero dirigió junto a Mark Romanek en 2017. Pero se trata de un terreno en el que se ha movido muy poca gente, tanto dentro como fuera del cine. La principal analogía estética coetánea a Coonskin que me viene a la cabeza no se encontraba en el cine si no en el arte contemporáneo, ámbito en el que Betye Saar produjo su serie The Liberation of Aunt Jemima (1972), mediante la que subvirtió el cliché de herencia colonial de los productos empaquetados con las imágenes de negros felizmente explotados, representados a veces con rasgos exagerados, y lo transformó en una llamada a la lucha armada revolucionaria. Incluso puede decirse que la lógica narrativa de Bakshi en Coonskin no es lineal sino ensambladora, como ensamblador es el trabajo de la propia Saar.

No obstante, la artista de Los Angeles partía del feminismo negro, un ámbito no solo ajeno a Bakshi sino que, como veremos, tomado como punto de comparación señala las limitaciones de Coonskin, de la obra de Bakshi y de la blaxplolitation en general.

Encontrar estas caricaturas raciales con perspectiva crítica en medios de amplia difusión es complicado, por el pie que dan a lecturas erróneas. Curiosamente fue Robert Crumb (inspirador del debut de Bakshi) uno de los pocos que rebasó también a Bakshi en lo lejos que llevó este registro de sátira antirracista hecha de imaginario racista, gracias, en parte, a la libertad de acción que da el cómic independiente, imposible de encontrar en el cine. Con los disturbios post-Rodney King aún humeantes en la cabeza de la gente, el maestro del cómic underground se metió hasta lo más oscuro del pozo de los miedos raciales estadounidenses y publicó en 1993 las tres páginas When the Niggers Take Over America!, aparecidas originalmente en el número 28 de la autoeditada Weirdo. En ellas plasmó las ansiedades del más paranoico racista. Tres páginas a las que también añadió las tres de When the Goddam Jews Take Over America!, para terminar de rematar la faena. Material incendiario, malinterpretable y malinterpretado, que no tardó en ser celebrado por grupos neonazis que, por ignorancia o cinismo, lo alinearon con material como Los diarios de Turner.

Addio Zio Tom
Colonialismo: pasen y vean!
Cinemanía

Muchos críticos decían que las películas blaxploitation eran películas de explotación de toda la vida pero con un barniz, a veces superficial, de conciencia afro. No fue casualidad que la misma persona que había distribuido el debut de Bakshi distribuyera también en Estados Unidos el reestreno del debut de los italianos Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, Mondo Cane (1962). Acusados de racistas por su documental Africa Addio (1966), Jacopetti y Prosperi respondieron a esas críticas con Goodbye Uncle Tom (1971), un retrato de la esclavitud en Estados Unidos parcialmente censurado en varios países y que, dentro del ámbito cinematográfico, es la otra referencia que participa de la estética racial grotesque a un nivel similar al de Coonskin.

El discurso explotativo, cuando se pretende político, reporta o denuncia una situación social como excusa para recrearse mórbidamente en ella y remover bajas pasiones. En el caso de Goodbye Uncle Tom, Jacopetti y Prosperi hicieron uso de una de las grandes tragedias de la humanidad —el comercio transatlántico de esclavos— para disponer ante el espectador un carrusel de degradación y sufrimiento humano extremo. Todo aderezado con música de vodevil, comentarios sardónicos y, en general, cuerpos negros desnudos (de extras haitianos) en grotescas performances. La película se nos presenta como un comentario antirracista al hilo de la rebelión de Nat Turner pero según pasan sus minutos no queda claro hasta qué punto eso no es sino una excusa para mostrar escenas degradantes y, ya hacia el clímax, a negros radicales entrando en casas de blancos de los suburbios para pasarlos a machete, en una estampa a medio camino entre la revolución haitiana y una visita de La Familia Manson. Tras el estreno en Estados Unidos no hubo sorpresas y los italianos vieron cómo se redoblaron sobre ellos las acusaciones de racistas.

Es pertinente poner este espejo europeo y ver esta apuesta de los pioneros del sensacionalismo audiovisual porque en ella, de alguna manera, se llevaron al paroxismo los elementos polémicos de la blaxploitation precisamente el mismo año en que esta tendencia estaba surgiendo.

Pero no hacía falta llegar a los extremos de Crumb o de Jacopetti y Prosperi para tener problemas. Coonskin ya estuvo condenada antes de que Bakshi la hubiera terminado. En un gesto de ingenuidad, el enfant terrible de la animación pidió a los líderes afroamericanos hostiles hacia su película que fueran a verla a un pase previo a su estreno programado en el MoMA, que resultó ser un desastre. Las protestas después del pase se recrudecieron. En realidad, estos grupos de presión ya venían crispados y sus prejuicios eran bastante acertados. Habían protestado por películas menos caricaturizantes que Coonskin. La respuesta que le dieron se puede resumir parafraseando aquello que el reverendo Al Sharpton (con un gran parecido en 1975 al obeso predicador que satiriza la película) respondió a Bakshi: no necesitaba ir a ver una mierda para saber que era una mierda, le bastaba con olerla.

Aunque la NAACP entendió la complejidad de la película y la apoyó, los grupos de presión hostiles a ella ganaron el pulso. Paramount Pictures, el estudio que había apostado por Coonskin, cedió ante las protestas de líderes que incluso acusaban a los afroamericanos en ella involucrados de «traidores a su raza» (entre los que, dicho sea de paso, se encontraba Brenda Banks, una de las primeras animadoras afroamericanas, que encontró en Bakshi el trampolín de una carrera que se extendió durante décadas). El estudio buscó distanciarse de la polémica cediendo la distribución a Bryanston Distributing Company. El hecho de que al final se encargara de este trabajo una distribuidora de explotaciones dirigida por un miembro de la mafia (ironía infinita en esto, si tenemos en cuenta las intenciones de Coonskin) no ayudó precisamente a tomar en serio el posible comentario social o el calado intelectual que pudiera tener. La inversión económica casi se dio por perdida. Esta tercera película de Bakshi tuvo un estreno mínimo (según The Guardian solo estuvo una semana en cines) y pasó inadvertida.

Support Your Local Girl Gang

Emma Mae (Jamaa Fanaka, 1976)
La prima del pueblo: Jerri Hayes en 'Emma Mae' (Jamaa Fanaka, 1976)
Cinemanía

En Coonskin todos los personajes son presentados bajo su luz menos favorecedora. Italo-americanos, irlandeses, judíos, gays, policías y afroamericanos son estereotipados sin piedad, hasta llegar a la animalización en algunos casos. Esa caricaturización generalizada no ha de hacernos perder de vista que, según Bakshi, la mafia italiana es la diana primordial de la película. Cabe recordar que uno de los productores de Coonskin, Albert S. Ruddy, produjo también El Padrino y el guiño de una película a otra es directo. Pero dado que todos los personajes de Coonskin son moralmente repugnantes, para que el malo nos parezca el malo directamente se nos acaba presentando como un demonio de un mundo de fantasía. El capo de la mafia deviene en una criatura que, de lo exagerado de su caricaturización, adquiere elementos cuasi-mágicos. Lo cual hace que el tono de la película sea aún más extraño.

Dentro de toda esta querencia de Bakshi por lo grotesco, resulta interesante detenerse en la representación de las mujeres. El arquetipo protagónico femenino en una blaxploitation media vendría a ser una mezcla entre —pongamos— Angela Davis y Tura Satana. Ejemplo de ello serían las vengadoras encarnadas por Pam Grier, como Coffy o Foxy Brown. De la misma manera que en la Revolución francesa de Delacroix el pueblo sigue a una revolución que se nos presenta alegóricamente como una señora con las tetas al fresco, Pam Grier encarnó a la pechugona libertad que guió al pueblo afroamericano en esos años de estrés post-traumático por el asesinato de MLK. Podría argumentarse que mientras más realista es la caracterización de ese personaje protagónico femenino más nos alejamos del epicentro de la blaxploitation. Así —desde el centro hacia fuera— tendríamos por ejemplo a Cleopatra Jones (Tamara Dobson), Friday Foster (Pam Grier), Emma Mae (Jerri Hayes), a la mencionada Claudine (Diahann Carroll) y, ya fuera de lo que se suele considerar blaxploitation, a la Rebecca (Cicely Tyson) de Sounder.

El Bakshi escritor, incapaz de sutileza alguna al perfilar psicológicamente a sus personajes, ni siquiera intenta emular ese arquetipo básico de Pam Grier. Como es de esperar, en sus películas de esta primera etapa los personajes femeninos tampoco se libran de la caricaturización descarnada a la que son sometidos el resto de colectivos. Todas sus mujeres son vejadas, maltratadas físicamente. Aprovechando el contexto barriobajero, casi todas encarnan prostitutas o busconas. Era tal este lugar común en su cine que —cuando Bakshi se ahogó creativamente en el pozo de pandillerismo y decadencia urbana (en el que en buena medida también sucumbió la blaxploitation) y buscó salida en la fantasía de Wizards (1978), película que le sirvió como ensayo para El señor de los anillos— las hadas que aparecen en los primeros minutos de ese mundo encantado lo hacen caracterizadas como prostitutas callejeras. Es decir, que estiró el cliché como una marca personal, aplicándolo incluso en un universo en el que en principio no procedía.

Todo esto no debería sorprender al conocedor de su trabajo. Al fin y al cabo, las películas de Bakshi tienen bastante de masturbatoria fantasía adolescente masculina. Ya fuera vía Robert Crumb (adaptación), vía Frank Frazetta (colaboración) o vía blaxploitation (inspiración), el suyo ha sido, en términos generales, un cine para jóvenes varones en busca de emociones fuertes y de mecha corta.

Esa burda representación de la mujer es una clave desde la que propongo entender Coonskin. Para ello lo pertinente es echar un vistazo a su trabajo precedente: Heavy Traffic. En él, Bakshi propone una historia que se antoja como una proyección poco disimulada en la que un joven dibujante de ascendencia judía (como Bakshi) se transmuta en gángster, se liga a la voluptuosa mujer negra y domina el crimen del gueto. Y sí, aunque Bakshi se criara en Bedford-Stuyvesant (barrio de Jay-Z, de The Notorious B.I.G., de Mike Tyson), tuviera cierta presencia física y dejara momentáneamente la mesa de dibujo para salir a hacer esos registros fotográficos y sonoros de las calles de Harlem a los que he aludido, es obvio que el estilo de vida de un dibujante no suele ser el más callejero. Por eso llama la atención el lugar que indirectamente él se otorga dentro de ese imaginario del gueto. Heavy Traffic es otra fantasía de poder masculina más en la que Bakshi concede a su propio avatar el lugar de la virilidad última.

Puede parecer una diletante licencia psicoanalítica pero entiendo Coonskin como la culminación de esa proyección contenida en Heavy Traffic. Es mediante esta cinta que Bakshi adopta los modos del audiovisual vernáculo afroamericano, la blaxploitation. Elimina el personaje en el que se proyectaba en Heavy Traffic para hacerlo, directamente, en todo el elenco afroamericano. De esta manera Bakshi «habla como un negro», «se mueve como un negro» y «mata y muere como un negro». Sirvan como declaración de intenciones los primeros minutos de la película: la pegadiza canción inicial interpretada por el mítico Scatman Crothers se titula I'm the Nigger Man y está escrita, con toda su socarronería, por él. Por Bakshi. Por un blanco.

En última instancia, Coonskin es una (anómala, compleja, autoconsciente y bienintencionada) forma de blackface.

Baile de máscaras

Bakshi
Ralph Bakshi en su estudio con plantillas de la Tierra Media al fondo
Cinemanía

Después de Coonskin, Bakshi se pasó a la estética rockabilly de Hey Good Lookin’ (1982). También introdujo en esa historia una trama de guerra racial entre pandillas (claro, por qué no). El no poder estrenar de nuevo esa película, en parte por los problemas de financiación que acarreó el fracaso de Coonskin, le obligó a replantearse su carrera hacia el fantástico, ámbito en el que de nuevo aportó buenas ideas y desarrollos a veces frustrantes. La cima de su cine dentro de este género fue El señor de los anillos. Fuera de dicho género, el otro pico creativo destacado de su filmografía sería American Pop, menos conocida pero igualmente ambiciosa.

La reconversión hacia el fantástico señala los méritos de su creatividad. Demostró su capacidad para reinventarse como director. Al mismo tiempo, dicha reconversión señala también un privilegio que no tuvieron otros directores. Ninguno de los tres principales directores afroamericanos de este momento sobrevivieron, como realizadores con estatus, al declive del ciclo blaxploitation.

Ossie Davis no dirigió más cine después de los años 70 y se centró en su carrera como actor. Melvin Van Peebles, el gran héroe independiente de toda esta historia, hizo incursiones en Broadway e incluso en Wall Street. En lo cinematográfico añadió a su filmografía como director alguna esporádica producción de muy bajo presupuesto y menor repercusión, dio continuidad a su marca al ejercer de mentor y colaborador de su hijo, el también director y actor Mario Van Peebles, pero nunca volvió a tener la visibilidad ni transcendencia que fugazmente alcanzó con Sweet Sweetback’s Baadasssss Song.

Por su parte, Gordon Parks nunca consiguió como director en Hollywood la transversalidad de la que gozó como fotoperiodista de la revista LIFE. El Parks fotógrafo se había desplegado en todas las direcciones. Su cámara había capturado desde el crimen de las calles de Harlem y la miseria de las favelas de Brasil hasta los palacios de la alta costura en París, pasando por todo lo que había en medio. El Parks cineasta, constreñido por las paquidérmicas inercias de la industria cinematográfica, no pudo aspirar a tanto. Pareció darse una suerte de redlining artístico según el cual nadie pensó en que un solvente director afroamericano se pudiera encargar de una película de James Bond o de El señor de los anillos.

Como señalan Jelani Cobb y el propio Gordon Parks en el documental dedicado a Parks —A Choice of Weapons: Inspired by Gordon Parks (John Maggio, 2021)—, a mediados de los setenta parecía esperarse de los directores negros que solo hicieran películas sobre su experiencia como negros en Estados Unidos, sobre «su tema», y una vez «su tema» se convirtió en una tendencia y, por lo tanto, en algo que podía pasar de moda, en cuanto la moda pasó ellos pasaron con la moda. A pesar de que con su debut Parks había demostrado que podía tramar una narrativa mucho más rica que la de la blaxploitation media, no recibió ofertas significativas tras el declive del ciclo. El cine fue su cúspide y su tope profesional.

Hollywood no vio estas películas como otra cosa que serie B y nunca les otorgó un gran presupuesto. Fueron un producto que generó buena rentabilidad durante la primera mitad de los setenta y poco más. George Lucas y Steven Spielberg no tardarían en reconfigurar Hollywood, devolviéndole su perfil más espectacular, y poca gente echaría la vista atrás a estas películas de barrio.

A pesar de las esperanzas puestas y algunos discursos grandilocuentes, nunca existió un Hollywood Negro. El ejemplo más destacado por generar un genuino tejido industrial afroamericano en estos años fue, en mi opinión, Third World Cinema Corporation. La productora que Ossie Davis puso en marcha para formar artistas y técnicos afroamericanos nunca terminó de coger ritmo industrial y, una vez pasaron las becas y ayudas públicas iniciales y se diluyó la moda blaxploitation, no obtuvo inversiones suficientes y quedó como el primer paso de un camino que nunca se llegó a recorrer. La iniciativa al menos nos dejó como testimonio dos títulos: Greased Lightning (Michael Schultz, 1977) y la ya aludida Claudine.

Por otra parte, el hecho de que el panorama cinematográfico cambiara y no fuera tan receptivo a narrativas afrocéntricas no significa que estas desaparecieran por completo de los medios de comunicación de masas. Hasta cierto punto, la ficción televisiva tomó el testigo y Raíces (1977) llevó el trauma de la esclavitud transatlántica a los hogares estadounidenses, convirtiéndose en uno de los hitos televisivos de la época.

Gordon Parks tras la cámara
Gordon Parks, gigante del arte afroamericano cabalgando en la industria del cine
Cinemanía

Han pasado cincuenta y dos años desde el estreno de Sweet Sweetback's Baadasssss Song y, tras una relativa sequía, hay un repunte de estas perspectivas. Hoy Steve McQueen —director afrodescendiente de nacionalidad británica— puede tocar el techo de Hollywood y conseguir un Oscar a la mejor película con un drama sobre la esclavitud (12 Years a Slave). También puede rescatar del olvido las luchas de la diáspora caribeña en el Londres de los 70-80 mediante un ambicioso retablo audiovisual financiado por Amazon (Small Axe, 2020) y la BBC (Uprising, 2021). Nada de lo cual le impide hacer un thriller convencional (Widows, 2018) que poco tiene que ver con estas cuestiones raciales. De la misma manera, Spike Lee puede lucir los galones conseguidos en las batallas de Do The Right Thing (1989) y Malcolm X (1992) pero también puede ser el realizador con oficio al que encargan adaptar para el mercado estadounidense la coreana Old Boy (Park Chan-wook, 2003). Y jóvenes talentos como los de, por ejemplo, Issa Rae o Donald Glover pueden encontrar voz propia, financiación y público para trabajos como Insecure (2016-2021) o Atlanta (2016-2022).

La diversidad racial de un mundo cada vez más interconectado, la proliferación de plataformas audiovisuales y la consecuente fragmentación de las audiencias facilitan la financiación y naturalización de propuestas que recogen la experiencia afrodescendiente. No parecen darse hoy los problemas que padecieron los pioneros del cine afroestadounidense e incluso podríamos decir que estamos en un momento en el que en Estados Unidos se empieza a conseguir con relativa facilidad el equilibrio entre, por un lado, unos creadores étnicamente minoritarios que quieren hacer llegar sus perspectivas al gran público y, por otro, unas corporaciones interesadas en usar la inclusividad como resorte para reforzar su imagen de marca.

Por su parte, a pesar de ver frustrados algunos de sus proyectos, Bakshi habla hoy de lo bien que se lo pasó poniendo patas arriba el mundo de la animación. Se refiere a sus años de director como los mejores de su vida y se congratula de ser uno de los directores más independientes que haya hecho carrera dentro del sistema hollywoodiense (según sus palabras «el que más, a excepción de Spielberg»). En 2015 presentó un cortometraje financiado a través de Kickstarter y sintió de nuevo el pulso creativo de un proyecto cinematográfico independiente. Recordó los viejos tiempos y volvió a sentirse animado haciendo animación.

Tras su fracaso en salas, Coonskin fue reeditada años después para el mercado doméstico con los títulos Bustin' Out y Street Fight, sin que ello acrecentara su repercusión. Reivindicada por Quentin Tarantino, Spike Lee o el Wu-Tang Clan, glosada por la cabecera de arqueología hip-hop Wax Poetics, hoy Bakshi saca pecho al hablar de ella mientras Disney oculta Song of the South del catálogo de Disney + y retira las últimas referencias que a dicha película quedan en sus parques temáticos. Curiosamente, a pesar de ese orgullo que siente Bakshi por su animación blaxplotation, es muy posible que si hoy Coonskin no se ve no sea tanto por el contenido escandaloso sino porque una gran parte de la audiencia la encontrará directamente aburrida.

Entre los honores de este director quedará su condición de pionero de la animación para adultos, de habilitador de un camino por el que han transitado desde John Kricfalusi a Trey Parker y Matt Stone. Y Coonskin quedará como un paso del todo coherente en la carrera de su director, como un verso suelto en el gran poema blaxplotation y como una curiosidad en la historia de la animación. Es, en definitiva, una nota a pie de página de la historia del cine que nos ayuda a entender mucho del texto principal.

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