"¡A este lo va a besar su puñetero padre!". En cuanto supo que aquella escultural actriz de ébano que atendía por Ajita era, en realidad, un transexual, Andrés Pajares se negó en redondo a darle el largo y profundo morreo que exigía el guion de Los energéticos (Mariano Ozores, 1979).
Al final, el director accedió a cambiar la escena y la trasnochada honra de Pajares quedó intacta. Si no se lo llegan a decir, el actor jamás habría sospechado de su compañera de reparto; y eso que, como recuerda Ozores en sus memorias, “tenía unas manos enormes, calzaba un 43 largo de pie y era más alta que yo, que mido uno ochenta y dos”.
George Wilson nació en Brooklyn en 1950 de padre norteamericano y madre brasileña. Aunque era bombero de profesión, en sus ratos libres se vestía de mujer y actuaba en clubs nocturnos o en pasarelas de moda underground. Tras cambiar de sexo de forma definitiva, esculpir su anguloso rostro y rebautizarse como Ajita, colgó la manguera y empezó a trabajar en pequeñas películas pornográficas.
Estrella Z y S
Su escandalosa anatomía llamó la atención de un productor europeo, que se la llevó a Italia y la puso en manos de Lucio Fulci, Joe D’Amato y otros maestros de la serie Z setentera. Ninfómana declarada y exhibicionista nata, la actriz protagonizó cintas sexploitation como Garganta profunda negra, Un marido impotente o Adolescenza morbosa, supliendo sus carencias interpretativas con un irresistible magnetismo erótico y una elegancia de pantera negra.
En los años 80, Ajita vivió a caballo entre Grecia, Francia y España, interviniendo en un buen puñado de películas clasificadas “S”, a cada cual más sucia y disparatada. En La pitoconejo (1982), por ejemplo, compartió cama y cartel con otro objeto de morbo de la época, el hermafrodita Eva Coatti. Y el mítico Jesús Franco le adjudicó dos papeles hechos a su medida: la carcelera lesbiana de Sadomania (1981), y la libidinosa deidad africana de Macumba sexual (1983).
Los cineastas que trabajaron con Ajita siempre elogiaron su simpatía y profesionalidad, pese a que fuera de los platós solía ejercer la prostitución y enzarzarse en trifulcas que acababan en el calabozo. Su corta pero intensa carrera se truncó cuando, a los 37 años, murió de una hemorragia cerebral, que unos atribuyen a un accidente de tráfico y otros a un atracón de drogas. Con el tiempo, la extravagante actriz se ha convertido en objeto de culto.
Por un lado, sus películas campan a sus anchas por las webs de cine erótico y pornográfico. Por otro, en 2015 la Cinematek belga y el festival de cine alternativo Offscreen le dedicaron sendos homenajes. No es lo mismo que un Oscar póstumo, pero sirve como excusa para celebrar su marginal talento.
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